sábado, 29 de agosto de 2015

Un silbido

Se habían conocido por internet y aquel día por fin se iban a ver en persona. El lugar del encuentro era una de las plazas principales de la ciudad, una plaza grande rodeada de emblemáticos edificios. Pese a que cada uno conocía el rostro del otro gracias a una serie de fotografías que se habían ido enviando, decidieron concretar que el encuentro sería en el parte este de la plaza, y él, en un arrebato de genialidad, le dijo que no se preocupase por su rostro, pues la esperaría silbando para que no hubiese duda. Él llegó al encuentro cinco premeditados minutos antes; entonó, cuidó abrir la garganta, buscó la postura adecuada y empezó con una canción sencilla. Cuando su reloj indicó que ya era la hora interrumpió lo que silbaba y lo sustituyó por la canción más conocida de la película preferida de ella. La canción terminó antes de que ella llegase, y eso que había repetido un par de partes por el placer del ritmo, así que volvió a silbarla, y al terminar la silbó otra vez, y así tres veces más. Ya eran y cuarto pasadas y ella no llegaba, y como la canción le aburría y le molestaba estar parado, empezó a silbar el resto de la banda sonora mientras daba pequeños paseos de diez pasos y giraba. Los minutos pasaron y con ellos las canciones. Aquella banda sonora era compleja e incluía notas a las que no era fácil llegar, por lo que él se vio rebajado, sintiéndolo como una derrota, a silbar otras canciones, conocidas o no, que se pudiesen interpretar en varias tonalidades. Tenía los labios secos, el reloj marcaba media hora de retraso y el sol en lo alto empezaba a calentar el mediodía. Miró el teléfono con apenas un par de notas largas e inconexas en los labios, y no vio ninguna llamada, así que él le dio a llamar, pero colgó de pronto al darse cuenta de que no podía hablar y silbar a la vez, ¿y si llamaba y justo ella pasaba por allí sin ver a nadie silbando? Cuarenta y cinco minutos pasaban ya y él, con los ojos rojos, se acercaba a las jóvenes que veía, silbando, con gestos casi de súplica, pero ellas huían de aquel extraño tipo. Ella llegó con una hora y cinco minutos de retraso, no podía evitar sonreír pensando en el sinsentido del espectáculo que había presenciado en el metro, acontecimiento que le había retrasado y que le había impedido llamar debido a las profundidades del subterráneo, seguro que él se reiría cuando se lo contase. Buscó por el lado este y por el centro de la plaza, afinando el oído a ver si captaba unas provocativas notas en clave de humor, de esas que les suelen dirigir los obreros a las mujeres que pasan frente a su obra. Sin embargo no escuchó ninguna melodía, ni tan siquiera de algún músico apostado en una esquina, tan solo encontró un chico tumbado de lado, encogido en sí mismo, que con los labios en forma de “o” soplaba aire con ligeros sonidos y al cual le sangraban los labios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario