miércoles, 30 de julio de 2014

Lucy y el vestido azul.

Lucy es una chica simpática de la que no se puede hacer una biografía interesante ya que su vida no funciona en grandes acontecimientos sino en pequeños detalles.
La madre de Lucy tenía una tienda de ropa para bebé, era una mujer de un carácter muy fuerte y autoritario que estaba completamente en contra del aborto, “un niño no puede nacer en un ambiente en el que no se le quiera” decía Lucy, “ponle al bebé un vestidito bien mono y ya verás cómo se gana el amor de una madre” contestaba ella. El padre de Lucy era un hombre con bigote y un pasado lleno de sueños sin cumplir, su única dedicación notable era construir maquetas de barcos y, con mayor gusto aun, limpiarles el polvo en las sobremesas de las cenas mientras tarareaba canciones revolucionarias.
Lucy había heredado el aire soñador de los ojos de su padre, y la determinación en el cumplimiento de las decisiones ya tomadas de su madre, descartando a propósito su carácter tan áspero, antagónico al de la propia Lucy, más calmado, suave y alegre.
Lucy se quedó sola en una edad en la que ya era mayor pero aun joven, sola porque sus padres murieron y no había nadie más, siempre había querido tener una hermana pequeña, pero la segunda negativa de su madre le había hecho no volver a preguntar.

El tal vez don de Lucy es que siempre ha vivido con poco necesitando menos aun. No heredó la tienda de su madre, buscó trabajos en los que no la exprimiesen y le dejasen tiempo libre, pese a que no pagasen mucho.
Lucy nunca ha sido una persona cobarde, es de las que le sacan los dientes a la vida, cambiando al instante esta mueca por una sonrisa, besándola en la mejilla y marchándose bailando calle abajo. Aun así siempre dejó que los protagonistas de las novelas y películas viviesen las aventuras mientras ella se abrazaba las rodillas sin quitarles ojo.

La ciudad que Lucy eligió para vivir no fue algo casual, las calles estaban empedradas, las iglesias centenarias avisaban de las horas por el día, en los balcones crecían flores de vivos colores, los timbres de las bicicletas pedían paso en las calles más transitadas, los parques asomaban en cada esquina, las fuentes de piedra contaban historias o leyendas, las tiendas modernas vendían sus novedades sin necesidad de carteles que estropeasen la estética de aquel lugar… y lo más importante, se podía apreciar una historia cotidiana en cada calle.
Lo que ocurrió en que un día en el que Lucy había vuelto a dejarse corto su precioso pelo negro, pasó frente a un escaparate de cristal. Tras el cristal, destacando frente a otros vestidos por la subjetividad de Lucy, había un precioso vestido azul. Era un vestido compuesto de dos azules, uno empezaba a mitad del muslo y terminaba justo encima de donde nacen los pechos, era un fuerte azul oscuro, como si la noche estrellada se reflejase en un mar negro. Desde donde terminaba el azul oscuro hasta la mitad de los brazos estaba el otro azul, un azul ligero, claro, como si de aire se tratase. Lucy a veces veía un libro, una prenda o un cuaderno que llamase su atención y decía “lo quiero”, y entonces solía hacerse con ello, pero no era una persona caprichosa, además sus caprichos eran asequibles. Y ahí estaba ella, frente al escaparate, sin atreverse si quiera a apoyar las manos en el cristal, como una cuadrilla de niños frente al escaparate de una pastelería. Buscó el precio con una falsa curiosidad, pues la sincera curiosidad no te hace ponerte nerviosa, girar tan rápidamente la cabeza ni buscar ansiosamente con ojos de halcón. Pero era una tienda de esas que ni ponen las etiquetas con precios, había un cartel invisible que rezaba “nuestros productos no son para vosotros, por favor, dejad paso” y, ciertamente, sus productos no eran para Lucy, quien fuese a comprar a esa tienda no había llegado allí por casualidad, sino que había ido allí a propósito. Pero pese a que el resultado no podía ser bueno, Lucy entró. Cuando una dependienta, tras suspirar de manera teatralizada, se le acercó, Lucy se miró la falda y la camisa que llevaba y se sintió ridícula, y no tanto porque estuviese claro que no tenía el poder adquisitivo digno de aquella tienda, y ello generase el, al parecer, sobre humano esfuerzo de la dependienta al tener que acercarse, sino porque antes, frente al escaparate, se había atrevido a soñar despierta imaginándose vestida con aquel vestido azul.
Salió abatida de la tienda, al entrar ya sabía que sería caro, pero pensaba que con sus ahorros y un ataque de locura pudiese pagarlo. Lo que ocurrió fue que, de camino a casa, le asaltó la determinación heredada de su madre.
Sin pena melodramática se acabaron los despertares tranquilos, los paseos al trabajo, el pasar de las horas divertido y todos esos geniales detalles para dar paso a tres trabajos destinados únicamente a conseguir mucho dinero en el menor tiempo posible.
Lucy dejó de dar la suma semanal a los mendigos y artistas callejeros que le pareciesen simpáticos, también cancelo temporalmente su gusto por los dulces y el invitar a las cuadrillas de niños que, como ella con el vestido, necesitaban una generosa ayuda para sonreír con sus necesidades de azúcar saciadas.
No es que Lucy quisiera impresionar a algún chico, pocos eran los que le generaban interés como para querer besarlos y aun menos los que la habían impresionado como para llevarlos a la cama (donde todavía menos la habían impresionado). Tampoco quería sentir las miradas de todos en una noche de fiesta en la que se sustituyesen las farolas por luces de neón, pues apenas salía. Y por último no era un vestido para ir con las amigas, y no es que no tuviese amigas, sino que éstas solían ser dosis individuales con las que quedar una tarde para tomar un café y hablar. No quería el vestido por ninguna razón, tan solo se imaginaba a si misma con él puesto, y al hacerlo sus ojos centelleaban con llamas azules, a juego con el vestido.
Ah, se me olvidaba, en todo el tiempo en el que tardó en reunir el dinero nunca pidió nada a nadie, todo lo obtuvo por su cuenta, y la moneda sucia que encontró en un aparcamiento tampoco fue utilizada, se la dio al primer mendigo que encontró y volvió a casa con la reflexión  de cómo podía haber al mismo tiempo en la calle monedas tiradas y gente que las requería.
Terminó de reunir el dinero una tarde, pero no se dirigió a la tienda hasta la mañana siguiente, dejando que la noche la calmase, como en un ritual.
Llegó a paso ligero pero sin aparentar prisa, tarareando algo a lo que no prestaba atención, no hubiese podido ni silbar de haber querido. Lucy abrió la puerta de la tienda haciendo sonar la campanita de la misma, y al segundo corrió al escaparate. Algo a lo que no había hecho caso al pasar frente a él había llamado su atención, al llegar frente al escaparate se le iluminó la cara, pero no de ilusión, se le iluminó a causa de la luz reflejada por un vestido que era eso, luz, escamas de luz, una luz que parecía palpitar, una luz que parecía estar viva. El mismo precio, aquella joya hecha vestido costaba lo mismo lo mismo que el anterior, se disponía a comprarlo cuando recordó una imagen borrosa, una imagen azul y borrosa. Dos colores, dos azules, vamos, hasta la mitad del brazo y del muslo, un brillo de llama azul en sus ojos… y entonces se acordó. Entró y preguntó por el vestido azul, el que antes estaba en el lugar de aquel blanco y dorado y, como ya pasara en otra ocasión, Lucy salió abatida de esa tienda.
“Era una edición limitada de Ben Farelle” “pero alguno quedará” “tss, no aquí, aquí solo vendemos lo último, lo mejor, como no te vayas a otro país…” “¿A cuál?”.
Y así es como supo Lucy que su última oportunidad residía en el país vecino.
En las películas, los protagonistas habrían cogido un vuelo aquella misma tarde, en los libros, como tienen más tiempo, primero visitarían a sus senseis y después se embarcarían en la aventura, pero ¿y Lucy?
Esta vez estuvo a punto de pedir ayuda a una amiga, pero resultó que el nuevo país era más barato y la diferencia del precio del vestido de un país a otro le pagaba el vuelo. Y entonces Lucy, soñadora inactiva, como su padre, se lanzó a culminar el sueño, como su madre.

Aeropuerto, autobús, tienda, de haber salido de casa con una tarta, ésta habría llegado caliente al lugar de destino. Le preguntaron con acento si el vestido lo quería para llevar y eso fue lo primero que relajó a la pobre Lucy, allá de donde venía esa frase solo se usaba para comida rápida. Como su cabeza aun estaba en algún lugar entre el avión y el autobús y se sentía casi mareada y con ganas de irse, lo pidió para llevar. Le entregaron una hermosísima caja y al salir de la tienda y ver aquel sol extranjero y aquellos edificios en los que de primeras no se había fijado, le entraron ganas de hacer turismo. Recorrió aquella bella ciudad con la caja bajo el brazo en todo momento.


Una vez en el avión, después de imaginarse bailando por las calles, de noche, con aquel nuevo vestido, recordó lo que decían sus padres al unísono “el problema no es conseguir un sueño, sino no sentirse vacío después”, pero fuera como fuese, Lucy superaría ese problema bien vestida.

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