jueves, 21 de enero de 2021

Crucifixión canina

Este relato se escribió bajo unas consignas muy precisas y por eso es como es.


A Darío, por quien lo publico.

Por aquel entonces la cuarentena acababa de empezar y él lo sentía como un juego. Era una experiencia nueva, el mundo tras la ventana y todos encerrados. Vivía en un bloque de pisos que junto con otros dos hacían lo que podría parecer un triángulo, dejando un pequeño parque entre los tres. Aquel día bien podría nevar. El cielo estaba denso y oscuro. La luz era muy blanca. Hacía frío. Parecía que en cualquier momento pudiesen empezar a caer copos del cielo, como aquel gran copo que estaba en medio del parque. Fue a buscar los prismáticos que había comprado su madre cuando viajó a África y enfocó aquello. En mitad del parque, se elevaba sobre la hierba una pequeña cruz con algo clavado a ella. Se fijó mejor, había un animal, un perro pequeño y blanco clavado a un tablón que se había vencido y quedaba inclinado en lugar de permanecer horizontal. Se veía que habían intentado clavar las extremidades del perro muerto a la madera, pero el autor no lo había conseguido y había optado por atar las patas. Era un espectáculo patético y deplorable y él no podía dejar de pensar en Musu, el que fuera su perro cuando era niño y que un día desapareció sin más.

Pensó en llamar a la policía, pero estos llegaron antes alertados por algún vecino. Él no podía dejar de pensar en Musu, de haber podido acercarse al cuerpo le hubiese gustado examinarlo, buscando alguna marca propia, aunque era imposible que se tratase de su perro, por los años que habían pasado éste habría muerto ya de muerte natural.

Aquella tarde, buscando en la prensa local alguna información sobre la crucifixión canina, deparó en que tenía un correo electrónico sin abrir desde por la mañana, en el mismo solo se decía “cuidado con lo que haces”. Lo extraño era el firmante, porque el correo se lo había enviado a sí mismo. Esto era una práctica habitual en él, usar la bandeja de entrada para guardar documentos, pero no recordaba haber escrito ese mensaje, de hecho aquella mañana ni siquiera había abierto su correo distraído como estaba pensando en Musu.

Pero entonces miró por la ventana. En la plaza vaciada por la cuarentena jugaba un niño con un abrigo gris. Jugaba donde había aparecido muerto Musu. Y debía tratarse efectivamente de Musu, pues el niño al que estaba mirando jugar era él mismo cuando era niño. Bajó por las escaleras muy deprisa y salió del bloque 2. El niño no le había visto, así que le gritó:
—¡Eh, tú, ven aquí!
Pero cuando el niño levantó la vista y le miró echó a correr hacia el bloque 1 y él corrió detrás. Y en el bloque 3, arriba, muy arriba, un hombre sentado en una silla de ruedas miraba la escena, pero lo hacía a través de la mirilla de un rifle de precisión. Entonces disparó sobre el hombre que corría tras el niño.

Después del disparo tuvo que pasar largo tiempo en el hospital. La bala le había cercenado la columna, haciéndole perder la movilidad de las piernas. El niño, que era él mismo, había matado al perro, de forma que probablemente él también lo había hecho en su momento. La causa del olvido podía deberse al acto traumático del asesinato en sí mismo, o tal vez a que le persiguiese un hombre seguido de un disparo.

En realidad había sido lo correcto que alguien le parara, si hubiera alcanzado a aquel niño, probablemente se hubiese matado a sí mismo. Tal vez le tocase ayudarse a no matarse en un futuro. Tal vez fuese también a una protectora de animales y se llevase un cachorro blanco y se lo regalase a un niño del vecindario por su cumpleaños, porque sabía cuán feliz le haría a aquel niño jugar con el animal.

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