Necesito escribir una historia breve, brevísima,
como el vuelo de un pájaro que de pronto cruza el cielo y ya no lo vuelves a
ver. Como el otro día, que estaba con Eva en la cabaña que está cerca de las
lagunas, esa que como no se sabe bien de quién es, es de todos, en especial de
Eva, y entonces me distraje, me distraje de lo que Eva me estaba contando, algo
sobre ratones que silbaban o ratones que piaban o tal vez no tenía que ver con
ratones, me distraje porque un halcón dorado cruzó el cielo reflejando los
últimos rayos de verdadero sol que quedaban en un cielo inminentemente violeta.
Ese halcón había sido hermoso, y digo había porque cuando abrí la puerta de
cristal, la puerta mosquitera y salí afuera, no vi rastro alguno del halcón,
así que como había desaparecido se le da el tratamiento de los muertos, y éste
es “era buena persona”, “se llamaba Pedro”. Cuando entré me tuve que sentar,
con la mente y la mirada abatidas, pensando en aquella joya de los cielos,
joya, en parte, por ser dorado. Eva me sirvió té o café, no recuerdo, en una
taza grande y se fue a la cocina a llorar. Yo sabía por qué lloraba, lloraba
porque un ave como aquella había pertenecido a María y pensar en María ponía
triste a Eva. Yo, pensando en que Eva pensaba en María, me puse a pensar en
María y pensé que Eva tenía razón y que lo que pensaba era cierto, si yo aún
estuviese con María, si no se hubiese marchado, no sentiría nada por Eva, nada
más allá de que es una chica guapa y no me importaría acostarme con ella, pasar
una noche tal vez en la cabaña que está cerca de las lagunas. Eva se metió en
la cocina y se puso a cocinar, a cortar cosas. A mí me hubiese gustado quedarme
ahí sentado, pensando el halcón dorado y viendo la espalda de Eva, su vestido
rojo con puntos blancos y el delantal anudado. Me gustaba ver la espalda de Eva
mientras cocinaba moviéndose por la cocina y tarareaba alguna canción distraída,
sin embargo aquella vez no tarareaba, sino que lloraba, y aunque ese hecho no
me hubiese impedido disfrutar de verla cocinar, me levanté y la abracé por
detrás, ella apoyó su cabeza en mi pecho y murmuró algo en francés. Yo había
querido aprender francés, pero me encantaba que Eva murmurase cosas en ese
idioma y que yo no las entendiese, por eso había desistido, probablemente si
María no se hubiese marchado, hablase perfectamente francés. Eva dejó de
cocinar en cuanto dejó de llorar, porque no cocinaba para alimentarse o por ser
un ama de casa, sino que cocinaba como si fuese un pasatiempo. Después hicimos el
amor y al terminar le susurré cosas para que se calmase y olvidase a María y
olvidase que la cabaña de las lagunas no era suya. Para cuando se durmió había
anochecido. Salí desnudo, abriendo y cerrando con cuidado la puerta mosquitera
para que no hiciese ruido, y una vez fuera pensé en Eva llorando, en Eva
tarareando y en Eva gimiendo, me sentí triste al pensar que no había muchas más
Evas que aquellas tres. Entonces contemplé las estrellas, tan luminosas en las
lagunas, y vi un punto luminoso que se desplazaba lento y lejano sobre el cielo
pulcramente negro. Supe sin lugar a dudas que aquel destello era el halcón
dorado de aquella tarde, el halcón dorado de María.
No hay comentarios:
Publicar un comentario