Era un hombre que de tanto comer y tener hijos se
volvió muy feliz. Tenía una hermosa barriga redonda y varias mujeres, a las que
todas quería sin querer demasiado a ninguna. Era comerciante y acabó por
hacerse rico, de forma que mantenía a toda su creciente familia y se rodeaba de
los niños del pueblo, en las fiestas o en los días importantes de la familia, para
repartir unos caramelos riquísimos de fresa ácida que nadie sabía de dónde
traía. Todos los niños corrían a él cuando lo veían salir a la calle, todos
menos una niña que les miraba seria o con media sonrisa, siempre sentada en la
sombra. Una de sus mujeres más recientes dio a luz con la luna equivocada,
muriendo y engendrando un bebé que no dejaba de llorar pese a que le acunasen
mil manos y cientos de nodrizas lo amamantasen. Una noche calurosa dejaron al
berreante bebé solo en una habitación, pues nadie podía soportar ya sus gritos,
y de pronto todos en la casa creyeron volverse sordos, tan solo oían un ligero
pitido y hasta que el gordo no dijo un par de palabras no se dieron cuenta de
que lo que ocurría era que el bebé había dejado de llorar. Abrieron la puerta
de la habitación despacio, con el aliento contenido, pensando que probablemente
el bebé había muerto, pero lo que vieron no dejó a nadie indiferente. Había una
niña en mitad de la habitación meciendo apenas perceptiblemente al bebé, el
cual sonreía sin dientes e intentaba alcanzarle la nariz con sus bracitos
rechonchos. Ella había entrado por la ventana abierta, y era la niña que nunca
había corrido a aceptar los caramelos del gordo.
Desde aquella noche se le encomendó a la niña el
cuidado del bebé, y ella, que aceptada sonriendo sin decir palabra, desaparecía
con la criatura por los lugares más extraños del pueblo o del bosque, donde, si
sabía que nadie podía verles, se bañaba con él en el río de agua helada, de
forma que el bebé lloraba y ella le acunaba sobre su piel fría hasta que se
calmaba.
Pero el niño fue creciendo y aprendió a andar y,
poco a poco, a hablar. Empezó a hacer y decir cosas raras, y el día que insultó
a todas las mujeres del hombre gordo, el pueblo le gritó a la niña, la cual
huyó corriendo al bosque, era de noche. El hombre, que parecía ser el único que
mantenía la cabeza fría, mandó partidas de búsqueda temiendo por la seguridad
de la pequeña, pero fue él quien la encontró. La niña lloraba de rabia,
pensando que no era su culpa que el niño se comportase así, que como poco era
culpa del gordo de su padre. Pero éste no la reprendió, tan solo le dijo que
siempre se quedaba con la espina clavada de no poder darle un caramelo a
aquella niña que se reía del resto sentada en la sombra.
—¿Quieres volver a cuidar al bebé?
Entonces ella se acercó, escaló su redonda
barriga, se abrazó a su cuello, le besó en la mejilla y le susurró al oído:
—No, gracias. Si quiero cuidar un niño ya tendré
yo uno.
Se bajó y se alejó de él. Y con los ojos del gordo
en su espalda no pudo evitar sonreír palpando en su bolsillo los caramelos de
fresa ácida que le había robado.
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