lunes, 3 de agosto de 2015

Las guerras

Miguel había estado toda la noche leyendo un libro que profundizaba en las personalidades de las personas según su horóscopo y había llegado a la conclusión de que tal vez no pudiese tener paz con algunas personas o recuperar lo perdido, pero no por voluntad o coraje, sino por causas ajenas a él y a terceros, que no tenían por qué tener la más mínima relación con horóscopos o reglas impuestas al nacer, simplemente que a veces la gente se vuelve humo y hay que dejar que se marchen con el viento en vez de intentar atarlos a tu lado.
Y de pronto se vio ahí sentado, en el porche, en mitad de un pueblo destartalado, habiendo dejado el libro dentro, con el fusil cubierto de polvo a la derecha y el machete con el filo manchado de sangre seca a la izquierda, y se sintió absurdo. De qué había servido todo aquello, la guerra de fuera y la de dentro, la de enemigos con nombre y la guerra de fantasmas que aparecían en sueños, cuando, con los ojillos cerrados, no tienes un arma a mano.
Desde el otro lado de la calle vio aparecer una luz que se aliaba con el sol para cegarle, de hecho eran varias luces de colores que se iban acercando. Cuando pudo dejar de entrecerrar los ojos se encontró con un niño que caminaba erguido, mirando al frente, con un enorme ramo de globos en la mano.
¿A dónde vas con eso, chico? No supo si llegó a preguntar, de cualquier forma el niño no torció la vista un momento hasta que desapareció al otro lado de la calle.
Miguel se levantó y se sintió mareado, así que se sentó entonces en la mecedora, de la cual se obligó a levantarse enseguida pues sabía que si se quedaba más tiempo su cuerpo echaría raíces en la comodidad. Entró en la penumbra medio fresca de la casa y guardó el fusil (más bien lo arrojó sin desprecio) en el baúl de la ropa de invierno, después alcanzó la cocina, con esa luz blanca que revela las motas de polvo que flotan en el cuarto, y dejó el machete en la pila, junto con los platos sucios. Por último buscó hasta dar con un bol y una bolsa de pistachos que vació en el mismo. Ahora, armado con los frutos secos y vestido con sandalias y un poncho que llegaba a cubrirle los calzoncillos y la camiseta interior, salió a la calle.
Iba a paso lento, acababa de rendirse, sin testigos ni trascendencias pero se había rendido igualmente, y ahora los pistachos le daban sed y ese estaba verde y ese negro mejor no lo comas. Hubo un pistacho tan cerrado que cuando logró abrirlo se había hecho sangre bajo dos uñas.
Llegó a la taberna y los tres clientes y el dueño le miraron ciertamente sorprendidos, no solía pasar por allí pues no bebía acompañado por temor a una traición, el billar lo habían robado hacía ya más de medio año y el televisor, aquel pedazo de modernidad único en el pueblo, no le gustaba y eran conocidas sus opiniones de que los avances tecnológicos acabarían por pudrir a los hombres.
Un poco pronto para empezar a beber.
Hable por usted, Don Miguel, que nosotros no le decimos a quién llevarse al desierto ni a qué familia ir menguando.
Deberías vigilar tu lengua, no vaya a ser que un día salgas de casa y descubras que te la has dejado en la mesilla de noche.
No le tengo miedo ya, si guarda un revólver bajo ese poncho podemos salir y me enseña esa famosa puntería. Hay que joderse, Don Miguel, que es más joven que yo y se le ve con menos vitalidad que mi abuelo, que en paz descanse.
Calla antes de que piense que no estás de broma y tu bravuconearía de lleve con los pies por delante al camposanto.
Entonces Miguel estiró el brazo y se hizo con el mando a distancia, colocó un taburete frente al televisor y al tercer botón lo encendió. En la pequeña pantalla se podía ver una selva con el primer plano de dos chimpancés, uno detrás de otro, que se despiojaban entre carcajadas. Probó con otro botón y la imagen fue entonces la de un barco en blanco y negro en el que los marineros con el pecho desnudo corrían con cuerdas en las manos intentando evitar que la tormenta les hundiese.
¿Qué buscas? Se acercó el dueño.
El canal 10, ponme en canal 10.
La imagen volvió a tener color y en ella aparecieron dos mujeres sentadas la una en frente de la otra. La primera llevaba el pelo recogido y un bloc de notas en el regazo, la otra un vestido azul oscuro y las miradas de todos los espectadores.
Miguel susurró su nombre, y lo hizo dos veces más a lo largo de la entrevista. Hacía ya tanto tiempo que se habían separado, él siguiendo un ideal y ella un sueño para el que entonces aun no tenía nombre. Ahora ella tenía dinero y reconocimiento, y cada vez que le preguntaban por su romance con el líder rebelde, ella lo negaba todo, ojalá solo por no salpicarse, pensaba Miguel. Y ahora él se había rendido y a ella la entrevistaban en el canal internacional. Que curioso era que nadie se hubiese dado cuenta de que cada vez que a aquella mujer le otorgaban un premio, salía en las noticias o volvía a recorrer el mundo, el ataque a las diligencias y los cuarteles por parte de los rebeldes aumentasen tantísimo, porque aquello, aquella guerra externa, también había sido una guerra interna en la que Miguel competía con aquella mujer de la que no sabía si quiera si leería los titulares fijándose a ver si lo habían matado ya.
Se puso de puntillas y apagó la televisión dándole al único botón que ésta tenía.
 Hoy vi a un niño con un montón de globos, ¿saben algo?

Genial, pensó al salir, al final también me he vuelto loco.

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