martes, 11 de agosto de 2015

Ojos grandes de caramelo

Era un hombre que de tanto comer y tener hijos se volvió muy feliz. Tenía una hermosa barriga redonda y varias mujeres, a las que todas quería sin querer demasiado a ninguna. Era comerciante y acabó por hacerse rico, de forma que mantenía a toda su creciente familia y se rodeaba de los niños del pueblo, en las fiestas o en los días importantes de la familia, para repartir unos caramelos riquísimos de fresa ácida que nadie sabía de dónde traía. Todos los niños corrían a él cuando lo veían salir a la calle, todos menos una niña que les miraba seria o con media sonrisa, siempre sentada en la sombra. Una de sus mujeres más recientes dio a luz con la luna equivocada, muriendo y engendrando un bebé que no dejaba de llorar pese a que le acunasen mil manos y cientos de nodrizas lo amamantasen. Una noche calurosa dejaron al berreante bebé solo en una habitación, pues nadie podía soportar ya sus gritos, y de pronto todos en la casa creyeron volverse sordos, tan solo oían un ligero pitido y hasta que el gordo no dijo un par de palabras no se dieron cuenta de que lo que ocurría era que el bebé había dejado de llorar. Abrieron la puerta de la habitación despacio, con el aliento contenido, pensando que probablemente el bebé había muerto, pero lo que vieron no dejó a nadie indiferente. Había una niña en mitad de la habitación meciendo apenas perceptiblemente al bebé, el cual sonreía sin dientes e intentaba alcanzarle la nariz con sus bracitos rechonchos. Ella había entrado por la ventana abierta, y era la niña que nunca había corrido a aceptar los caramelos del gordo.
Desde aquella noche se le encomendó a la niña el cuidado del bebé, y ella, que aceptada sonriendo sin decir palabra, desaparecía con la criatura por los lugares más extraños del pueblo o del bosque, donde, si sabía que nadie podía verles, se bañaba con él en el río de agua helada, de forma que el bebé lloraba y ella le acunaba sobre su piel fría hasta que se calmaba.
Pero el niño fue creciendo y aprendió a andar y, poco a poco, a hablar. Empezó a hacer y decir cosas raras, y el día que insultó a todas las mujeres del hombre gordo, el pueblo le gritó a la niña, la cual huyó corriendo al bosque, era de noche. El hombre, que parecía ser el único que mantenía la cabeza fría, mandó partidas de búsqueda temiendo por la seguridad de la pequeña, pero fue él quien la encontró. La niña lloraba de rabia, pensando que no era su culpa que el niño se comportase así, que como poco era culpa del gordo de su padre. Pero éste no la reprendió, tan solo le dijo que siempre se quedaba con la espina clavada de no poder darle un caramelo a aquella niña que se reía del resto sentada en la sombra.
—¿Quieres volver a cuidar al bebé?
Entonces ella se acercó, escaló su redonda barriga, se abrazó a su cuello, le besó en la mejilla y le susurró al oído:
—No, gracias. Si quiero cuidar un niño ya tendré yo uno.

Se bajó y se alejó de él. Y con los ojos del gordo en su espalda no pudo evitar sonreír palpando en su bolsillo los caramelos de fresa ácida que le había robado.

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