La ciudad de Yerma estaba acostumbrada a ver
aparecer grandes grupos de jinetes con la intención de saquearla, pero ese día
los vigías solo vieron un jinete solitario en el horizonte.
Cuando los arqueros le tuvieron a tiro de flecha,
vieron con sus ojos de águila que su rostro no expresaba ira, venganza o tan
siquiera violencia, solo tristeza.
Su caballo iba al paso y así llegó hasta las filas
de soldados que flanqueaban las puertas. No paró frente a las lanzas con las
que le apuntaban, ni frente a los ballesteros, ni siquiera ante el alto del
coronel, al que ni siquiera contestó.
Su caballo iba despacio, siempre rodeado de nerviosos
lanceros, lanzas en alto hasta que se les cansaron los brazos. Al final el
triste jinete acabó rodeado de ciudadanos curiosos y temerosos a partes
iguales. Finalmente detuvo al animal frente a una casa de barro, desmontó con
el sonido metálico de algunas piezas de armadura que sí llevaba y entró por
ella dando un portazo.
El gobernador mandó rodear la casa con tres mil
hombres, poner arqueros y ballesteros en los tejados de las casas colindantes,
trazar una serie de pozos para detectar algún posible túnel que saliese de la
casa y colocar soldados en las habitaciones de las casas que compartiesen pared
con la casa en cuestión, lanceros que apuntaban con lanzas temblorosas a una
pared.
El hombre salió de la casa a la mañana siguiente,
aun con el rostro sembrado de tristeza. Su caballo recorrió un sendero entre los
soldados y jinete y montura se marcharon de la ciudad.
Un espía, claro, un espía, dijo el gobernador, el
cual mandó doscientos jinetes en su búsqueda, los cuales no llegaron a
encontrarle, así que ofreció quinientas coronas a quien se hiciese con el
jinete triste.
Con tan pocos datos como se pudieron ofrecer, era
extraño que alguien hubiese dado con él, o que no se hubiesen capturado miles
de erróneos caballeros, pero así no fue.
Cuando salió de la habitación de un hostal de una
ciudad portuaria, una saeta se le clavó en el muslo, otra en el vientre,
entonces cayó de rodillas, pero comenzó a levantarse, por lo que le clavaron
una espada en la espalda, dos lanzas y otra espada acabaron con su vida.
Después le decapitaron, a él y a su caballo, aunque esto fue más problemático
porque no supieron bien a qué altura del cuello del animal cortar.
Cuando el gobernador abrió la caja que le había
sido enviada, no profirió un grito o arrugó la nariz por el olor de la piel
muerta, ni presenció el rastro de la ira de los últimos momentos de la lucha en
sus ojos, solo vio un rostro triste, y sintió tristeza también.
Es verdad, Miguel. Muchas veces detrás de aquellos que nos asustan tanto sólo hay una gran tristeza. Muy bonito cuento.
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