martes, 31 de marzo de 2015

Hambre

Giorgio González leía tumbado en su cama con la tranquilidad de saber que aquel jueves y el día siguiente eran fiesta y por lo tanto no tendría que preocuparse por el trabajo hasta el lunes siguiente. Era por la tarde, la ventana estaba abierta, la luz que entraba era preciosa y olía a verano. Una insecto pasó volando cerca de su cabeza y lo espantó con la mano. Giorgio se encontraba muy a gusto, tumbado en una buena postura y leyendo un libro entretenido que sentía incapaz de dejar de leer. Pero algo le distraía ligeramente, como si le atacase otro insecto. Pasado un rato decidió bajar a la cocina a ver si era hambre lo que le hacía cosquillas sin dejarle concentrarse plenamente en nada.
Una vez en la cocina abrió la nevera y observó lo que allí había, relamiéndose cuanta más comida iba encontrando.Se decidió por dos sartas de embutido, una de chorizo y otra de salchichón. Cogió un cuchillo, cortó una rodaja de chorizo, hizo una ligera muesca en la misma y fácilmente le quitó así la tripa de alrededor antes de meterse la rodaja en la boca. Le supo a gloria. A continuación realizó el mismo proceso con el salchichón y le supo aún mejor. Giorgio González fue cortando finas rodajas de una y otra pieza hasta que un ataque de avaricia por la comida le hizo quitarle toda la capa de tripa a las dos sartas y empezar a comérselas a mordiscos. Una vez hubo terminado la carnicería, y con los labios y mejillas rojos por la grasa, abrió la nevera y cogió queso y pavo. Con ellos hizo un bocadillo y lo comió con ansia sobre la pila del fregadero, y cuando acabó bebió agua en abundancia, directamente del grifo. Ahora tocaba el postre, así que rompió un trozo de la tableta de chocolate para acabar comiéndosela toda, también atacó las cajas de galletas, magdalenas y bizcochos que encontró, y una vez hubo terminado, bebió. Pero esto no era suficiente, tomó el queso, el pavo y el pan que quedaba sin tiempo siquiera para elaborar un bocadillo y los fue comiendo de forma desesperada según los iba cogiendo. Dio cuenta a todo lo que encontró en la nevera y en el frutero, dejando solo una pizza que metió en el horno, pero no pudiendo esperar los veinte minutos que ésta requería, la sacó y se la comió cruda.
Giorgio González salió a la calle casi tambaleándose. Pudo llegar hasta un supermercado, donde gastó todo lo que la tarjeta le dejó en dos carros llenos. Se asentó en un parque y allí no dejó de comer y beber, aunque se tratase de comida cruda, hasta que llegó la noche. Sin dinero y sin comida deambuló por la ciudad llevándose a la boca todo aquello que la gente hubiese tirado que se pudiese aprovechar. Cuando las calles se vaciaron, Giorgio entró en una tienda de alimentación cuyo cartel rezaba abierta veinticuatro horas. Allí saludó al hombre medio dormido de la caja, fue hasta el final de pasillo y sin que le viese comió como el vivo retrato del monstruo fruto de un cuento de terror. Cuando salió, quince minutos después de haber entrado, el hombre de la caja le miró sorprendido por no recordar haberle visto entrar. Cuando en la siguiente tienda una mujer gritó al encontrar a un hombre en el suelo con la cara manchada, masticando algo entre plásticos y restos de helados, llamaron a la policía. Los agentes llevaron a Giorgio a comisaría sin resistencia, donde le metieron junto a otro hombre en una celda para pasar la noche. Al día siguiente, cuando abrieron la puerta, vieron un charco de sangre y a Giorgio González relamiendo un trozo de tela.

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