El agua del vaso se queda tranquila, mis vecinos discuten y
yo no consigo estar tranquilo. Odio no estar borracho desde hace ya un mes. Él
debe haberle pegado a ella, porque ambos han callado sin que hubiese antes un
gran grito. Me imagino subiendo, llamando a la puerta y pegando al hombre que
me abre, y después, por supuesto, bebiendo por la victoria. Tal imagen me hace
querer ir a la cocina y servirme un vaso, saltándome el paso de la paliza al
vecino. Voy a la biblioteca, atravesando la nube de humo con residencia en el
cenicero, y cojo un libro. Antes de sentarme ya he leído el título, la
contraportada, la información sobre el autor y un par de hojas al azar. Me
siento y en treinta segundo estoy de pie de nuevo, me acerco a la ventana y la
abro. El aire entrante despeja y limpia, pero es demasiado fresco, el tiempo
tiene complejo de desierto, calor de día y frío de nuche. Tiro el libro por la
ventana y la cierro. Vuelve la discusión vecina, me siento de mala manera en el
sillón y enciendo la televisión. Subo el volumen hasta un punto en el que me
molesta con tal de no oír a los vecinos, la programación es una mierda, cambio
hasta un total de setenta y dos canales, solo en doce no había anuncios, apago
la televisión. Enciendo el último cigarrillo y mientras practico a hacer aros
con el humo pienso a cerca de que realmente habrá unos ocho canales ‘buenos’
que se llevan la audiencia y que dejan al resto de la televisión subsistiendo a
base de teletienda. En un último gran esfuerzo dejo el cigarrillo sobre el
cenicero y me duermo sin darme cuenta, cuando despierto la televisión está
encendida pese a que juraría haberla apagado y el cigarrillo no está
simplemente apoyado en su cementerio, sino que ha sido aplastado contra el
vidrio con la intención de acabar con su breve y tan metafórica existencia. Me
levanto y estiro las piernas, no sé si lo he soñado o me lo estoy imaginando en
el momento, pero a mi cabeza viene una imagen de mí subiendo las escaleras y
disparando los perdigones de una escopeta sobre el pecho desnudo de mi vecino.
Vuelvo a abrir la ventana, estornudo, se me llena la nariz de mocos y cierro.
Si pienso tanto en hacerle daño al vecino quizá sea por alguna razón más intrincada
que debería sacarme de la cabeza algún psicólogo. Me acerco a la mesa, me
siento, cojo una pluma y me enfrento al papel. Miro a la pulpa de celulosa
procesada y ella me mira a mí, tan blanca, tan pura, tan inocente, tan hoja de
papel y no folio. No consigo hacerle daño con tinta azul, y ya ni hablemos de
la tinta negra, así que me levanto, cojo la silla con cuidado y la tumbo.
Entonces, de pie pero encorvado, cojo de nuevo la pluma y escribo “la silla
está tumbada, la silla está muerta”. Contemplo mi trabajo, sonrío satisfecho,
arrugo la hoja de papel, abro la ventana y la tiro, así si alguien encuentra el
libro sabrá cómo acaba la historia. Vuelvo al sillón, apago la televisión, me
levanto, desconecto el cable del aparato, me vuelvo a sentar y cierro los ojos
con la intención de dormirme. Para distraerme y lograr el sueño me imagino la
silla tumbada, el humo flotando despacio y la ventana que ojalá haya cerrado
bien, entonces me doy cuenta de que no se oye a los vecinos, de que no se les
ha oído en un rato, y mi última imaginación conocida antes de dormirme es de mí
despertándome, apagando un cigarrillo encendido, encendiendo la televisión
apagada, cogiendo la escopeta del paragüero, subiendo un piso, llamando a una
puerta y disparando al pecho desnudo de un hombre cuando éste abre.
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