Había sido un año difícil, muchos habían muerto por diversas
causas y los problemas, de todo tipo, anidaban en los hogares. Había sido un
mal año. Y así llegó el año nuevo, en plena navidad, y ahí, mientras la familia
veía la televisión, aparecieron los muertos, sus muertos, a hacerles compañía,
y así es como el abuelo y el nieto pudieron terminar aquella conversación, aunque
para ser sinceros ni con esas pudieron, pues las lágrimas acudieron a sus ojos
y empezaron a llorar mientras se abrazaban. La adolescente callada se encontró
de pronto con los ojos de aquel que murió en un accidente de moto y del que
nadie parecía acordarse una semana después. También se sentó en silencio la
vecina, muerta sola, como sola vivió, y curiosamente a su regazo fue a
acomodarse el gato. De ser cinco pasaron a ser dos docenas, y todos veían la
televisión, las campanadas, las canciones empapadas en turrón y los anuncios de
seguros con el olor a cava flotando en el ambiente. Algunos sonreían y otros
lloraban en silencio, la madre, en un momento, se fue a llorar al baño mientras
que con la mano con la que no se cubría rostro espantaba a su marido diciendo “estoy
bien, estoy bien”. Y daban igual los detalles, el ambiente general era de
felicidad, queriendo que aquella noche de año nuevo fuese eterna, pues todos
sabían que al despertar los muertos se habrían ido. Alguien se preguntó si les
volverían a ver el día de Todos los Santos, pero se calló y siguió viendo la
tele mientras abrazaba al tío, desaparecido años atrás y que ahora se sabía que
estaba muerto.
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