Hace tiempo me topé con un duende que destronó a
los gallos a la hora de cantar por la mañana, aunque no fuese a la misma hora
cada día. Este duende se sabía mi nombre y, a cambio de un par de cervezas de
vez en cuando, me contaba increíbles historias de vidas que le hubiese gustado
vivir. El problema fue que un día un par de niños jugando le enseñaron a
mentir, y al duende le gustó la mentira, tanto es así que empezó a mentir sobre
cualquier cosa y hasta dejó de cantar por las mañanas para hacerlo al
anochecer. El problema fue cuando empezó a mentir sobre mí a mis espaldas y
tuve yo muchos problemas por su culpa, así que le dije que me dejase en paz,
que no se acercase a mi casa y que no quería volver a quedar con él. Por alguna
razón que desconozco, un día, después de no saber de él un tiempo, entró en mi
casa y destrozó mi salón. Yo no hice nada por no saber qué hacer, así que lo
dejé pasar, pero un día se lanzó al cuello de un amigo mío y, tras susurrarle
cosas malas al oído durante toda la noche, éste me repudió. Ahí fue cuando
decidí matar al duende. El problema es que no fui capaz, por distintos motivos
que no vienen a cuento, así que encargué a un carnicero que conozco que lo hiciese,
y el carnicero mató al duende. Durante todo un día tuve la cabeza de aquel
desagradable ser en la puerta de mi casa clavada en una estaca.
No pretendo atemorizar a los duendes para que no
vengan, pero en cuanto uno empiezo a molestar le cuento la historia, si sigue, le
muestro la calavera en miniatura, y ya, si no cesa en su empeño, le acorralo y
le explico en un susurro lo fácil que es matar a los duendes que me vienen a
tocar las narices.
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