jueves, 21 de enero de 2021

El baile de las fieras

—No te vayas a poner celosa.
Juan abrazaba a Ana por detrás mientras le intentaba besar en la mejilla, ella alejaba el rostro imitando el personaje que él le había construido. Así llegaron al local, donde un hombre inmenso les pidió las entradas, él se las entregó y después comentaron en susurros que ninguno se esperaba tanto formalismo.
—¿De qué decías que la conocías?
—Es una vieja amiga —respondió él.
En el local había globos, mesas redondas para los invitados con manteles y platos blancos, mesas rectangulares con comida y camareros en las esquinas. El ambiente era una mezcla de un exceso de etiqueta y de la idea que tendría una niña de cinco años de una fiesta de cumpleaños.
La mesa que tenían asignada estaba muy cerca del escenario, encima del cual había un micrófono plateado. Cuando se sentaron había todavía asientos vacíos. Sus compañeros eran todos hombres, todos vestidos igual, con caras simpáticas. Juan no reconoció a ninguno, aunque sí vio un parecido entre todos ellos, morenos, pelo corto, narices normales. Se sentaron algunos más y la luz de la sala se apagó a la vez que se encendía un foco sobre el micrófono.
—Tengo que ir al baño, vuelvo enseguida —le susurró Ana.
—No me dejes solo mucho tiempo.
Al escenario subió un hombre mayor de cara larga. Entonces Juan notó movimiento a su lado y vio que se había sentado un extraño en el sitio de Ana. Intentó indicarle que ese sitio estaba reservado, pero el hombre, que no apartaba los ojos del anciano, le enseñó su propia invitación, y cuando Juan insistió fue callado por un chistido de los demás hombres de la mesa. Pensó entonces que esperaría a que Ana volviese y le ayudase, no se sentía con fuerzas de pelear contra toda una mesa, además de que verla allí de pie, a su lado y esperando, probablemente incitaría a la educación del desconocido, que cedería el sitio.
Para cuando la escena había terminado Ana aún no había vuelto pero el anciano había terminado su discurso. Después subió a hablar una mujer mayor a la que Juan no llegaba a entender, no es que no entendiese lo que quería decir, sino que no entendía bien sus palabras, como si hablase en otro idioma aunque muy parecido. Finalmente salió la protagonista de la noche, llevaba un vestido verde y les agradeció a todos su presencia. La gente aplaudió y Juan les siguió, pero de pronto había olvidado de qué conocía a aquella mujer, había olvidado incluso su nombre.
Las luces se encendieron y Juan se preguntó cuánto tiempo habría pasado. Las mesas estaban casi todas vacías, solo permanecían unos veinte hombres. De la comida quedaban las sobras y había restos de globos y serpentinas por el suelo. La mujer de verde se bajó del escenario y empezó a pasearse entre las mesas. Los hombres hablaban entre sí con completa normalidad, no parecían darse cuenta de que había algo extraño. Juan volvió la vista hacia ella y la vio acariciar los brazos de algunos, intercambiaba palabras con otros y a dos de ellos les enderezó el rostro con una caricia en el mentón para besarlos después.
Entonces empezó a sonar una música y todos se levantaron de muy buen humor. Juan les siguió y quedó perdido en mitad de la pista de baile, donde bailaban unos con otros. Una mano le tocó el hombro y le hizo girarse y de la que se giraba la mujer de verde aprovechó para colocar su otra mano en la cintura de él.
—Cariño, qué feliz me hace que hayas podido venir. ¿Te lo estás pasando bien?
El no podía responder, tenía la boca abierta y seca, se sentía perdido y con mucho calor.
—Oh, vaya, qué lástima. De entre todos mis exnovios hay varios que se te parecen, pensé que haríais buenas migas.
Y sin más le besó, y de la que lo hacía Juan recordó quién era ella, los recordó a los dos de adolescentes un verano cualquiera. Pero mientras se besaban vio en la puerta principal, al fondo de la sala, a mucha gente saliendo. De entre ellos distinguió a Ana, que le miraba mientras era arrastrada por los demás. Juan soltó a la mujer de verde y corrió hacia la puerta, pero se fue chocando con todos los antiguos novios, que eran pesados y lentos, como una densa masa negra, y cuando logró salir era de noche y la calle estaba vacía. Juan jadeaba, empapado en sudor y con restos de confeti adheridos a la chaqueta. De pronto se dio cuenta de que todo estaba en silencio, se giró y vio la puerta del local cerrada. A través del cristal logró ver el interior, había una inmensa sala en ruinas, parecía llevar años abandonada.

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