miércoles, 17 de diciembre de 2014

Kío

Desde aquel lugar las ramas eran troncos de árboles caídos, los charcos, lagunas, y las huellas de las personas, sucesiones de boquetes en la tierra. El arácnido con sus ocho patas levantó las dos primeras y lanzó un ataque sobre la coraza negra y lisa, mordiendo para intentar hacer penetrar su veneno, pero no pudo atravesarla, entonces el escorpión le atrapó una pata con una de sus tenazas y le clavó el aguijón, matándola.
Kío perseguía una mariposa, pero no la perseguía porque soliese perseguir entes voladores, sino porque aquella mariposa era especial, ningún otro ser había combinado, a los jóvenes ojos de Kío, el azul y el amarillo. De pronto tropezó y cayó como caen los niños al suelo, que caen de lleno sin apenas protegerse con los brazos y, una vez en el suelo, lloran, o se dan cuenta de la situación, y entonces lloran. Pero Kío no lloró, en parte porque cayó en el suelo blando de tierra, y en parte por otra cosa que reclamó toda su atención. Desde aquel lugar, tumbado, las ramas de los árboles eran troncos de árboles caídos, los charcos eran lagunas y las huellas de los adultos, sucesiones de grandes pisadas, y frente a Kío, una bestia con máscara alzaba dos negras pinzas y, al fondo, una cola terminada en una punta de la que algo goteaba, una sola gota, verde o gris, pero Kío no se fijó, Kío pensó que cómo podía estar la coraza de aquel ser tan limpia y brillante si vivía en la selva, luego el escorpión le picó en la mejilla.
El negro, alto y callado, trajo al niño en brazos, luego la mulata gritó, con esos gritos a los que uno nunca se acostumbra, luego la blanca también grito antes de sollozar como sollozan las personas responsables, que lloran mientras corren con el niño en brazos, en silencio, únicamente con los ojos abrasados y las mejillas empapadas, y luego los curiosos asomaron de ventanas y puertas, para que los familiares, amigos y los más curiosos hiciesen un séquito a la madre, a la que nadie podría adelantar ni aunque se lo propusiese.
Mandaron a un chico de piernas largas y flacas a buscar al padre, que estaba trabajando en el campo del cacique, luego este llegó a la carrera sin el chico, lo que provocó que una vieja bromease, como bromean las viejas que ya son solo hueso y arrugas, que no sabes si hablan en serio o bromean, diciendo que de la impresión, de seguro que había matado al muchacho en un arrebato, y una niña de tres nombres, uno de los cuales era María, como todas las mujeres allá, se lo creyó, se llevó la mano a la boca y rezó a los santos.
El padre llegó a la casa, donde la madre ya había chupado y sorbido la herida intentando extraer el veneno, y ahora la mejilla estaba roja e hinchada, en ese punto en el que puede estar curándose o matándote. Hubo una discusión, ella quería que el niño se quedase en la cuna grande mientras le acunaba y le tarareaba las más bellas nanas, pensando que ya solo le quedaba su amor para curarle, él insistió en llevarle al médico de la aldea, al colono. Hubo gritos, un tortazo, y él ganó, desenterró la bolsita del suelo de tierra bajo la cama, cogió al niño con cuidado y firmeza y salió con grandes zancadas, ella le siguió sin perder distancia, con la mejilla colorada.
La comitiva silenciosa fue anunciada por los gritos del borracho, que de verdad pensaba que les invadían, y cuando llegaron a la puerta, con el zas de la falda de ella a cada paso como única llamada, ya les esperaba el criado. Éste les preguntó que qué pasaba y el padre explicó lo obvio, además de enseñar la cara hinchada, roja y verde de Kío, luego el criado preguntó si podían pagar, entonces el padre dejó a Kío en brazos de la madre y vació la bolsa, aun manchada de tierra seca, en la palma de su mano. El sirviente juntó sus manos como quien recoge agua de una fuente y el padre volcó con cuidado en ellas tres rubíes pequeños sin pulir, después el sirviente desapareció en la penumbra.
Luego fue confuso, el borracho gritaba que les invadían, la gente empezó a correr murmullos que iban creciendo, el gordo médico salió y comentó en voz alta que sin dinero no había tratamiento, Kío recobró la conciencia, vómitó y la volvió a perder, luego el padre gritó, el médico gritó, los dos agentes coloniales dispararon salvas al aire, llenando la plaza con nubes de pólvora, la plaza se vació y entre el nuevo silencio y la pólvora, los gritos del borracho de que les atacaban no quedaron tan fuera de lugar.
Llegó el inspector al poblado por miedo a que se difundiese un resentimiento general, por petición del gordo médico y porque si resultaban ser ciertos los rubíes del tamaño de mandarinas de los que había oído hablar, tal vez podría sacar tajada. El sirviente aseguró que a él no se le había entregado nada, que cuando aquel hombre vació la bolsa sobre su mano de ella solo salió polvo, el médico le abaló asegurando que era un hombre de confianza. Después, el inspector se dirigió a la parte pobre de la aldea, donde las casas dejaban de estar hechas de piedra y empezaban a estar construidas con tallos de tronco en vertical y techos de paja barnizada, ya llevaba resuelto el caso y aquello era algo puramente formal. Entró sin llamar pues allí había mucha gente, y una vez dentro, entre la luz amarilla de las velas y la total oscuridad, lo primero que vio con claridad fue un niño de pie, en lo alto, con dos inmensos ojos azules que brillaban con desasosiego, luego comprendió que aquello era un velatorio, o un entierro, aquel niño era el niño muerto, que estaba apoyado en su cuna grande la cual estaba puesta en vertical sobre una caja, sobre una mesa, y que lo que brillaban no eran sus ojos, sino dos piedras azules puestas sobre sus ojillos cerrados. El inspector notó como le agarraban de la camisa y como una educada brutalidad le sacaba a fuera, lejos del calor de las velas pero bajo el calor húmedo de la vegetación, aquél, con ojos vacíos, u ojos de locura, u ojos de acabar de perder a un hijo, era el padre, que le trató cortante, burdo y rápido.
El inspector redactó que no existían tales rubíes y que todo había sido invención del padre en un momento de desesperación, por lo que tampoco veía correspondiente una suma compensatoria por infamias contra el gordo médico y su criado, también añadió como clausula final que si el gordo médico quería sufragar los gastos del entierro, podría hacerlo, cosa que éste no hizo.
Un día, cerca de la taberna, el padre asaltó al criado propinándole duros golpes, pero éste consiguió huir hasta la plaza, donde los agentes coloniales abatieron al padre, que cayó muerto sin resolución.

Años más tarde, pensando en abrir una bodega para mantener frescos los alimentos y que no se pudriesen con tanta rapidez, el gordo médico empezó a cavar en el cuarto de los trastos y descubrió una pequeña caja donde había escondidos tres pequeños rubíes sin pulir.

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