Dudaron antes de entrar al baño y al final
decidieron descalzarse primero. Él se quitó las deportivas, ella unos zapatos
muy bonitos y ambos los calcetines. Después entraron y cerraron la puerta con
cerrojo. Él sacó dos pañuelos y le entregó uno a ella. Ambos se los anudaron en
la nuca de tal forma que les hiciesen de venda en los ojos. El de ella era rojo
y azul, el de él solo rojo. Entonces empezaba lo difícil, a ella se le oyó
respirar hondo mientras que él aguantaba la respiración. Se acercaron el uno al
otro y se empezaron a desnudar mutuamente. Ella le bajó la cremallera de la
sudadera y la echó hacia atrás por los hombros haciendo que cayese por su
brazos, él le subió el jersey, pasándolo por los brazos levantados de ella y
teniendo cuidado de no moverle la venda. Después se quitaron las camisetas y él
tuvo que tantear su espalda buscando cómo desabrochar el sujetador. Qué frías
tiene las manos, pensó ella. A pesar de que no podía ver, él creyó sentir en el
aire los pechos desnudos que tenía enfrente. Desabrochar los botones y bajar las
cremalleras de los pantalones fue sencillo, pero tener que tirar de ellos
piernas abajo no lo fue tanto, y al final tocó la última barrera para que dos
chicos jóvenes se quedasen completamente desnudos en un baño de una casa por lo
demás vacía, desnudos y ciegos. Ella interceptó las manos de él y le pidió que
esperase, se agachó, le bajó despacio los calzoncillos, apartando la cabeza por
si acaso, y los sujetó por dos extremos hasta que él hubo sacado una pierna y
luego la otra. Cuando él tocó sus bragas, que eran negras, pensó que aquella
suavidad solo podía ser de unas bragas rosas.
Ambos sabían qué venía a continuación, pero aun
así él sintió la necesidad de indicarle dónde estaba la ducha, aunque fue
tocarle el hombro y apartar la mano al instante. El agua primero salió caliente
y después salió normal. Se encontraban el uno frente al otro, cara a cara, de
tal forma que el agua le caía a él en la nuca y en la espalda y a ella en el
vientre. Tal vez por el calor del agua o por lo que imaginaba que tenía
delante, él tuvo una erección, y ella lo vio, porque desde hacía un rato tenía
un ojo asomando por debajo de la venda levantada. Vamos, pensaba ella, era algo
obvio, no entendía cómo él no lo había hecho, aunque si lo hubiera hecho ella
se habría enfadado, porque la norma era que no se podía ver. Pero la erección,
para su sorpresa, empezó a remitir. Lo que había sido un diminuto pellejo de
carne había crecido muy deprisa hasta alcanzar ese tamaño, pero ahora iba
menguando despacio, dando pequeñas sacudidas y perdiendo la rigidez. De pronto
ella sintió ternura, pena y cariño por aquel chico mojado y desnudo que con la
venda en los ojos y la boca ligeramente abierta parecía que estuviese frente a
un pelotón de fusilamiento. Pensó que si ella podía verle, él tenía derecho a
poder verla, así que le cogió las manos y se las llevó al cuello, allí él pasó
sus pulgares por sus mejillas y uno, suavemente, por sus labios. Después las
manos de ella en las muñecas de él le guiaron hacia abajo. Pasaron por sus
hombros hasta los codos; por los pechos, permitiéndole rodearlos pero no
apretarlos; por el vientre; por los muslos, también por su cara interna e
incluso, subiendo un poco, las manos de él, sus dedos, rozaron el sexo de ella,
impedidos de introducirse en él por la férrea sujeción de sus manos; bajaron
los dos hasta los pies, donde duraron poco porque no tenían importancia y
porque al descalzarse antes de entrar al baño él podía haberlos visto si tenía
interés; después, para sorpresa de ella, de espaldas a él, más desnuda que antes
por no poder controlarle, vio, o sintió, como los dedos, solos o acompañados de
la palma de sus manos, se entretenían mucho tiempo en su nuca, bajo el pelo
ahora mojado, y en la espalda, bajando y extendiéndose, abriéndose como hojas
de papel, en ese momento ella pensó que si la besaba en el cuello y después en
los labios, olvidaría todo lo que tuviese que olvidar y haría lo que él
quisiese, pero no hubo besos, solo dedos de punta arrugada en un piel increíblemente
suave; al llegar a sus nalgas, las manos de él se posaron debajo como si
sujetasen dos bolas de cristal, allí ella sonrió y cerró su ojo tramposo, sabía
que él estaba pensando en lo que ella le había dicho una vez, que había quien
decía que tenía el cuerpo de una diosa griega.
Ella se dio la vuelta y sonrió al comprobar que la
erección había vuelto, pero no sonreía con lascivia, sino divertida como una
niña que quiere lograr algo y lo hace. Si ella hubiese sido otra persona y en
otra situación, aquella nueva erección junto con los acontecimientos previos
hubiesen desencadenado en puro y genial sexo, pero ella era ella y allí la
situación era tan sólida como la pared de un frontón, sin embargo había un algo
que la hizo acercarse, apretarse contra él y besarle sin abrir los labios. Ella
se apartó para poder sonreír, en parte divertida y en parte con malicia, en
parte divertida por sentir contra su piel la erección de él que miraba hacia un
lado y en parte con malicia por apretar tan concienzudamente sus pechos contra
él, pues ella sabía que no pasaría nada, pero él no.
Enjabonarse fue un intento sin resultado, ella no
quería tocar ciertas cosas y él quería tocar demasiadas. Al final salieron,
ella primero, tapándose el ojo tramposo para no desatar sospechas. Mientras
ella levantaba despacio las piernas para salir sin tropezar de la bañera, él
levantó un segundo su venda, quedándose con la visión de ella desnuda de
espaldas —el espejo no le sirvió para lo demás porque estaba empañado, solo
mostró una figura abstracta de color piel— y regodeándose de la trampa que
acababa de cometer. Él le dio una toalla, ella cogió su ropa que había dejado
hecha una bola encima del bidé y salió.
Ya no pasó nada más, se vistieron por separado y
sin vendas, él secó el suelo que habían dejado bojado en el baño, salieron de
la casa y cerraron con llave. Abajo, el portero pensó que estaría lloviendo al
verles a los dos con la cabeza mojada. No hablaron demasiado, tan solo
caminaron varias calles hasta que se separaron, ella iba hacia el metro y él
hacia la estación de autobuses. No había nada entre ellos, aquello solo eran
los deberes pendientes de otra época. Él tal vez la quería y ella necesitaba
que él siguiese vivo.
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