jueves, 21 de enero de 2021

El otoño pasado

Este relato, como los de alrededor, se deben a sus premisas, son como animales que nacieron en cautividad. 


El otoño pasado, al cerrar la piscina, se nos olvidó que estaba el abuelo dentro cuando echamos la lona. No fue culpa nuestra, de verdad. Él se pasaba horas y horas nadando a espalda, mirando el cielo, o cerrando los ojos y quedándose dormido. Nadaba más que un pez porque no creo que los peces naden tanto. Uno no sabe hasta qué punto su piel estaba arrugada por el agua o porque era viejo. Sea como fuera le arropamos con la lona, echamos líquido anticongelante al agua y nos metimos en casa hasta que volviese a salir un sol como dios manda.

La abuela mientras tanto había desarrollado demencia. Tal vez se debiera a que el abuelo era quien le gestionaba las pastillas y ahora, sin él, ella no tomó ninguna, o las tomó todas o las que tomó las acompañó de un poco de vodka, pero lo cierto es que desarrolló demencia. Debido a su nuevo estado tuvimos que poner en la puerta de cada habitación lo que había detrás, “cocina”, “cuarto de baño”, “no entrar, tu nieto está masturbándose dentro”. La pobre, perdida en la casa como estaba porque se había olvidado también de leer, acabó en el estudio, ahora lleno de trastos. Allí orinó dentro de una cerámica mesopotámica que papá trajo de un país al que ayudó a saquear mientras fingíamos ayudarles a extraer petróleo mientras en realidad también se lo saqueábamos. Después de orinar se secó con un mantel bordado en oro y después se miró en lo que creyó que era un espejo, pero que no era sino un cuadro del siglo XVIII. Qué contenta se puso la abuela al mirarse en ese cuadro, se veía tan guapa. Puestos a olvidar olvidó la demencia y acudía todos los días, a todas horas, al estudio a contemplarse. Aborrecía los espejos de verdad, decía que estaban mal graduados y que no la reflejaban como realmente era.

Entonces llegó la primavera y destapamos la piscina. Allí estaba el abuelo, vivo, en parte por haberse alimentado de las hojas e insectos que se filtraban y en parte porque el líquido invernador también le había hecho efecto a él, dejándole dormidito, como los osos polares. El problema es que ahora no quería salir de la piscina, decía que había devuelto a los mamíferos al mar, de-donde-nunca-debieron-salir, porque solo los pájaros tenía sentido que se hubieran independizado, porque mira que en el mar se puede hacer de todo pero volar no te dejan. ¿Pero nosotros? ¡Venga ya! Tenemos tierra en el fondo marino para dar y regalar, mientras que el oxígeno nos oxida los pulmones. ¿Quién quiere vivir donde le están matando? Si la gente fuera tan masoquista viviría en un Estado capitalista con cada vez más explotación laboral, decía el abuelo.

La abuela a todo esto había vuelto a fumar, porque si una sobredosis de pastillas no le había matado tampoco lo iba a hacer una cajetilla al día. Y fumando y mirando el cuadro, claro, se quedó dormida y le encendió el rostro al retrato. Sin embargo tuvo mucha suerte, porque el fuego le quemó la cara a ella también, de forma que seguía a la par con la pintura.

Como la abuela no quería ni oír hablar del abuelo, de quien decía que la había abandonado para acostarse con peces y sirenas, y aprovechando que el cuadro ahora era feo y olía a quemado, colgamos éste de un árbol en el jardín y construimos alrededor una cabaña con madera de balsa. Allí fue corriendo la abuela, que pasó sus últimos días a la vera de la piscina, donde escuchaba a su tritón mientras no dejaba de contemplar lo hermosa que había sido haría tres siglos.

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