viernes, 28 de noviembre de 2014

Cleptomanía

Acababa de salir de la clínica hacía unas tres horas, dos y media si me apuran, y lo primero que hice fue comerme un enorme sándwich de siete pisos que chorreaba queso fundido, y después, una vez satisfecho mi apetito, me pedí otro. En ese momento era de noche, yo estaba en el bus, viendo la carretera pasar, cuando el bus paró. Si hubiese oído un sonido fuerte habría apostado a que el bus paraba por haberse chocado con algún otro vehículo, pero al parar sin más supuse que simplemente se había estropeado, otra vez. Cuál fue mi sorpresa al ver que la puerta del conductor se abría y subía un chico que, con total normalidad, pasaba el bono por el lector y se sentaba como si nada, resultó que es que había una parada de bus allí, en mitad de una carretera a la que le habían robado la luz de más de la mitad de las farolas. Ese chico me había sonado de algo, sabía que, si era quien yo creía que era, le había conocido hacía unos cinco años para verle por última vez hacía unos dos. Era un chico al que tendría un cariño de pasado especial, gente que, tal vez por muy simpática o por curiosa, acababa figurando en mi memoria con un toque de cariño. Ahora bien ¿cómo se llamaba? Había entrado y se había sentado sin entablar contacto visual conmigo, por lo que el factor de que él me reconociese a mí y yo pudiese obviar su nombre no era posible. Pasé el resto de trayecto por la autopista pensando en su nombre, tal vez, que no lo recuerdo, con esa sensación de “tenerlo en la punta de la lengua”, para que finalmente saliese como el agua aprisionada por la fuga de una presa ¡Millán! ¡Jesús Millán! Ahora de repente me resultaba raro no haberme acordado de su nombre, el famoso Millán, Jesús Millán, con quien tal vez yo aprendí a rapear en mis tiempos mozos. Aprovechando una de las paradas del bus, me levanté y, hábilmente, me cambie de sitio para, siguiendo estando detrás, acercarme más a él.
Millán… ¡Millán!
¿Me hablas a mí?
¿No eres Jesús?
No.
Ah, vale, perdona.
Y entonces fue cuando, girando la cabeza para volver a perderme en las infinitas posibilidades del paisaje más allá de la ventana, la vi subir. Era una chica de pelo castaño, con abrigo verde de capucha ancha, una pequeña mochila de diseño y botas color mostaza, una de esas chicas que directamente meto en el apartado de “jamás tendré algo con ella pero me da igual porque lo tengo interiorizado”, para que os hagáis una idea estas chicas son la evolución de aquellas híper-populares de los institutos norteamericanos a las que todos quieren y que solo se van con cachas que ¡casualmente! tienen poca cabeza. Pero ojo, que no son las más guapas, o no tienen por qué serlo, simplemente llevan ese cartel de “contigo no tendré nada, pero puedes invitarme a otra copa. Muy amable”. En fin, que decidí observarla, pero lo justo como para quedarme con su ella etéreo pero no tanto como para mirarla más de lo que miraría con curiosidad a cualquier otro pasajero. Lo que pasó es que, nada más sentarse, dejó la mochila en el suelo, entre sus piernas, abrió la cremallera pequeña, introdujo la mano y, después de moverla como si buscase algo, la sacó con el puño cerrado, apretado sobre algo que yo desconocía porque no lo podía ver, entonces metió ese algo en el bolsillo de su abrigo. Tenía que saber qué era, y no solo eso, también lo necesitaba, lo quería, debía ser mío ¿Recuerdan que empecé diciendo que hacía poco que había salido de la clínica? Bien, es que soy cleptómano.
Volví la vista a la ventana, con intermitentes miradas de vigilancia a la chica castaña, y empecé a planear algo, o por lo menos intentarlo. Mi pensamiento únicamente se interrumpió con la siguiente escena:
Era un gran recinto abierto pero vallado que incluía un campo de fútbol y dos de baloncesto, y, como había llovido, estaba vacío a excepción de dos personas con abrigos negros y un perro. Una de las dos personas lanzó una pelota con mucha fuerza y el perro salió disparado tras ella, cabalgando a bastante velocidad. Pero la pelota iba con tanta fuerza que llegó hasta el otro lado de la pista, donde rebotó con la valla y, entonces, el perro, viendo lo que se le venía encima, intentó frenar, con la mala suerte de que lo intentó sobre un charco, lo que se sumó a la velocidad que llevaba y provocó que, como patinando, se diese un buen golpe contra la valla de metal.

La chica se bajó y yo me bajé también, junto a dos personas que se dispersaron por ninguna parte rápidamente. Y la chica, en vez de ponérmelo fácil yendo por un callejón estrecho y oscuro donde pudiese pasar rozándola y quitándole sin que se enterase eso del bolsillo con un “disculpe”, me lo puso mucho más fácil yendo a una especie de centro comercial, o eso creía yo.
No sé si ella sería consciente de que la seguía, probablemente no, pues bajarse de un autobús para meterse en el pequeño Centro Comercial Santa Helena, podría ser una actividad perfectamente corriente. Posibles lugares a los que podía dirigirse esta chica en mi opinión eran: A encontrarse con unas amigas, a un chino, a encontrarse con un familiar, a comprar algo en la única tienda de ropa del centro (si es que estaba aun abierta), a comprar el pan por encargo paterno, a comprar una revista o recoger un libro encargado en la papelería, o, y no había que descartarlo, al baño pues se estaba meando y no aguantaba como para llegar a casa. ¿Qué hizo realmente? Meterse en un bar, pero, oh no, no ha beber una cerveza y mientras tanto dejarse robar, no no no, entró en el bar, levantó el trozo de la barra que se puede levantar, pasó, la bajó y se metió en la cocina. No sé exactamente cuánto tiempo estuve ahí plantado con cara de gilipollas, pero fue el suficiente como para que me viniese la cara de pocos amigos que tenía su razón de ser en la rabia que se estaba apoderando de mí, pero todo cambió cuando la volví a ver saliendo de la cocina, sin abrigo verde y vestida de camarera. ¿Y ahora qué?
Nunca me ha gustado pedirme un refresco en un bar, no entiendo cómo poner un vaso de cristal, tres hielos que muchas veces sobran y una rodajita de limón llegan a más que duplicar el precio del mismo refresco en un supermercado, y lo digo yo, que soy cleptómano. Aun así me pedí una cerveza con limón, porque no me gusta la cerveza pero sí el limón, y a quien ponga en duda mi hombría por el hecho de que aun me sepa repugnante la cerveza a secas, se llevará la respuesta más hiriente que halle reuniendo todas las letras del abecedario.
Se podría suponer que la cerveza me la sirvió la chica del pelo largo y castaño, pero no, oye, que eso sería lo normal, me la sirvió el hombre gordo con bigote blanco al que me pegaría ver en una foto con una pata de jamón en cada mano. Después de la segunda cerveza pensé que eso no podía ser, que como perdiese la concentración podría echar a perder todo el improvisado pero cuidado plan, así que me pedí un refresco con teína y, entonces, escuché algo interesante:
Oye Laura, ese chico no te quita los ojos de encima ¡Qué has ligao!- Y le dio una palmada en la espalda a la vez que reía como suponía que reiría el cerdo al que le pertenecían las patas que tenía ese hombre en las manos en aquella foto que me había imaginado hacía un rato.
Ya lo sé, Ramón.
Y de repente cambié de estrategia. Saqué cuaderno, bolígrafo y me puse a escribir. Unos tres cuartos de hora más tarde oí:
Bueno qué, ¿vas a irte en algún momento o te vas a esperar a que termine de trabajar y entonces me ofrecerás tomarnos unas copas?- Levanté la vista, nos miramos y ella levantó las cejas, lo cual fue como si dijese “Bueno qué, ¿vas a irte en algún momento o te vas a esperar a que termine de trabajar y entonces me ofrecerás tomarnos unas copas?” pero de manera más seria.
Para serte sincera te vi en el bus y el resto de actos han sido innatos, te vi y se me cayó el alma a los pies para, acto seguido, subir a las nubes, entonces te seguí porque supe que si no, me arrepentiría toda mi vida, y eso que yo vivo en realidad muy lejos de aquí- A ella se le escapó una sonrisilla.
Hacía tiempo que no me decían algo tan cursi, yo termino ya, si quieres damos una vuelta por aquí.
¡Genial! Pero hace un frío que pela, cógete el abrigo.

Éramos como esas típicas dos personas que usan el frío como escusa para meter las manos en los bolsillos, pegar la cabeza a los hombros y hablar tímidamente sin mirarse, con la vista fija en el suelo. Yo le conté la escena del perro y ella hizo eso que solo he visto hacer a las mujeres, mostrar que algo les parece divertido a la vez que, culpables o no, intentan mostrar que les da pena. También le conté lo que titulé como “El capítulo de Jesús Millán”, cambiando ligeramente los detalles para hacerlo más emocionante, parando así el autobús en una total oscuridad, abriéndose la puerta con un chirrido fantasmal, yo acercándome a él con el autobús en marcha y a unos doscientos kilómetros hora y, por último, él diciéndome “Jesús Millán murió hace dos años al ser atropellado por este mismo autobús, yo soy su fantasma” a lo que ella rió. Un rato después nos estábamos besando con pasión contra una pared de ladrillos cerca de un contenedor de basura.
Ella no quería más que unos besos, aunque realmente ella no quería ni dejaba de querer nada pues no se había podido imaginar aquello, lo que más bien constituía la frase: ella no hubiese querido más que unos besos, pero me las apañé sin tener que apañármelas para que mis manos recorriesen todo su cuerpo, tomasen detalle de sus pechos, por fuera y por dentro del jersey, aunque no del sujetador, y montasen un campamento en sus nalgas. Me parece que me iba a decir que parásemos cuando introduje mi mano dentro de su pantalón y sus bragas y su suspiro acalló todo cuanto fuese a decir.
Vamos a mi casa Dijo en su lugar.
El trayecto hacia la misma fue curiosamente parecido al de antes, ambos con las manos en los bolsillos, la cabeza pegada a los hombros, sin hablar nada y con la vista en el suelo, con las únicas diferencias de que antes andábamos despacio y ahora no podíamos andar más rápido y que había una excitación sobre nuestras cabezas que parecía salir disparada hacia el entorno para revotar y volver a nosotros. La volví a besar en el portal y, mientras lo hacía, ambos con los ojos cerrados, ella abrió la puerta, una vez en el primero, frente a la puerta de madera que prometía hacernos entrar en calor, y no precisamente por la calefacción, ella me dijo que había olvidado cerrar la puerta del portal, así que yo bajé, la cerré y subí. De nuevo en el primero ella no estaba, pero sí la puerta ligeramente abierta, y yo entré con cuidado y pretendiendo no hacer ruido, pues justo en ese momento no recordaba si ella me había dicho que vivía sola o yo me lo había inventado. Cerré y seguí andando por el pasillo a oscuras, dirigiéndome a la habitación del fondo, de donde provenía la única luz, de una puerta entre abierta que aun no me dejaba ver qué había dentro. Justo antes de pasar me fijé que sobre una mesa de pasillo descansaba un abrigo verde, “aun no”, me dije, y entré.
Sobre la cama me esperaba ella en una posición que debía estar ensayada, vestida únicamente con la ropa interior, pero después de que se abalanzase sobre mí no tardé apenas un instante en estar yo más desnudo que ella.
No sé del sexo con amor, pero en mi opinión el sexo con pasión entre dos personas que ansían poseer a la otra es el mejor, el sentir el placer en la carne, los músculos, los suspiros y los gritos de la otra persona y saber que eso es gracias a ti. Acabé como nunca había terminado una serie de polvos, cogiendo todo el aire posible en bocanadas de pura felicidad y unas increíbles agujetas en las ingles que portaría como trofeo y que, cada vez que me doliesen, probablemente me provocasen una sonrisa.
¿No te vas a ir?- Y realmente no sé si lo dijo en serio o en broma.
Ya te dije que yo vivo muy lejos de aquí- Y nos quedamos dormidos en cuestión de segundos, es lo que tiene el ejercicio sano.

Me desperté antes que ella, pues cuando duermo en lugar desconocido un sexto sentido me mantiene alerta, tengo conciencia de que esto me lleva pasando desde los campamentos a los que iba cuando era pequeño, en los que me despertaba en una habitación poblada por los ruidos y olores de diecinueve niños durmiendo y la luz temprana del sol intentando entrar a empujones por las persianas cerradas, quizá fue también ahí cuando empecé a robar.
Entonces me levanté con el sigilo de un ladrón de los que se visten entero de negro y, si hace falta, se esconden en los arbustos, y me deslicé entre las ropas desperdigadas por el suelo como si de caídos en un campo de batalla se tratase fuera de la habitación. Allí al fin alcancé el abrigo verde, metí la mano en el bolsillo y saqué eso, pero eso resultaron ser sus llaves, y pensé que no podía ser, que de ser así la hubiese visto sacarlas la noche anterior, pero forzando la memoria recordé que la puerta del portal la abrió cuando ambos teníamos los ojos cerrados y que cuando hizo lo propio con la de su casa yo estaba abajo cerrando la puerta. En ese momento no supe qué hacer, pues me tenía que llevar el botín, era una necesidad, pero por otra parte el día anterior me habían dicho que ya estaba totalmente recuperado y además aquello eran sus llaves, algo que ella necesitaba y que me sentía mal robando, no así como una joya o un reloj. Tomé una decisión y entré de nuevo en su cuarto. Me puse los calcetines y, antes de seguir vistiéndome, me acerqué a la cama y, con delicadeza, aparté las sábanas. Ahí estaba su cuerpo desnudo, sus pechos redondeados, su vientre liso y curvo, su pubis tan hechizante, y mi miembro me dio los buenos días. Estuve a punto de despertarla y de recordar las risas y placeres de la noche anterior, pero me contuve. Terminé de vestirme y entonces la volví a tapar, pues como no estábamos en ningún bus y nadie me miraba mirar, quería hacer el mejor ella desnudo etéreo para recordar en tiempos en los que no consiguiese tener sexo partiendo de las más extrañas situaciones.
Una vez en el pasillo saqué sus llaves del bolsillo del abrigo, las metí en el mío y a cambio deposité en el suyo mis propias llaves, entonces me marché.

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