jueves, 21 de enero de 2021

El epicentro de tantas cosas

La carretera no estaba iluminada y el coche iba a más velocidad de la que debería. La velocidad había ido aumentando a medida que empezaron a hablar. Concretamente fue ella quien empezó a hacerlo, él solo respondió y pisó el acelerador.

Venían de la fiesta de una pareja de amigos. El problema no venía dado por los celos, ni porque uno hubiese puesto en ridículo al otro, el problema había surgido después y más despacio. La chica de la fiesta brindó y ellos brindaron. Después salió el chico de la fiesta y abrazó a su mujer, todos aplaudieron. Pero más tarde, ya en el coche, ella pensó que aquel abrazo del anfitrión a su mujer significaba que le apoyaba, que le dejaba hablar en el brindis y después le decía: yo te apoyo, y que lo vea toda esta gente. Y ella lo vio, claro, como ahora miraba a su pareja, que tenía la mirada puesta en la carretera y las manos en el volante. Se veía que él andaba pensando en algo, pero no lo manifestó. Entonces ella empezó a preguntarle por la fiesta, qué tal lo había pasado, cómo se había sentido. Esto último le extrañó a él, supo que se venía algo y se puso a la defensiva con respuestas breves. Ella sin embargo siguió, le preguntó qué opinaba del brindis y del abrazo del anfitrión. Bien. Pero qué te pareció. Normal, emotivo. Pero qué crees que significaba. No lo sé, por qué no me lo dices tú. No crees que significaba que él la apoya. Crees que no te apoyo. No he dicho eso. Es lo que piensas. Pues mira, sí, creo a veces no me apoyas. A veces. Sí, a veces, parece que me impulsas a hacer cosas pero cuando ya estoy subiendo te alejas. Así que me alejo. Sí, te alejas, a veces me parece que tienes envidia y me saboteas callando. Pues si te ando saboteando no sé por qué dejas que mis palabras te influyan tanto.

Y en ese momento los faros del coche descubrieron a un ciervo al que le brillaban los ojos. Él dio un volantazo y el ciervo salió corriendo mientras que el coche se estampaba contra un árbol con tanta fuerza que parecía que se fuera a partir en dos.

La abuela le trajo un cazo con caldo caliente, ella lo cogió y le dio las gracias. La verdad es que no podía dejar de mirar el mar, aunque se sentía un poco culpable porque lo que más le gustase fuesen los barcos. Tanto azul, tantas maravillas y ella se quedaba con un petrolero visto de perfil sobre el horizonte. No podía evitarlo, no sabía nada de barcos, pero le encantaban. Le gustaban por fuera y lo que conocía por dentro. Alguna vez se imaginó siendo marina, con un peto azul y unos brazos enormes al descubierto en plena tormenta. El problema de estas historias que se contaba era el momento de llegar a puerto, porque siempre se dice que los marinos tienen una mujer en cada uno, a veces una familia, y si no siempre se gastan el salario en los prostíbulos donde pasan de ser los reyes del mar a los reyes de la carne. En estas historias no se veía a sí misma, y no por falta de promiscuidad, sino porque lo que le gustaba era el mar, el peligro, el no ver nada, el vaivén, el pasear entre la carga y si acaso robar fruta, esas cosas, no las aventuras de puerto porque ella misma podría bajar a la calle y que la abuela la empujase hasta el puerto con sus grúas, sus cargas, sus familias abandonadas y sus putas. Esas cosas no tenían mérito, eran un Poseidón muerto en el mar contaminado, flotando boca abajo mientras miles de gaviotas se posaban en su descomunal espalda para picotear su carne.

Entonces le distrajo el sonido de un teléfono. Alargó la mano y lo cogió. Era él, ella sonrió y hablaron un rato. Le contó que estaba mirando el mar y él le contestó algo así como qué bien o cuánto me alegro. Después se despidieron, colgó y ella se quedó mirando las aguas a esperar el ocaso.

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