Los
muros de la ciudad caían a cámara lenta atacados por las catapultas. Dentro,
las llamas habían tomado el control y lo devoraban todo, los edificios de
madera iban disminuyendo y los de piedra caían, uno tras otro, sepultando las
calles. La gente que aun quedaba ya no lloraba ni gritaba, solo se encogía
abrazándose las rodillas, mientras las altas llamas crepitaban acercándose,
rodeándoles, y las piedras catapultadas silbaban sobre sus cabezas. El Enemigo
entró por las ya inexistentes puertas y se dirigió al corazón de la ciudad, y
entonces, entre las ruinas, llamas y miseria, un loco alzó la espada y dirigió
su caballo a galope contra el Enemigo.
Lo que
pasó después es por todos conocido, asique no diré más, solo dejaré en memoria vuestra
la espada que brillaba, las llamas, las lágrimas de rabia, las súplicas y el
coro que, en mitad de las llamas, lo
cantaba justo antes de los aplausos, con voces desgarradas.
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