Hay una ventana grande, dos butacas, un taburete y
un par de estanterías con libros y objetos de decoración. En una butaca está
sentada una chica y en la otra un chico. En el taburete está sentado un hombre que
sonríe como quien no sabe y es feliz. Tiene las mejillas chupadas, lleva
sombrero, tiene ojos distraídos y es viejo o lo parece. El chico y la chica
empiezan a hablar, como si les hubiesen indicado que debían hacerlo, sin
embargo mueven los labios y hacen gestos con las manos, pero no se oye ningún
sonido. Sin embargo el anciano se fija en ellos y arruga la frente, no le
gustan los semblantes de los chicos. Ella se levanta ligeramente, está gritando
en silencio, el viejo a punto está de acercarse y tocarla el hombro, pero el
viejo no se mueve, el viejo no habla. La conversación invisible sigue
frenética, aspavientos feroces. Entonces el hombre del sombrero de caña mira su
mano derecha y ve que primero el dedo corazón y luego toda la mano, empiezan a
desaparecer. Cada grito y cada palabra hacen que su piel y su ropa se vayan
volviendo transparentes y luego desaparezca, despacio, de las extremidades hacia
el tronco. Al viejo se le humedecen los ojos, ¿acaso esos chicos no ven lo que
están haciendo?
El chico tiene un nudo en la garganta, la chica
tiene los ojos rojos y una lágrima caliente le baja por la mejilla, el viejo
llora en silencio, con los labios muy apretados como quien intenta no morirse,
vaciarse por los ojos, vaciarse de desesperación y desaparecer para saber que
jamás habrá algo igual. Los chicos se sientan y apoyan la espalda en el
respaldo, miran al techo y cierran los ojos, están exhaustos. El viejo ha
desaparecido, solo queda su sombrero sobre el taburete.
Afuera llueve.
Llueve mucho.
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