Yo mismo decía que tras una relación había que
dejar un tiempo prudencial antes de la siguiente, pero no estaba muy seguro de
si esto también se aplicaba a las aventuras esporádicas finitas. Y ahí estaba
yo, bajo un cielo nublado, esquivando los charcos y muerto de frío. En todas
mis rupturas he llevado siempre la misma cazadora de cuero negra, y eso que casi
nunca sabía qué iba a pasar ese día. En aquella ocasión mis pasos me llevaron
hasta la estación de trenes, pero porque me la encontré, no porque un dolor en
el pecho me hiciese querer irme lejos o algo parecido. Llevaba las manos en los
bolsillos de la cazadora y un pitillo que ni me había molestado en encender en
los labios. Me quedé allí quieto, en la acera opuesta a la puerta de la estación,
seguro de que cogería un resfriado, pues tenía los pies húmedos.
A punto estaba ya de irme, sintiendo los ojos
irritados y creyendo haber pensado lo suficiente en mí recién fracasada
relación como buen penitente, cuando una voz a mi espalda dijo:
—Perdona, ¿tienes fuego?
Al girarme me encontré con una chica de pelo
castaño y piercing en la nariz.
—Claro —y estiré el brazo para encenderle el
cigarrillo que ya tenía entre los labios.
Ella debió ver que pese a tener fuego mi
cigarrillo estaba apagado.
—¿Te gusta el sabor?
—¿Perdona?
—No, como llevas el piti como si fuese una
piruleta he pensado que quizá lo estabas degustando, como quien toma caramelos
de café.
Me quité el cigarrillo de los labios y lo
contemplé húmedo y arrugado, una birria de colilla. Lo lancé, describió una
parábola y entró en la basura de forma limpia, sin rozar las paredes de la
misma.
—Es que fui jugador profesional de baloncesto, ya
ves —tuve que añadir sacando las dos manos de los bolsillos por primera vez.
—Un poco canijo me pareces para ser jugador de
baloncesto, te veo más en el fútbol.
—También, también. Ahí hice fortuna. Tenía un
mote, por eso probablemente no te suene mi nombre, pero claro, me lesioné en la
rodilla y tuve que cambiarme al baloncesto.
—¿Te cambiaste con la rodilla mal?
—Es que resultó que estar todo el día pegando
brincos era bueno para las piernas.
—¿Y cuál es ese nombre que seguro que no conozco?
Se lo dije.
—¿Y el mote?
—“Pichichi”
—¿Eso no se le dice a los que marcan muchos goles?
—Imagínate entonces lo bueno que era. ¿Y cuál es
tu nombre?
—Natalia.
—¿Y tu historia? —hizo un gesto extraño.
—Puf, pues verás, yo no soy de aquí. Soy de un
pueblo de mierda, era de un pueblo de mierda, en el que tenía a mi familia y un
novio con el que me iba a casar…
—¿Y murieron todos en un sangriento tiroteo?
—sonrió.
—No… la verdad es que no. Solo me agobié, pero
llevaba tiempo estando mal con mis padres y con Ricardo, mi novio, y yo no
quería casarme y ellos me instaban, y Ricardo, y sus padres, y los míos, y todo
el puto pueblo. Y todo, ¿sabes por qué? Porque me quedé embarazada, entonces
todo el puto mundo perdió la cabeza, todos me querían casar ya, todos me veían
de mujer florero cuidando niños y una casa con jardín, vestidita de novia,
sonriendo siempre, quedando con mis amigas en casa para tomar el té en el salón…
¿y sabes que es lo mejor? Que con tanta mierda perdí al niño. Ni siquiera había
querido tenerlo, pero a ver que me hubiesen hecho allí, supongo que quemarme
por bruja. Así que un día eché andar hasta la primera parada de autobús que vi,
de allí a una ciudad, luego gasté todo lo que tenía en un billete de tren y
aquí estoy. Ni siquiera pasé por casa a coger mis cosas.
—Joder… —. La verdad es que en esos casos, en los
que hay que consolar o soltar algo acertado, soy un completo incompetente. —Si
tienes hambre te invito a cenar.
—Claro —dijo sin sonreír.
Bajamos una avenida, torcimos una calle,
recorrimos otra que era pequeña y salimos a una plaza.
—Ya hemos llegado.
—¿Dónde? ¿Aquí?
Ante nosotros se erigía el descomunal Hotel
Budapest, de cinco estrellas.
—Estás loco, ¿acaso eres rico?
—Ya te dije que fui jugador en dos ligas
profesionales.
La verdad es que en el bolsillo trasero tenía un
sobre con mucho dinero, era para una sorpresa que aquella misma tarde se había
tornado en ruptura.
Entramos, el maître nos miró mal, le traté de
usted con acento áspero y nos sentó en una mesa alejada. Pese a que quisiese
alejarnos de la clase alta que allí comía y hablaba como horribles actores,
solo consiguió sentarnos al lado del radiador, donde mejor se estaba con aquel
tiempo. Pedí vino y Natalia se bebió una copa de un trago, le volví a servir y
se bebió entonces la mitad, por si acaso pedí agua también. Con el vino se
soltó y empezó a reír cuando yo me lo proponía. Me habló de su hermano mayor
que debía estar dando tumbos por las Américas y por el que ella, intuí yo, se
había sentido abandonada, pues ella confiaba en que él la hubiese defendido del
caos del que acababa de huir. También me habló de sus padres de mala forma, y
de Ricardo, del cual yo no dejaba de burlarme de forma ácida haciéndola reír.
Pedí sopa caliente y humeante, con uno de esos vapores que te calientan la
nariz pero que provocan el moqueo. Natalia partió un pan en muchos pequeños
trozos y los fue lanzando al caldo como una niña que juega a los barquitos,
después los rescató con la cuchara y al probarlos le apareció la mejor sonrisa
que le pude ver. Allí, viéndola comer, se me quitó el hambre y me dediqué a
marear la comida por los platos a la vez que iba despedazando panes. Al llegar
la carta de postres Natalia se quejó de que todos eran fríos o secos, así que llamé
al camarero y le pedí por favor que si podía traer un batido caliente de chocolate,
él empezó a decir que lo sentía pero que… y yo entonces yo se lo volví a pedir
por-fa-vor y él salió del restaurante, fue al bar del propio hotel y trajo un
batido caliente de chocolate. Escuchando a Natalia decir “¡Me encantan los
batidos de chocolate!” y viéndola disfrutar de aquél me sentí como un rey.
Pagué y dejé una propina desorbitada a modo de ataque sutil a la mala mirada
del maître. Después le pregunté a Natalia si quería dormir allí aquella noche,
ella no se lo creyó, pero cuando vio que hablaba enserio me dijo que no
diciéndome que sí, así que pedí una habitación para uno y la vi sonreír detrás
de mí por el espejo que estaba detrás del empleado del hotel que nos atendía.
Entonces, con la llave en mano, le dije a Natalia que ahí ya me iba, y ella me
dijo que por lo menos la acompañase hasta la puerta de su habitación. En el
ascensor subimos junto a una anciana que se bajó en la tercera planta, nosotros
íbamos a la quinta. Entonces Natalia se arrimó a mí de una forma que yo sabía
qué significaba, pero aun así en ese momento fui incapaz de explicarle las
cosas o por lo menos de no devolverle el juego. En la puerta de su habitación
me cogió de la mano y me metió dentro. Allí me quitó la chaqueta y, en un solo
movimiento que incluía jersey y camiseta, se quedó en sujetador. Entonces me
besó, y digo que me besó porque yo no la besé a ella. La cogí por los brazos
suavemente y la aparté de mí.
—Natalia, no quiero que me des un agradecimiento.
Cogí mi chaqueta, salí de la habitación y bajé por
las escaleras saltando los escalones en grupos de cuatro. En el hall un calor
exagerado me puso la cara roja. Fuera, en la calle, el frío me destrozó y,
encogido, no pude evitar pensar qué tal se habría dormido en una habitación de
la quinta planta de un hotel de cinco estrellas.
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