“Hay que joderse”, pensé mirando a los árboles, los
cuales no me hacían caso por andar terminando el proceso de la fotosíntesis,
sin prisa, de noche. Miré sus altas copas, mis manos manchadas de negro y la
puerta cerrada, y entonces seguí rememorando la mejor carrera que se podía
haber visto nunca en aquel lugar. Que me hubiese colado en el Retiro de noche
era cosa mía, una aventura que se quedaría sin el dulzor de comentarla a los
amigos, y aunque no tenía por bien que me descubriese la vigilancia que por allí
pudiese haber, tampoco me importaba demasiado, de hecho esto se podía comprobar
con el verme allí tirado, sentado en mitad de una calle asfaltada, pero, ¿qué
iba a hacer si no? Tenía que borrar de nuevo unas líneas que esta vez me habían
pintado a traición, y yo, que soy débil, y las líneas, que son fuertes,
habíamos llegado a una paz, yo las contemplaba embelesado y ellas seguían
brillando en negro, pero las líneas, si es que tenían una mínima voluntad, eran
malas, cuanto más las miraba me volvía menos yo y más línea, y eso no podía
ser. Como un buen exdrogadicto que conoce tanto el camino de la recaída como el
de la abstinencia, me había despertado bien arropado y aun así temblando, entonces
me imaginé a la muerte recostándose tras de mí y besándome en la mejilla y se
me ocurrieron las siguientes palabras “La muerte, como no tiene labios, cuando
te besa lo hace con los dientes, fríos, de plata”, entonces supe que tenía que
terminar con aquello, por tercera vez. Desde por la mañana, una vez logré hacer
café y lavar la cafetera, salí a buscar ciertos lugares muy alejados entre
ellos y diseminados por la geografía madrileña, y una vez hube terminado era ya
de noche. El Retiro estaba cerrado y salté la valla pensando que semejante
imbecilidad de dos metros y medio de alto con pinchos en lo alto ni iba a
frenarme ni tan siquiera a consolidarse como el más mínimo obstáculo, de hecho
me enfadé por la existencia de una valla en mi camino.
Oí una sirena de policía lo lejos, y aunque no iba
por mí, me levanté y eché a andar con las manos en los bolsillos. Pensé que
hasta que amaneciese podría fijarme una última vez en aquellas líneas negras, a
modo de despedida, pero algo me salvó, un brote de dolido sentido común, vaya
tontería acabar con todo nada más haber empezado. Seguí andando y observé mis
manos manchadas de negro, entonces me pareció que los árboles me susurraban que
les contase ahora aquello de la carrera, pero negué la cabeza, ya no era tiempo
de recordar.
Cuando empezó a amanecer miré al sol como no se le
puede mirar durante el resto del día hasta que se va, la diferencia es que
cuando amanece el sol sale con fulgurantes energías mientras que al atardecer
se va cansado, demacrado. Miré al sol y sonreí, con las manos manchadas y el
temblor de lo incierto, entonces formulé mi promesa de final y sonreí
imaginando cuánto duraría esta vez.
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