miércoles, 19 de agosto de 2015

Cosas que pasan

Yo mismo decía que tras una relación había que dejar un tiempo prudencial antes de la siguiente, pero no estaba muy seguro de si esto también se aplicaba a las aventuras esporádicas finitas. Y ahí estaba yo, bajo un cielo nublado, esquivando los charcos y muerto de frío. En todas mis rupturas he llevado siempre la misma cazadora de cuero negra, y eso que casi nunca sabía qué iba a pasar ese día. En aquella ocasión mis pasos me llevaron hasta la estación de trenes, pero porque me la encontré, no porque un dolor en el pecho me hiciese querer irme lejos o algo parecido. Llevaba las manos en los bolsillos de la cazadora y un pitillo que ni me había molestado en encender en los labios. Me quedé allí quieto, en la acera opuesta a la puerta de la estación, seguro de que cogería un resfriado, pues tenía los pies húmedos.
A punto estaba ya de irme, sintiendo los ojos irritados y creyendo haber pensado lo suficiente en mí recién fracasada relación como buen penitente, cuando una voz a mi espalda dijo:
—Perdona, ¿tienes fuego?
Al girarme me encontré con una chica de pelo castaño y piercing en la nariz.
—Claro —y estiré el brazo para encenderle el cigarrillo que ya tenía entre los labios.
Ella debió ver que pese a tener fuego mi cigarrillo estaba apagado.
—¿Te gusta el sabor?
—¿Perdona?
—No, como llevas el piti como si fuese una piruleta he pensado que quizá lo estabas degustando, como quien toma caramelos de café.
Me quité el cigarrillo de los labios y lo contemplé húmedo y arrugado, una birria de colilla. Lo lancé, describió una parábola y entró en la basura de forma limpia, sin rozar las paredes de la misma.
—Es que fui jugador profesional de baloncesto, ya ves —tuve que añadir sacando las dos manos de los bolsillos por primera vez.
—Un poco canijo me pareces para ser jugador de baloncesto, te veo más en el fútbol.
—También, también. Ahí hice fortuna. Tenía un mote, por eso probablemente no te suene mi nombre, pero claro, me lesioné en la rodilla y tuve que cambiarme al baloncesto.
—¿Te cambiaste con la rodilla mal?
—Es que resultó que estar todo el día pegando brincos era bueno para las piernas.
—¿Y cuál es ese nombre que seguro que no conozco?
Se lo dije.
—¿Y el mote?
—“Pichichi”
—¿Eso no se le dice a los que marcan muchos goles?
—Imagínate entonces lo bueno que era. ¿Y cuál es tu nombre?
—Natalia.
—¿Y tu historia? —hizo un gesto extraño.
—Puf, pues verás, yo no soy de aquí. Soy de un pueblo de mierda, era de un pueblo de mierda, en el que tenía a mi familia y un novio con el que me iba a casar…
—¿Y murieron todos en un sangriento tiroteo? —sonrió.
—No… la verdad es que no. Solo me agobié, pero llevaba tiempo estando mal con mis padres y con Ricardo, mi novio, y yo no quería casarme y ellos me instaban, y Ricardo, y sus padres, y los míos, y todo el puto pueblo. Y todo, ¿sabes por qué? Porque me quedé embarazada, entonces todo el puto mundo perdió la cabeza, todos me querían casar ya, todos me veían de mujer florero cuidando niños y una casa con jardín, vestidita de novia, sonriendo siempre, quedando con mis amigas en casa para tomar el té en el salón… ¿y sabes que es lo mejor? Que con tanta mierda perdí al niño. Ni siquiera había querido tenerlo, pero a ver que me hubiesen hecho allí, supongo que quemarme por bruja. Así que un día eché andar hasta la primera parada de autobús que vi, de allí a una ciudad, luego gasté todo lo que tenía en un billete de tren y aquí estoy. Ni siquiera pasé por casa a coger mis cosas.
—Joder… —. La verdad es que en esos casos, en los que hay que consolar o soltar algo acertado, soy un completo incompetente. —Si tienes hambre te invito a cenar.
—Claro —dijo sin sonreír.
Bajamos una avenida, torcimos una calle, recorrimos otra que era pequeña y salimos a una plaza.
—Ya hemos llegado.
—¿Dónde? ¿Aquí?
Ante nosotros se erigía el descomunal Hotel Budapest, de cinco estrellas.
—Estás loco, ¿acaso eres rico?
—Ya te dije que fui jugador en dos ligas profesionales.
La verdad es que en el bolsillo trasero tenía un sobre con mucho dinero, era para una sorpresa que aquella misma tarde se había tornado en ruptura.
Entramos, el maître nos miró mal, le traté de usted con acento áspero y nos sentó en una mesa alejada. Pese a que quisiese alejarnos de la clase alta que allí comía y hablaba como horribles actores, solo consiguió sentarnos al lado del radiador, donde mejor se estaba con aquel tiempo. Pedí vino y Natalia se bebió una copa de un trago, le volví a servir y se bebió entonces la mitad, por si acaso pedí agua también. Con el vino se soltó y empezó a reír cuando yo me lo proponía. Me habló de su hermano mayor que debía estar dando tumbos por las Américas y por el que ella, intuí yo, se había sentido abandonada, pues ella confiaba en que él la hubiese defendido del caos del que acababa de huir. También me habló de sus padres de mala forma, y de Ricardo, del cual yo no dejaba de burlarme de forma ácida haciéndola reír. Pedí sopa caliente y humeante, con uno de esos vapores que te calientan la nariz pero que provocan el moqueo. Natalia partió un pan en muchos pequeños trozos y los fue lanzando al caldo como una niña que juega a los barquitos, después los rescató con la cuchara y al probarlos le apareció la mejor sonrisa que le pude ver. Allí, viéndola comer, se me quitó el hambre y me dediqué a marear la comida por los platos a la vez que iba despedazando panes. Al llegar la carta de postres Natalia se quejó de que todos eran fríos o secos, así que llamé al camarero y le pedí por favor que si podía traer un batido caliente de chocolate, él empezó a decir que lo sentía pero que… y yo entonces yo se lo volví a pedir por-fa-vor y él salió del restaurante, fue al bar del propio hotel y trajo un batido caliente de chocolate. Escuchando a Natalia decir “¡Me encantan los batidos de chocolate!” y viéndola disfrutar de aquél me sentí como un rey. Pagué y dejé una propina desorbitada a modo de ataque sutil a la mala mirada del maître. Después le pregunté a Natalia si quería dormir allí aquella noche, ella no se lo creyó, pero cuando vio que hablaba enserio me dijo que no diciéndome que sí, así que pedí una habitación para uno y la vi sonreír detrás de mí por el espejo que estaba detrás del empleado del hotel que nos atendía. Entonces, con la llave en mano, le dije a Natalia que ahí ya me iba, y ella me dijo que por lo menos la acompañase hasta la puerta de su habitación. En el ascensor subimos junto a una anciana que se bajó en la tercera planta, nosotros íbamos a la quinta. Entonces Natalia se arrimó a mí de una forma que yo sabía qué significaba, pero aun así en ese momento fui incapaz de explicarle las cosas o por lo menos de no devolverle el juego. En la puerta de su habitación me cogió de la mano y me metió dentro. Allí me quitó la chaqueta y, en un solo movimiento que incluía jersey y camiseta, se quedó en sujetador. Entonces me besó, y digo que me besó porque yo no la besé a ella. La cogí por los brazos suavemente y la aparté de mí.
—Natalia, no quiero que me des un agradecimiento.

Cogí mi chaqueta, salí de la habitación y bajé por las escaleras saltando los escalones en grupos de cuatro. En el hall un calor exagerado me puso la cara roja. Fuera, en la calle, el frío me destrozó y, encogido, no pude evitar pensar qué tal se habría dormido en una habitación de la quinta planta de un hotel de cinco estrellas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario