jueves, 21 de enero de 2021

Detalles

En la casa siempre hay café reciente. Descansa sobre el fuego, o junto a él, y se huele en todas las habitaciones. Hay un jardín donde siempre hace fresco y las ramas se mecen despacio. Es un lugar tranquilo, el silencio se altera en pocos momentos, por ejemplo cuando se enciende la televisión a las nueve de la noche y permanece encendida solo una hora, o cuando se oye la puerta del garaje abrirse, o cuando se habla en susurros. Se habla en susurros por lo general, cuando el café hierve es fácil que no se oigan unos a otros. También se escucha el vibrar ocasional de los teléfonos, porque están todos en silencio.
Ahora un dedo recorre la pantalla del móvil una y otra vez. Pasa de un menú a otro y luego vuelve, no está buscando nada en concreto pero va dejando sobre la pantalla, sin darse cuenta, un dibujo de líneas que avanzan en una dirección y después otras en la contraria que las borran. Alguien podría exponer un cuadro así, las marcas de un dedo en la pantalla, el marco podría hacerse con la suciedad encontrada en el bolsillo.
Al final, y solo por forzarse a hacer algo, el dedo abre una aplicación, escribe unas palabras y la dueña del dedo sale de casa porque de pronto tiene algo que hacer. Antes de salir de casa, y solo por tradición, bebe los restos de la penúltima cafetera, que descansan templados en un vaso de cristal sobre la encimera.
Hace el frío justo como para poder estar en la calle pero que te duelan las manos y las tengas rojas. La dueña de éstas, que por lo demás se ha puesto la capucha, las intenta ocultar en los bolsillos del vaquero, en los de la chaqueta, dentro de las mangas, lo que sea con tal de que no vean la luz hasta la primavera, como hijas que aún no han sido presentadas en sociedad. Sin embargo tiene que estas sacándolas todo el rato para contestar mensajes que le zumban el bolsillo. Siempre al terminar de escribir sale de la aplicación y el dedo sigue dibujando sobre la pantalla, pasando de un menú a otro, hasta que finalmente lo guarda.
Hay un pequeño centro comercial. Parece un intento de centro comercial o una cría de éste. Tal vez sea un centro comercial adolescente porque está desproporcionado: tiene una fachada enorme, pocas tiendas, un tiovivo, un supermercado que parece una tienda de ultramarinos venida a más, un local que fusiona todos los tipos de bares, restaurantes, clubs y tiendas de comida rápida, un cajero sin sucursal bancaria y algunos de estos locales vacíos que parecen tener inconsistencia porque no aguantan un negocio más de dos meses. En Navidad, cuando se ponen las luces, se sobrecargan la fachada delantera y el tiovivo, el resto de paredes exteriores quedan tan pobremente iluminadas que parecen faros en la costa. Junto al centro comercial hay una gasolinera que por el contrario emite una luz tan verde y brillante que dirías que se trata de una reacción nuclear. De verdad, es tan brillante hasta en plena noche que el resto de gasolineras tuvieron que cerrar, porque todos los conductores se veían atraídos por ésta. Y luego, entre la gasolinera y el centro comercial hay un parking, de estos que tienen una fila de carritos de la compra enganchados, solo que aquí el enganche se rompió hace tiempo y ahora los carritos campan a sus anchas por el parking, mecidos por el viento y ocupando las plazas de los coches, los cuales prefieren aparcar en la gasolinera.
Cuando la chica llega al parking tiene las manos tan frías que le duelen. Le espera una amiga que está apoyada en una barra de metal, se lo puede permitir porque va mejor abrigada. Se saludan sin tocarse y comentan sobre si ir a comprar algo de comer o beber, por hacer algo, pero la duda sobre si ir al supermercado o a la gasolinera acaba por hacer que no se muevan. Hablan de cosas varias, de un chico circunstancial, de una anécdota sobre la tía de una de las dos, de un examen. Sacan los móviles, contestan a algunos mensajes, se enseñan fotos la una a la otra, se hacen una foto, la suben. A la chica que está de pie en realidad no le gusta la foto que se han hecho, no le gusta cómo sale su nariz, pero no dice nada. La nariz le duele y le moquea. En ese momento piensa en la luz cálida de jardín su jardín a ciertas horas de la tarde y en el olor a café recién hecho, y justo en ese momento una brisa de aire helada se le mete en los ojos y se los llena de lágrimas. No están mucho más tiempo, la que estaba apoyada sobre la barra de metal dice de pronto que tiene que ir a casa a cenar y se marcha.

Cuando entra se da cuenta del frío que tenía. Sabía lo de las mejillas, la nariz, las manos, los dedos de los pies y hasta los párpados, pero ahora nota el frío en el resto del cuerpo. Va a su cuarto a cambiarse de ropa, pero cuando se quita los vaqueros se toca los muslos y los nota tan fríos que hace una pausa para apoyarse en el radiador. Apoya las piernas, los glúteos y las manos. Más que calentarle, el radiador le quema, sin calentar por ello la piel, nota el frío y el calor a la vez, sin que ninguno cambie, pero aun así aguanta apoyada. En un momento mira hacia abajo y le hace gracia ver sus piernas desde esa posición. Le llaman la atención las bragas que lleva puestas, son sencillas de un violeta muy artificial. Se hace preguntas del tipo a quién se le ocurriría buscar un tono tan estridente para unas bragas sencillas, en qué momento se inventaría ese color, si las flores de alguna planta tendrán también ese color. Después oye que la llaman a cenar, se termina de cambiar, se suena la nariz y grita ¡ya voy!


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