El caballero derrotado se alza poniéndose las cenizas como
cama. Llama a su adversario diciéndole que aun no se vaya. El otro, el
adversario, aprieta en los labios una colilla mojada. Uno porta una espada y el
otro una vara de avellano, no importa quién el qué. Los pasos vuelven a sonar
en ese baile tan perfecto. Suena un grito, pero éste pertenece a la mujer que
les ve luchar, mujer que se plantea el por qué está ahí y decide marcharse
buscando la tierra donde las mujeres sean libres de ver la estupidez de sus
maridos, o pretendientes, reflejada en duelos. Suena un grito, esta vez de
hombre. Cae una colilla, media vara de avellano y sangre del espadachín. Uno ha
muerto, el otro también, pero uno ha muerto de cementerio, al otro solo se le
ha muerto el honor. El vencedor, que ni él sabe ya quién es con tanta vuelta
dada al ruedo, busca a una mujer que ya no está. Entierra al muerto
con la espada, dejando constancia de la sepultura con la mitad de la vara de
avellano clavada en la tierra a la altura de la cabeza del muerto. Entonces se
va caminando utilizando la otra mitad de la vara como bastón.
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