lunes, 4 de abril de 2016

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Hay una ventana grande, dos butacas, un taburete y un par de estanterías con libros y objetos de decoración. En una butaca está sentada una chica y en la otra un chico. En el taburete está sentado un hombre que sonríe como quien no sabe y es feliz. Tiene las mejillas chupadas, lleva sombrero, tiene ojos distraídos y es viejo o lo parece. El chico y la chica empiezan a hablar, como si les hubiesen indicado que debían hacerlo, sin embargo mueven los labios y hacen gestos con las manos, pero no se oye ningún sonido. Sin embargo el anciano se fija en ellos y arruga la frente, no le gustan los semblantes de los chicos. Ella se levanta ligeramente, está gritando en silencio, el viejo a punto está de acercarse y tocarla el hombro, pero el viejo no se mueve, el viejo no habla. La conversación invisible sigue frenética, aspavientos feroces. Entonces el hombre del sombrero de caña mira su mano derecha y ve que primero el dedo corazón y luego toda la mano, empiezan a desaparecer. Cada grito y cada palabra hacen que su piel y su ropa se vayan volviendo transparentes y luego desaparezca, despacio, de las extremidades hacia el tronco. Al viejo se le humedecen los ojos, ¿acaso esos chicos no ven lo que están haciendo?
El chico tiene un nudo en la garganta, la chica tiene los ojos rojos y una lágrima caliente le baja por la mejilla, el viejo llora en silencio, con los labios muy apretados como quien intenta no morirse, vaciarse por los ojos, vaciarse de desesperación y desaparecer para saber que jamás habrá algo igual. Los chicos se sientan y apoyan la espalda en el respaldo, miran al techo y cierran los ojos, están exhaustos. El viejo ha desaparecido, solo queda su sombrero sobre el taburete.
Afuera llueve.
Llueve mucho.

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