lunes, 18 de abril de 2016

Nos quiere robar el mar

Aún con los polos derritiéndose los gobiernos no hicieron nada, son unos parados. Fueron las empresas y los pobres afectados los que tomaron cartas en el asunto. Pero no intentaron arreglar el estropicio ecológico, sino que unos intentaron ganar dinero y los otros perder el menos posible. Así es como se produjo una inmensa migración de la actual costa a los bosques o cultivos de trigo donde, según los expertos —pagados por las empresas, los gobiernos seguían mirando al cielo buscando agujeros a través de los cuales se pudiese ver el espacio— llegaría el nivel el mar cuando los polos se disolviesen. Las empresas lo compraron todo, todos los lugares naturales que por encontrarse siempre en medio habían pasado desapercibidos hasta ahora. Compraron y edificaron a imagen y semejanza de la actual costa poniendo sus hoteles, complejos turísticos, chiringuitos, supermercados, centros comerciales, mansiones, era divertido ver a las vacas pastando a la sombra del futuro-nuevo puerto deportivo. La verdad es que o no tuvieron tiempo o se les olvidó copiar alguna cosa, se podían echar en falta los tradicionales pueblos de pescadores, museos náuticos o centros de limpiado de aguas. Así el dinero se movió, según los expertos (en este caso expertos economistas, antes eran expertos ecologistas) en mayores cantidades y en menor tiempo que en ningún momento histórico anterior, a no ser que nos remontásemos a un pequeño pueblo selvático en el que la mayor riqueza fuese la comida y los cazadores trajesen un espléndido ciervo abatido.
Sin embargo, pese a la euforia de la compra de propiedades en la nueva línea costera, los millones de carteles de “se vende”, seguidos de un teléfono móvil y uno fijo (algunas personas no sabían qué fijo poner, si el de aquella misma casa o el de su nuevo chalet con cuatro habitaciones, hidromasaje, televisión plana empotrada en el salón y en la habitación principal, jardín con caseta del perro incluida, aparcamiento para dos coches y, ¡lo más importante! ¡Espectaculares vistas al mar! Vistas, que por ahora, daban a un milenario bosque de sauces llorones) pasaban inadvertidos y nadie compraba allí. La gente entraba en su segunda hipoteca millonaria, los bancos no dejaban de prestar, pidiendo a su vez liquidez a otros bancos más grandes y más extranjeros, y el dinero partía a raudales con la esperanza de empezar a volver algún día en mayor cantidad. Hasta un niño inflando un globo que no deja de crecer, con las mejillas hinchadas y el rostro rojo-rojo, podría decirte que aquella burbuja iba a estallar. Pero aquí aparece el hombre más misterioso del siglo, un tipo que empieza a comprar todas las propiedades que nadie quiere, las que se van, por así decirlo, a mojar. Pero las compraba a precios ridículos que los aterrorizados propietarios aceptaban antes de salir corriendo con un trauma hacia el mar que les hacía preguntarse si habían hecho bien comprándose una casa en la nueva playa en vez de marcharse a la capital —desbordada, por cierto, siguiendo al concepto “periferia” apareció el término “peri-periferia” o “neo-periferia”, pero el transporte público de ésta siguió siendo una mierda—.
Este hombre se acercó una vez a un señor que se resistía a dejar su casa de medio millón a treinta años con cláusulas suelo y acciones preferentes de la entidad bancaria, y le ofreció ciento cincuenta por el inmueble. Ciento cincuenta a secas, sin ir el número seguido de “mil” o algo parecido. Si quieren les escribo la cifra: 150. El hombre le tomó por demente pero aceptó su tarjeta. Aquella misma tarde no encontró la playa, no había arena y las olas lamían el paseo marítimo como si fuese un helado. Al día siguiente llamó al tipo misterioso y le dijo que ciento cincuenta era un abuso, que no bajaba de doscientos.
Y así, una a una, las propiedades costeras fueron cayendo. Los expertos (vuelven a ser los económicos, pero los ecológicos también estaban allí y escuchaban con atención) solo encontraban la explicación de que el comprador pensase tirarlo todo y vender los escombros a algún país en vías de desarrollo (probablemente para construir más vías de esas que llevan al desarrollo). Pero no, un día este tipo acudió a la reunión que había concertado con todas las entidades bancarias de una mitad del globo y les pidió más dinero, una suma desorbitada de dinero, y éstas, movidas por la misma insuperable curiosidad que asolaba al mundo —al mundo menos a los gobiernos, que con tanto mirar el cielo se habían quedado embelesados con el movimiento relajante del sol (lloraban muy fuerte al llegar la noche), quedándose ciegos muchos de ellos— dijeron que sí y firmaron talones, transfirieron fondos y abrieron cámaras secretas repletas de lingotes de oro, obras de arte y sarcófagos que contenían las momias de los anteriores dirigentes de aquellos mismos bancos.
Entonces este hombre mandó construir un inmenso muro, alto y muy resistente, y, al terminar, un dios abrió el grifo, el nivel del agua subió y no pasó nada. El agua subió escalando por el descomunal muro y un expectante silencio se hizo con siete mil (u ocho mil, yo qué sé) millones de personas, dejando solo dos sonidos en la Tierra: el que hace el planeta al girar sobre su eje y el de las lámparas fluorescentes.
Si lo anterior fue un silencio, lo que siguió fue un grito ensordecedor. No se puede darle a una persona la idea de que algo va a pasar, aunque sea malo, y que luego no pase. La gente quería su destrucción planetaria, se habían hecho a la idea, las conversaciones familiares de sobremesa trataban exclusivamente sobre cuándo el ser humano huiría al espacio. Pero no hubo reacción violenta, aunque se intentó, por parte de la muchedumbre, porque ahí los gobiernos sí entraron, los elementos de represión se les daban muy bien. Todo se resolvió en el juicio promovido por la demanda de una empresa que había pretendido hacer submarinismo sobre las ciudades sumergidas de la costa y ahí, el hombre misterioso, dijo que solo se podía alegar que un muro tan alto que eclipsaba el sol molestase a los ciudadanos, pero que por suerte no había allí más ciudadanos que él y que a él no le molestaba. Entonces entraron de nuevo los gobiernos con el argumento final: a pesar de las propiedades privadas, la costa era del Estado. A esto respondió el tipo diciendo que el muro se levantaba justo donde empezaban los inmuebles, pero que playa, chiringuitos y tumbonas habían sido, efectivamente, tragados por el mar. Entonces los gobiernos alegaron que el muro “no era estético” que iba en contra de las leyes de protección de costas, y ahí los tribunales les dieron la razón.
Ahora bien, ¿a qué funcionario se le podía pedir que tirase el muro sabiendo que le caería encima el océano que dormitaba al otro lado? Los distintos ejércitos del globo unieron sus bombas y las lanzaron contra el muro, reduciéndolo a polvo, a polvo mojado.
El mar entró y cubrió islas y tales cantidades de continente que algunos países pequeños y llanos desaparecieron. Los gobiernos hicieron reuniones de urgencia y declararon en rueda de prensa que aquello era una tragedia, que cómo había podido pasar.

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