-Señor ¿Quiere
sentarse?- El muchacho ya se había levantado y señalaba el asiento con ambas
manos, me recordó a un vendedor de algún producto de la teletienda.
Pese a que me pareció
una eternidad el tiempo que tardé en darme cuenta de que se refería a mí, en realidad
contesté al instante un:
-No no, no gracias.
Pasé el resto del
trayecto en metro pensando en cuál sería la razón exacta de por qué me habría
ofrecido el asiento y en qué me habría visto ¿Tan viejo era?
El aire ausente de
calor que me recibió al salir de la boca de metro contribuyó en un tercio a
olvidar la escena, el pensar que metro venía de la palabra
"metropolitano" ocupó otro tercio y el tercero se debió a ver que aun
tenía en la mano aquella hoja de papel fino rosa, de hecho esto último se hizo
con toda mi atención.
Había
ido a una tienda a gastar un vale que había obtenido como premio al haber
ganado, después de mucho tiempo sin conseguir nada, el primer premio de un
concurso de poca monta de barrio, y decidiendo en qué gastarlo antes de que
caducase vi un libro de Javier Marías que había huido, años atrás, de la
biblioteca de mi padre y su mujer y de la de mi madre, por diferentes motivos.
Ahora no podía ser menos, cuando fui a pagar el servidor de la tienda se
estropeó impidiéndome la compra, el libro se escapaba de mi lectura por tercera
vez, se escapó él y los otros libros que había comprado, o pensaba comprar,
para mi sobrino. Al mismo tiempo que me comunicaban la imposibilidad de
comprar, no dejaba de ver por todas partes carteles que anunciaban vales como
el que yo tenía ridículamente en la mano, aquello me fastidió de veras y puse
una reclamación, así es cómo había obtenido el papel fino rosa, con una
reclamación.
Me
gusta que me den un papel a firmar o rellenar y cuando quien me lo ha dado se
da la vuela para buscar un bolígrafo que prestarme, yo saque el que siempre
llevó en el bolsillo, aquél negro y plateado que me regaló mi padre, y que
cuando se da la vuelta la persona, me encuentre ya con las gafas de cerca y
gesto de concentración sobre el papel.
Llegué
a casa y subí por las escaleras pese a tener ascensor, era una de mis formas de
hacer mi vida algo más sana. En el vestíbulo, a oscuras, me miré en el espejo,
vi mi pelo, abundante pero enteramente canoso, mis arrugas, mi piel castigada
de alternar fríos inviernos y ardientes veranos y vi sobretodo ese aire de
cansancio que desprendía por cada poro, no solo entendí por qué aquel educado
muchacho me había ofrecido el sitio, sino que me vi mucho más viejo, viejísimo.
La media de edad estaba en los cien años, me quedaba entonces casi la mitad del
total de mi vida, pero parecía que la muerte se me había acercado a preguntarme
una dirección y que, charlando tranquilamente, me había desviado de las calles
que solía transitar y me había conducido a la gran avenida que llevaba al
cementerio, luego recordé que la gente pensaba que la muerte era una mujer, por
eso de “la” y esas cosas, y el pensar en ello, en el que siempre había pensado
que la muerte era masculina, le quitó el dramatismo a la escena. Era por la
tarde, eso y las nubes contribuían a que hubiese poca luz, así que encendí la
del vestíbulo, amarilla, como la del estudio de mi padre años atrás, una luz
que asociaba al fin del domingo y al inicio de las clases, una luz que por lo
tanto había llegado a despreciar y que había sustituido por una blanca,
espectral y fría, ahora, años después, veía esta luz como una cálida que te
recibía bien al llegar a casa. Luego pensé que era curioso que un día, fuese lo
oscuro que fuese, se encendía siempre en naranjas y rojos al llegar la puesta
de sol, “su mejor show para el final”.
De la
que iba al salón pasé por delante de la mesita cuya función era portar pocas
pero significativas fotografías, algo que había heredado de mi madre quien creo
que también lo heredó. Cogí la fotografía de los tanques.
Mi
hermano, pese a preferir el verde, la lluvia, el frío y la niebla, hacía años
había viajado a oriente próximo siguiendo los pasos de uno de mis tíos, y se
había llevado a su mujer con él, creo que de hecho era un viaje para su mujer. Cuando viajó a aquel
país, la situación estaba en tensión, pero aun no lo suficiente para disuadir a
los turistas, había grupos de sublevados en distintas partes del país, pero estas
partes estaban controladas, delimitadas, “no hay problema” decían todos. La
fotografía, muy bien definida, cuadrada y esas cosas, representaba dos tanques
del ejército que abandonaban la vigilancia del templo de Saujií para aplacar
algún nuevo foco de rebelión, mi hermano luchó con su mujer para disuadirla de
visitar dicho templo, lo consiguió a duras penas, al día siguiente hubo un
ataque terrorista en el templo de Saujií en el que murieron trece turistas, dos
días después de que mi hermano y su mujer hubiesen llegado sanos y salvos a
casa, los sublevados, con una pieza de artillería robada, derribaron un avión
comercial en el que viajaban quinientas cuarenta personas. La situación acabó
en una guerra étnica y otra civil, diferenciadas a duras penas, más tarde tres países
circundantes atacaron éste por los recursos, mi hermano no volvió a pisar
ningún país que no tuviese algo de verde, lluvia, frío o niebla. Tiempo después
vi una fotografía del templo de Saujií destruido.
De
repente pensé en que si mi hermano o su mujer o ambos hubiesen muerto, mi
queridísimo sobrino no habría nacido, eso me hizo sentarme, con el papel fino
rosa aun en mano, y replantearme si no debería dejar de usar con mi hermano el
extraño humor negro que habíamos heredado de nuestro padre. Luego pensé en que “usar”
era un verbo, mientras que “húsar” era un miembro de la caballería húngara.
Mi
sobrino no sabía nada de los libros que pensaba regalarle, no podría poner cara
de tristeza mientras pronunciaba “no no, si no pasa nada”, pero el que se
sentía mal era yo, y no por la incompetencia de la tienda de origen francés,
sino por no poder ver en mi sobrino la curiosidad del saber qué es, la extrañeza
al desenvolver, la fascinación al ver los libros, la concentración al estudiar
sus portadas y contraportadas y la relajación al abrir uno por la mitad y leer
algo al azar. Luego pensé que existiendo “azar”, era una pena que no existiese “hazar”
con algún exótico significado.
Yo
quise ser escritor, y no se quedó en un sueño bobo, se quedó en algo peor, lo
intenté y hasta pude ver mi triunfo, luego me estrellé con un cristal
transparente que no había visto desde lejos y todo se acabó. No hay nada peor
que cumplir un sueño y que éste se desmorone contigo dentro, probablemente eso
aumentó la vejez que me apreció el chico del metro.
No me avergüenzo
de lo que hice después porque no hice como esos padres que se realizan en sus
hijos, lo que hice fue ir regalándole libros a mi sobrino, enseñarle algunas
cosas, pero siempre dejando que fuese él quien descubriese y decidiese si le
gustaba la escritura, y le gustó. No le miré con odio por hacer lo que yo no
pude, tan solo sonreí como nunca y le eché, y le echo, una mano como ayuda cuando
lo necesitase.
Como
había predicho, el cielo apareció con amarillos y violetas y un sueño precoz se
apoderó de mí, todo el día de pie es lo que tiene. Cambié el estar sentado en
el sofá por el estar sentado en la cama, y ahí vi que aun tenía en la mano el
papel fino rosa.
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