miércoles, 4 de marzo de 2015

Una luz cegadora

Manos en los bolsillos y cigarrillo aplanado y seco en los labios, calle húmeda, luz blanquecina. Antes de pensar tan siquiera en un adjetivo o sentimiento para definir lo que siento, me viene a la cabeza un hombre cogiendo una lata de cerveza, abriéndola con ese sonido metálico de la chapa desgarrando el metal de la lata, dando un largo trago y profiriendo ese suspiro de satisfacción burbujeante.
Pssttcht                                              Aaaghh
Me miro la mano y descubro que la imaginación me ha hecho sujetar una lata imaginaria, una lata plateada, pero imaginaria.
Estoy esperando un bus, un autobús, un colectivo, y en el viene una niña, o tal vez ya una mujer, o, y esto me hace temblar por un escalofrío, una anciana que se baja lentamente por la puerta delantera, agarrándose a la barandilla vertical y diciendo adiós al conductor. Una niña, una adolescente, una mujercita ¿qué diferencia hay? me pregunto si reconocerá a su padre con desdén en los ojos o si, por haber estado en uno de esos colegios que no apruebo, vendrá muy educada, haciendo una pseudo-reverencia mientras estira ligeramente la falda hacia los lados con las manos y pasa la tarde escuchando con fingido interés y comentando un repertorio de anécdotas cuidadosamente seleccionadas y respuestas perfectas, casi prefiero el desdén y la mueca de asco, aunque esto es nuevo. De pronto recuerdo que viene mi hija, la adolescente; su abuela, la anciana y tal vez la otra hija de mi ex mujer, la niña. Ahí están las tres etapas más reconocidas, no puedo evitar sonreír, pero con cuidado, no vaya a caerse la colilla al suelo. Intento imaginarme a un viandante que pasa por allí y me mira, me imagino qué ve, qué piensa de lo que ve, y así evito lamentar no tener un espejo. Debo de dar algo de pena entendiendo esto como lo entiende la mayoría, pero qué se le va a hacer, no estoy humor como para ponerme guapo por las mañanas, además, mi hija debe tener una pésima opinión de mí, así que mejor presentarle una imagen acorde a sus expectativas. Yo no soy de esos que piden una reconciliación con un ramo de flores, bañado en colonia, recién peinado y trajeado, yo más bien te envío un mensaje diciendo "baja" y en la calle me encuentras mirando al suelo, con las manos en los bolsillos y golpeando una piedra. Pero mirando al pasado veo que he cubierto casi todas las formas normales de intentar una reconciliación, y también veo todas las veces que debí haberlo intentado y no lo hice.
¡Atención, se acerca una ballena metálica por la carretera! ¡Todos a sus puestos de combate! ¡Soldados! ¡preparen, apunten, fueg...!
Nada, falsa alarma. Pasa de largo.
Me da por pensar en mi colilla y en el olor a tabaco, porque me parece que no huele, pero eso puede deberse a mi nariz de fumador, que apropiadamente no huele lo que huele mal. ¿Y si a mi hija no le gusta el olor a tabaco? Tal vez lo repugne... o tal vez fume a escondidas con sus amigas a espaldas de su madre, claro, tal vez beba y vuelva borracha a casa sin acordarse de lo que le haría morirse de vergüenza, tal vez esconda cierto tatuaje, tal vez se haya iniciado ya en el sexo... mejor no seguir por ese camino.
Tengo un dibujo suyo en casa, en la nevera, sujeto por una porquería de imán de publicidad, estoy seguro de que le parecería horroroso si lo viese, porque ciertamente no es muy bonito, es de cuando era niña y dibujaba como pintan los niños, pero yo lo tengo no por recordarla, que para eso no me hace falta nada, sino para sonreír. Ay, qué vida, ay.
Un coche pasa muy deprisa, más de lo permitido, y levanta una nube de polvo que por suerte para mí se disuelve poco antes de alcanzarme, eso me hace pensar que está prohibido salpicar a los viandantes al pasar con el coche por encima de charcos pronunciados pero no así salpicarles con tierra, polvo, hojas secas o arena. Me imagino a mi hija bajando del autobús, corriendo, dejando a su abuela atrás para darme un abrazo y encontrándome en una extraña pose sacudiéndome polvo en grandes dosis, qué chasco se llevaría.
Ahí está, ése es el autobús. En una situación perfecta lo vería aparecer a muchísima velocidad para ir reduciéndola paulatinamente hasta quedar detenido frente a mí, pero no así llevará un ritmo constante para empezar a detenerse a unos metros. Ahí está, ése es el autobús.
Las piernas me tiemblan ligeramente durante un momento, pero el temblor pasa a los pies y termina por quedarse rezagado en el dedo meñique, que tiembla como un condenado. El autobús se acerca y yo me empiezo a mover, se acerca y yo descubro que me estoy moviendo, sí, pero ne la dirección contraria. Me estoy alejando de la parada y no me parece mala idea, de hecho aumento ligeramente el ritmo.
Sonido metálico de puerta abriéndose, tal vez pasos, tal vez voces, ¿es eso una maleta?, tal vez dos pasos, tal vez voces, tal vez miradas en mi espalda que me clavan los dientes; miro atrás sin apenas girar el cuello durante un segundo, veo a una chica y a un anciana, paradas, sin el más mínimo movimiento, mirando en mi dirección; tal vez voces en mi cabeza, tal vez una sola, tal vez silencio, tal vez mis monstruos me reprochan lo mismo que las personas, lo mismo que yo mismo. Me muerdo el labio, se me humedecen los ojos, intento no llorar, se me abrasan los ojos, me duele muchísimo la garganta, acelero el paso y el viento, ahora frío, me da en la cara, saboreo la sangre de la herida que me he hecho con los dientes en el labio. "Qué genial" pienso "qué genial". Con los ojos como los tengo apenas veo ya nada, el cuerpo me pide llorar y yo me niego. Una niña y una anciana paradas en la parada del autobús. Noto gotas resbalándome mejillas abajo. Qué genial. Tal vez ya no hay voces, tal vez solo un sonido muy agudo de rabia contenida, tal vez lo esté haciendo yo. Tal vez silencio. Tal vez nada.

2 comentarios:

  1. ...Lo que a mi me surge es ¡pobre hombre! qué desolación, qué incapacidad, qué tristeza

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