martes, 22 de marzo de 2016

Nació inmenso y rojo

El Sol iba con retraso, las redes ya estaban listas y aún no había empezado a calentar enserio. Los pescadores, vestidos con sombreros de paja y camisas sin mangas, se sentían incómodos ante aquella brisa fresca, y los peces estaban recelosos de comer gusanos, moscas u otros peces. Pero de pronto las nubes que quedaban se apartaron y el Sol cogió fuerza, los hombres empezaron a sudar y los peces a combatir unos con otros, todo era como debía ser.
Las barcas eran grandes y en cada una había dos o tres personas. Al medio día estaban exhaustas, pero no podían descansar ni comer mientras algún ser vivo tirase aún de los cebos y las redes y los anzuelos se moviesen. En parte porque podrían romper las redes y en parte por el orgullo de no dejar escapar un pez. La barca que se había atrevido a alejarse más era, de hecho, la que más problemas estaba teniendo. En ella solo pescaban dos hombres y ya sentían pinchazos en los músculos de los brazos mientras tiraban de una pareja de hermosos peces azules que pesarían mucho una vez limpios, en la lonja. Lograron pescar un ejemplar, el otro sin embargo rompió su parte de la red y se sumergió en las profundidades con tres anzuelos clavados en la boca. El hombre más mayor valoró la captura, pero el otro, mientras tiraba, había cometido el error de imaginarse con aquellos dos peces a bordo, agitándose frenéticamente hasta el momento de golpearles la cabeza con la porra, y luego, por temor a que el Sol los pudriese, navegando antes de lo normal hasta la playa, desde donde ya no volverían a pescar aquel día y disfrutarían de dos merecidas cervezas muy frías.
Pero algo devolvió al hombre más joven a la realidad, no sabría decir muy bien qué, una especie de sacudida debajo del agua, como cuando un tiburón, siguiendo el rastro de sangre de un pez, pasaba por debajo de la barca. Miró al más mayor, que le estaba sacando las tripas al pez, y de pronto algo tiró de la red. Pero la red no se estiró solo por un lado, como ocurre siempre que pica un pez, sino que se estiró por completo en un movimiento brusco que duró solo un momento antes de que las piezas de madera que la sujetaban a la barca saltasen y desapareciese en el fondo. Los dos hombres, despacio, se asomaron por la borda donde acababa de desaparecer la red y acto seguido algo golpeó y rompió el bote, entre astillas y espuma marina.
Los demás hombres vieron lo ocurrido, o por lo menos vieron la barca saltar y quebrarse. Después pudieron apreciar unas ondas en la superficie del agua que les indicaron que aquello, fuera lo que fuese, se dirigía ahora hacia ellos.
El pez golpeó la segunda barca sin tan siquiera comerse primero la red, de hecho la golpeó como quien da un manotazo. Volcó la barca y siguió, con el comportamiento humano de hacer daño sin buscar nada. Arrancó las redes de tres barcas más pero, al llegar a la cuarta, el extranjero, llamado así por ser el único de fuera en el pueblo, le arponeó intentando acertarle en el ojo, momento en el que el pez saltó fuera del agua, fuera de sí, con algo parecido al bramido de una ballena. Los pescadores pudieron apreciar entonces su descomunal tamaño y su color, rojo negruzco en los costados y blanco en el vientre. Al caer de nuevo al agua saltaron las olas y la barca del extranjero, donde se encontraba él solo, estuvo a punto de hundirse. El pez desapareció.
Aquella noche los marineros no fueron a sus casas, sino que arrastraron las embarcaciones más de lo normal playa a dentro e hicieron una enorme hoguera. Las historias aparecieron en algún momento sin que nadie lo hubiese querido, y entre tragos todas ellas formaron una gran historia. Los nativos contaban que había un espíritu, descendencia de algún dios antiguo, que tomaba la forma de un animal, volviéndolo monstruoso, y que conservaba esa forma hasta que era derrotado por el hombre, momento en el que tomaba otra. El extranjero escuchó muy serio, sin aportar nada a la conversación porque no entendía el idioma.
A la mañana siguiente el Sol salió puntual, pero desde antes de que hiciese presencia, toda embarcación que no se hundiese al llevarla al mar, estaba a flote con uno o varios hombres armados encima. Esta vez no había tridentes o arpones, sino escopetas y revólveres.
Las embarcaciones estaban muy juntas, pero habían puesto más lejos, frente a ellas, dos lanchas señuelo en cuyas redes habían atado todos los peces y alimentos de los que habían dispuesto. No sin cierta pena, los marineros, ahora soldados del mar, veían como las lanchas se movían agitadas con el tirar de las redes de decenas de peces menores.
Antes que nada lo sintieron, como el golpe mudo de un ancla contra el suelo marino, y efectivamente vieron como de pronto un torrente de agua saltaba en el lugar en el que había habido una de las lanchas y, cuando ésta cayó, solo quedaron tablones flotando.
Para cuando el pez atacó la segunda lancha, recibió tal cantidad de disparos que la dejó a medio comer y exhaló un bramido aterrador reservado únicamente a la estirpe de los leviatanes. Arremetió con fuerza, pero antes de poder llegar a una embarcación, la cercanía mejoraba la puntería de los pescadores, por lo que se retiraba y volvía a atacar, generando inmensas olas, tirando a los hombres al agua. Su estela era roja por su sangre, un color similar al de sus escamas, por lo que parecía que éstas se le iban desprendiendo.
Finalmente saltó sacando todo su descomunal cuerpo del agua, momento en el que el extranjero disparó su escopeta, venida de matar elefantes en el desierto, y se pudo apreciar el impacto en el que grandes bolas de carne saltaron. Después el pez cayó al aula y la ola que generó hundió todas las barcas y mandó a los hombres, desnudos, a la playa.
Tuvieron que esperar tres días hasta que la corriente trajo el cuerpo del pez. Le clavaron tres pequeñas anclas y tiraron de las cadenas para poder sacarlo a tierra. Allí el extranjero se arrodilló ante lo que había matado y examinó sus escamas del tamaño de medio brazo y las del tamaño de un puño, apreció sus diferentes rojos, sus negros y sus blancos. Entonces, hurgando en una herida vieja, extrajo la punta de una lanza hecha de piedra. Entendió entonces que aquel pez tenía muchos años y que no era la primera vez que se enfrentaba al hombre, y que si éste le había vencido había sido porque no se habían enfrentado a él como si fuese un pez, sino como si fuera una bestia.

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