No sé qué le ha pasado a
mi marcapáginas. Llevaba muchos libros leídos con el marcapáginas beis con la
ilustración del hombre con sombrero, pero ayer lunes me terminé un libro que
empecé el domingo y para el cual había utilizado ese mismo marcapáginas sin seguir
mi regla de ir cambiándolos —tengo una buena colección de marcapáginas— por la
simple comodidad de que la estantería de libros por leer está más cerca de la
esquina de la mesa donde permanece el libro que me esté leyendo que de la
estantería donde está la colección de marcapáginas, de modo que cuando un libro
cae y vuelva a la estantería, el marcapáginas queda momentáneamente en la
esquina de la mesa donde estaba el libro y cuando traigo el nuevo libro y
recojo el marcapáginas para llevarlo a la colección para cambiarlo por otro, pienso
“qué demonios”, me digo, “al fin y al cabo les encanta a quienes me miran en el
metro”. Sin embargo ayer lunes estaba hablando con María, con Jules, y le
comenté que creía que quien había traducido el título del libro que me estaba
leyendo parecía no haber leído el libro por poner “el mar” en vez de “la mar” cuando el protagonista dedica un
buen párrafo a explicar por qué para él es la mar y no el mar. Le dije a Jules
que cuando se fuese ella a la cama yo iría a terminarme el libro, ella me dijo que
me fuese antes si quería y yo le dije que es que no quería. Bastó decir eso
para que la conversación durase más que de costumbre, y cuando al final se
marchó me dejó con la tarea de escribir un relato, y yo, como la valoro lo
suficiente como para no hacerle lo mismo que a todo el mundo, me dije que
escribiría el relato entonces y no lo dejaría para más tarde porque dejarlo
para más tarde sé que significa dejarlo para siempre. Me salió un relato de dos
páginas que por desgracia no puedo publicar porque hay cosas en él que son para
Jules, y si publico el relato sin ellas, ya no será el relato, será una mierda.
Al final, a pesar de haberme despedido tarde de María y haber escrito el
relato, aunque le había dicho que se había hecho tarde y aquella noche ya no
leería, leí y me terminé el libro, y como eran las dos y media de la mañana, un
puntilloso podría decirme que he mentido, que no empecé el libro el domingo y
lo terminé el lunes, sino que lo empecé el domingo y lo terminé el martes, pero
yo le diría a ese puntilloso que el rato de leer antes de dormir pertenece
siempre al día que se ha dejado atrás.
En realidad no sé por
qué cuento esto, porque solo quería decir que esta mañana me he ido a empezar un
nuevo libro y he pensado que a éste no le pegaba el hombre con sombrero sobre
fondo beis, sino el del pájaro sobre fondo beis, por la introspección y esas cosas,
y cuando he ido a cogerlo lo he visto arrugado y con serias deficiencias en su
forma, en la del marcapáginas, no en la del pájaro.
Mi hermano me acaba de
decir que le han desaparecido dos pantalones del armario, así como quien
empieza una acusación, y yo le he contestado que por algo los pantalones son la
única prenda que tiene piernas.
A veces uno puede ser
literatura, y no por consagrarse como un gran autor, sino desde el punto de
vista del lector. Pero no basta coger un libro y leerlo, ni aunque se disfrute
haciéndolo o el libro sea bueno, lo que hay que hacer es tener un pequeño rato
que no sea siquiera un rato de paz, sino un rato en el que el tiempo y el
espacio hagan un parón. Entonces se ha de dar alguna vuelta por la habitación,
saboreando libros con la mirada, y se han de coger varios y leer trozos,
pudiendo hacerlo en voz alta o releyendo lo leído por no haberse enterado uno
al estar cogiendo diferentes textos sin tos ni son mientras da vueltas por la
habitación. Al final, para saber que se ha realizado bien este proceso, a uno
le tiene que explotar la imaginación y debe pensar sus pensamientos cotidianos
como si fuesen frases de los libros que acaba de leer, incluso relatados con la
voz que uno se imagina que tiene el autor o con la que le gustaría que tuviese
si la conoce y no le gusta.
Había una vez un hombre
que escribía y era triste, muy melancólico. Cuando estalló la guerra tenía la
edad considerada perfecta para ir al frente, pero cualquiera que le miraba
pensaba que estaba siempre tan ausente que no sería una buena idea. Los
oficiales de hecho se imaginaban que la noche que le pusiesen de guardia se
perdería la guerra, y que en caso de vestir el uniforme lo mejor sería meterle
en el calabozo con efectos preventivos.
Al final se quedó en su
ciudad de casas bajas y siguió escribiendo aunque sus textos no se difundían
porque desmoralizar a las tropas no parecía la mejor idea. Tampoco le evacuaron
cuando cayeron los primeros obuses —el primero cayó sobre el único coche que
quedaba en las calles, un Ford gris
averiado que pertenecía al señor Stefoni, pero como éste había muerto
pertenecía a la señora Stefoni pero como ésta había desaparecido pertenecía a
sus hijos, Marc Stefoni, muerto, y Laura Stefoni, desaparecida— ni cuando los
soldados hicieron un boquete en una pared y entraron todos los allí. Quisieron
hacer preso al pobre escritor, lo cual quería decir que probablemente acabase
luchando en algún frente, porque esto pasaba, si un país estaba en guerra con
más de una nación, muchas veces se armaba a los presos de una y se mandaban a
luchar contra la otra. Manu me enseñó una historia verídica en la que un
coreano fue capturado por los japoneses y mandado a combatir a los rusos, los
cuales le capturaron y le mandaron contra los alemanes, los cuales le
capturaron y le mandaron contra los británicos, lo cuales le capturaron y no
sabían en qué idioma comunicarse con él.
El escritor, estresado
por los disparos, echó a correr, provocando más disparos. Ninguna bala le
alcanzaba por ese escudo que provoca la tristeza, que viene a decir que o te
mata ella o no te mata nadie. Pero al final una bala fue a impactarle por la
espalda a la altura del corazón, que así es como se mata a los cobardes del
amor, cuando un pájaro azul (como el que se acaba de posar frente a mi ventana)
se interpuso y pagó vida por bala. El escritor cogió al animal como si aún
estuviera vivo y huyó con él de los militares.
En ningún lugar,
sentado sobre la hierba y apoyado en un muro de piedras caídas, el escritor vio
como el color azul del pájaro se le escurría por las manos y caía sobre sus
pantalones y la hierba verde, dejando la delicada figura en colores negros y
beis. Entonces él, pensando que era la primera vez que estaba justificada su
tristeza, lo apretó contra su pecho muy fuerte, arrugando así mi marcapáginas.
Es la única explicación que encuentro.
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