miércoles, 26 de noviembre de 2014

Que buena noche.

Había llovido para dejar de repente un cielo nocturno despejado, dejándolo así todo mojado, pero no encharcado, y con los suelos reflejando el amarillo de las luces de ciudad. Yo me encontraba en uno de esos puntos perdidos del centro de Madrid y no recuerdo exactamente qué pensaba, pero no me extrañaría que tuviese que ver con el amor, el funcionamiento de las fuentes o algo relacionado con lo más nimio del comportamiento humano. Tampoco sé que hacía a aquellas horas de la noche parado con las manos en los bolsillos de una chupa negra y maldiciendo haber dejado de fumar, probablemente se trataba del final de otra historia que ahora no venía a cuento. En la nocturnidad de Madrid puedes ver muchas más cosas que durante el día, de hecho un taxista me dijo una vez que cuando el boom inmobiliario podías ver atascos en el centro a la una de la madrugada, cosa que al parecer desconcertaba a los turistas ingleses. Y por ello no me sorprendía oír lejanas sirenas de coches de policía, pero todo cambió cuando a punto de salir a la Gran Vía pasó como un rayo, un rayo vestido de negro, una mujer corriendo. Y es que esto es así, en la noche puedes ver muchas cosas, pero nunca prisas, pues éstas tienen horario de oficina. Tras la chica pasó un coche de policía y entonces eché a correr yo también.
Ellos le dieron alcance a la derecha de Cibeles, más allá de donde hay muchos buses, y yo les di alcance en cuanto pararon. Los dos agentes y la chica me miraron sin entender por qué acababa de llegar corriendo, de hecho ella me miró como diciendo “que me han detenido a mí” de una manera grotesca y egoísta. Lo que pasa es que cuando la miré con intención de prestar atención, la reconocí, y eso motivó a mi lengua.
-Tranquilos, señores agentes, que soy abogado- La cogí del brazo y la puse a mi lado, pasando por en medio de ellos dos. Si no reaccionaron no fue porque ser abogado supere a ser policía en algún tipo de escala, sino porque estaban realmente sorprendidos. –No digas nada, vamos un poco más allá para que me cuentes lo sucedido- Todo lo decía con ese formidable acento de seriedad que me había salido. Y a los tres pasos le susurré- ¡Corre!
Y entonces echamos a correr, y un policía dudó entre si seguirnos o coger el coche, y el otro empezó la persecución a pie, con una mano en la porra que, desde el cinturón, no dejaba de golpearle la pierna, y la otra en la gorra que a las pocas zancadas le empezó a tambalear, todo esto reduciendo considerablemente su velocidad. No sé en qué momento ella y yo empezamos a reírnos tan alto, seguramente antes de mezclarnos con las ojeras andantes que esperaban el turno para subir al bus que por fin les llevase a casa, donde al final podrían dormir. Perdimos la sirena azul cuando nos metimos en otras calles desconocidas del centro y, entonces, verdaderamente fatigados, intentamos recuperar el aliento durante un par de minutos con el corazón en la garganta y esa saliva densa que se te forma después de un gran y repentino esfuerzo físico. Al alzarme, ya algo mejor pero con el corazón aun latiendo más rápido de lo recomendable, me fijé en que ella llevaba un par de tacones en la mano, y cuando me vio mirándole los pies, comentó:
-Son buenas medias.
Empezamos a pasear, ella aun con los tacones en la mano, y no contestó a mi primera pregunta “¿Quieres que compre agua en ese chino?” ni a la segunda “¿Por qué te perseguía la policía?”. De todas formas compré agua y, a propósito, bebí yo antes que ella, debí beber un tercio, pero ella se acabó la botella, para devolvérmela vacía con la sonrisa de una niña que te enseña un plato vacío y te dice que se ha comido toda la comida, me tocó a mí tirar la botella a la basura.

Le pregunté por sus antiguos hobbies y me contó como uno a uno los había ido cambiando todos, ahora al parecer hacía esculturas con piezas de metal de la chatarra. Yo le di pie a que me preguntase cosas, pero no lo hizo, por no hacer no me dio ni las gracias por el hecho tonto de haberla salvado de la policía, cosa que parecía ya muy lejana. ¿Y si la perseguían porque había matado a alguien? Limpié mi conciencia al pensar que, de ser así, no hubiesen ido tan solo dos policías a por ella. Así, de manera tonta, acabamos por llegar a su casa, más bien a su calle, que nunca me dijo donde vivía exactamente ni a mí me importó mucho no saberlo. Entonces me dio un beso en la mejilla y yo cerré el paréntesis de aquella noche, pues volvía a estar quieto, en una calle que no era la mía, en algún lugar perdido del centro, con las manos metidas en los bolsillos de mi chupa negra, echando de menos un cigarrillo y admirando como se refleja la noche en el suelo mojado.

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