lunes, 12 de mayo de 2014

El jinete triste

La ciudad de Yerma estaba acostumbrada a ver aparecer grandes grupos de jinetes con la intención de saquearla, pero ese día los vigías solo vieron un jinete solitario en el horizonte.
Cuando los arqueros le tuvieron a tiro de flecha, vieron con sus ojos de águila que su rostro no expresaba ira, venganza o tan siquiera violencia, solo tristeza.
Su caballo iba al paso y así llegó hasta las filas de soldados que flanqueaban las puertas. No paró frente a las lanzas con las que le apuntaban, ni frente a los ballesteros, ni siquiera ante el alto del coronel, al que ni siquiera contestó.
Su caballo iba despacio, siempre rodeado de nerviosos lanceros, lanzas en alto hasta que se les cansaron los brazos. Al final el triste jinete acabó rodeado de ciudadanos curiosos y temerosos a partes iguales. Finalmente detuvo al animal frente a una casa de barro, desmontó con el sonido metálico de algunas piezas de armadura que sí llevaba y entró por ella dando un portazo.
El gobernador mandó rodear la casa con tres mil hombres, poner arqueros y ballesteros en los tejados de las casas colindantes, trazar una serie de pozos para detectar algún posible túnel que saliese de la casa y colocar soldados en las habitaciones de las casas que compartiesen pared con la casa en cuestión, lanceros que apuntaban con lanzas temblorosas a una pared.
El hombre salió de la casa a la mañana siguiente, aun con el rostro sembrado de tristeza. Su caballo recorrió un sendero entre los soldados y jinete y montura se marcharon de la ciudad.
Un espía, claro, un espía, dijo el gobernador, el cual mandó doscientos jinetes en su búsqueda, los cuales no llegaron a encontrarle, así que ofreció quinientas coronas a quien se hiciese con el jinete triste.
Con tan pocos datos como se pudieron ofrecer, era extraño que alguien hubiese dado con él, o que no se hubiesen capturado miles de erróneos caballeros, pero así no fue.

Cuando salió de la habitación de un hostal de una ciudad portuaria, una saeta se le clavó en el muslo, otra en el vientre, entonces cayó de rodillas, pero comenzó a levantarse, por lo que le clavaron una espada en la espalda, dos lanzas y otra espada acabaron con su vida. Después le decapitaron, a él y a su caballo, aunque esto fue más problemático porque no supieron bien a qué altura del cuello del animal cortar.

Cuando el gobernador abrió la caja que le había sido enviada, no profirió un grito o arrugó la nariz por el olor de la piel muerta, ni presenció el rastro de la ira de los últimos momentos de la lucha en sus ojos, solo vio un rostro triste, y sintió tristeza también.

1 comentario:

  1. Es verdad, Miguel. Muchas veces detrás de aquellos que nos asustan tanto sólo hay una gran tristeza. Muy bonito cuento.

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