Busqué durante toda una vida una llave y una mujer. Por
suerte fue una vida breve y la llave la encontré. A la mujer, harto de no
encontrarla, la llamé Magdalena, inventándome su nombre, y les dije a todos que
es que había huido, que estaba muy lejos. La llave me aportó una casa magnífica
y mucha tranquilidad, una tranquilidad que en parte me sirvió para solventar mi
falta y en parte para agravarla, haciéndola eco que rebotaba entre las montañas.
Pero esta mujer no era la única mujer, sino que era otra mujer. La llave,
además de casa, me aportó mujer e hijos, una familia maravillosa. Me encantaba
mi papel y hacer todo lo que se suponía que tenía que hacer, pero seguía
añorando a esa mujer ficticia, que dejó de llamarse Magdalena para empezar a
cambiar de nombre en cada estación. La echaba de menos porque era diferencia,
más bien era ruptura, un fuego que quemaría los papeles de la normalidad. El
problema fue que en cierta ocasión la vi venir, ya sin nombre, por el camino
que atravesaba el bosque, y entonces tuve que decidir. Supe que la llave y la
mujer eran incompatibles, y aunque ya había disfrutado una de las dos, no podía
ahora rechazarla y disfrutar de la otra, pues uno se acostumbra y nací con los
huesos viejos. Cuando la mujer estuvo más cerca y pude ver su paraguas cerrado
y su ropa manchada de barro, le grité unas palabras que de seguro no oyó y me
subí a lo más alto de la casa. De camino, mientras subía, fui besando en la
frente a todos los hijos con los que me iba encontrando, y allí arriba, con el
cielo nublado y el olor a tormenta, con la mujer acercándose y la llave bajo
mis pies, decidí que aquella vida sería breve por temor a elegir. Mientras caía
se me ocurrió pensar que tal vez me había precipitado y aquella mujer no era a quien
estaba buscando, o incluso que era mi propia mujer, no sé, la vista a veces
engaña.
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