miércoles, 27 de mayo de 2015

Buenas noches

El agua del vaso se queda tranquila, mis vecinos discuten y yo no consigo estar tranquilo. Odio no estar borracho desde hace ya un mes. Él debe haberle pegado a ella, porque ambos han callado sin que hubiese antes un gran grito. Me imagino subiendo, llamando a la puerta y pegando al hombre que me abre, y después, por supuesto, bebiendo por la victoria. Tal imagen me hace querer ir a la cocina y servirme un vaso, saltándome el paso de la paliza al vecino. Voy a la biblioteca, atravesando la nube de humo con residencia en el cenicero, y cojo un libro. Antes de sentarme ya he leído el título, la contraportada, la información sobre el autor y un par de hojas al azar. Me siento y en treinta segundo estoy de pie de nuevo, me acerco a la ventana y la abro. El aire entrante despeja y limpia, pero es demasiado fresco, el tiempo tiene complejo de desierto, calor de día y frío de nuche. Tiro el libro por la ventana y la cierro. Vuelve la discusión vecina, me siento de mala manera en el sillón y enciendo la televisión. Subo el volumen hasta un punto en el que me molesta con tal de no oír a los vecinos, la programación es una mierda, cambio hasta un total de setenta y dos canales, solo en doce no había anuncios, apago la televisión. Enciendo el último cigarrillo y mientras practico a hacer aros con el humo pienso a cerca de que realmente habrá unos ocho canales ‘buenos’ que se llevan la audiencia y que dejan al resto de la televisión subsistiendo a base de teletienda. En un último gran esfuerzo dejo el cigarrillo sobre el cenicero y me duermo sin darme cuenta, cuando despierto la televisión está encendida pese a que juraría haberla apagado y el cigarrillo no está simplemente apoyado en su cementerio, sino que ha sido aplastado contra el vidrio con la intención de acabar con su breve y tan metafórica existencia. Me levanto y estiro las piernas, no sé si lo he soñado o me lo estoy imaginando en el momento, pero a mi cabeza viene una imagen de mí subiendo las escaleras y disparando los perdigones de una escopeta sobre el pecho desnudo de mi vecino. Vuelvo a abrir la ventana, estornudo, se me llena la nariz de mocos y cierro. Si pienso tanto en hacerle daño al vecino quizá sea por alguna razón más intrincada que debería sacarme de la cabeza algún psicólogo. Me acerco a la mesa, me siento, cojo una pluma y me enfrento al papel. Miro a la pulpa de celulosa procesada y ella me mira a mí, tan blanca, tan pura, tan inocente, tan hoja de papel y no folio. No consigo hacerle daño con tinta azul, y ya ni hablemos de la tinta negra, así que me levanto, cojo la silla con cuidado y la tumbo. Entonces, de pie pero encorvado, cojo de nuevo la pluma y escribo “la silla está tumbada, la silla está muerta”. Contemplo mi trabajo, sonrío satisfecho, arrugo la hoja de papel, abro la ventana y la tiro, así si alguien encuentra el libro sabrá cómo acaba la historia. Vuelvo al sillón, apago la televisión, me levanto, desconecto el cable del aparato, me vuelvo a sentar y cierro los ojos con la intención de dormirme. Para distraerme y lograr el sueño me imagino la silla tumbada, el humo flotando despacio y la ventana que ojalá haya cerrado bien, entonces me doy cuenta de que no se oye a los vecinos, de que no se les ha oído en un rato, y mi última imaginación conocida antes de dormirme es de mí despertándome, apagando un cigarrillo encendido, encendiendo la televisión apagada, cogiendo la escopeta del paragüero, subiendo un piso, llamando a una puerta y disparando al pecho desnudo de un hombre cuando éste abre.

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