Al
perro lo había vuelto loco el viento y desde entonces no había dejado de
ladrar. Era un ladrido desesperado, como si buscase algún tipo de fin, una
especie de demencia animal. En casa intentábamos apaciguar el ruido sacándolo
al jardín durante el día, bajo las constantes quejas de los vecinos, y
encerrándole en el cuarto de las escobas durante la noche, que era el más
alejado de las habitaciones.
Un
verano apareció por casa mi hermano con su mujer y su hija. Se había
independizado hacía años, dejándome con mi madre, su marido y la abuela, y la
verdadera razón de que volviese ahora no era la de pasar el verano en una casa
grande y con jardín, como nos contó a su hija y a mí, sino que habían perdido
la casa y creía poder encontrar otra en lo que durasen estos meses.
A la
niña le andaban haciendo algunas pruebas por algo que empezó con una forma
extraña de mirar y que ahora algunos decían que podía ser autismo. Yo la veía
bastante normal, reservada si acaso cuando hablabas con ella, pero esta nueva
forma de mirar había hecho que de pronto viese en ella a mi abuela. Ella, mi
abuela, pasaba ahora la mayor parte del día sentada en penumbra en una butaca
del salón, a veces con la televisión encendida, pero casi siempre en silencio.
Uno no moría del susto al verla porque ya sabía que estaba allí, una figura
apagada de la que ya no quedaba nada, una persona que los adultos ya querrían
que muriese, una cáscara de piel sin músculos que no había perdido sin embargo
esa forma de mirar.
Un
día comiendo todos menos la abuela, ella apenas comía y solía hacerlo en el
salón, la niña sacó el tema y de pronto todos nos volvimos conscientes de algo
que habíamos conseguido olvidar. Qué le pasa al perro. A través de las ventanas
cerradas, siempre cerradas aunque hiciese calor, oímos entonces los ladridos
que no habían cesado desde ayer ni desde hacía años. Por alguna extraña razón
perdimos casi todos el apetito en ese momento, puede que los ladridos nos
llenasen, o la irritación, u otra cosa.
A
pesar de la molestia constante, la niña salía al jardín y se acercaba a él. Uno
imaginaba que sería como en las películas y entonces el animal dejaría de
ladrar y le lamería la mano o la cara, pero no era así, ella salía y él seguía
ladrando, ladrándole a ella, y uno, mirando desde la ventana del piso superior,
apretaba el puño o los labios y le odiaba más en aquellos momentos. O se daba
cuenta entonces de que lo odiaba, de la misma forma que algunos pensaban que la
abuela ya había vivido su vida y ahora solo copaba el salón, uno pensaba que
aquel perro había conseguido inundar mucho más espacio del que en principio
podría parecer posible.
Ya
no podías sentirte cómodo allí. Aquella casa lo empujaba a uno al enfado o a la
irritación constante. En el piso de arriba no era difícil escuchar amortiguadas
por las paredes discusiones de cada una de las parejas, en cualquier parte
podías toparte de pronto con los ojos de la niña, en el salón brillaba la
abuela, a quien ahora le había dado también por sonreír, y todo lo demás, las
estancias vacías, la calle, el espacio entre los libros, quedaba inundado por
los ladridos del perro.
La
mujer de mi hermano se fue un día, oí algo y a la mañana siguiente ya no estaba
allí, la niña sin embargo sí estaba. La indiferencia de su hija hacía que mi
hermano se sintiese alejado de ella, su frialdad había podido con los deseos de
mi madre de tener nietos, el marido de mi madre nos odiaba a todos los que
interferíamos en su idea detallada y bien recortada de una jubilación
tranquila. El perro había adoptado entonces el mismo lugar en el jardín y ello
había llevado a que todos sufriésemos molestias en el cuello y en la espalda.
Más
o menos a la par que mi abuela volvió a tener apetito, la situación se tornó
crítica. Hubo una discusión entre mi madre y su marido sobre deshacerse del
perro que derivó en una discusión sobre su relación. Todos queríamos
deshacernos de él, o al menos todos los que manifestaban sus emociones de
cualquier forma más allá que con la mirada. El asunto eran las formas, cómo
deshacerse de un perro loco.
Hubo
un día en que encontré en el salón a la niña sentada junto a la abuela, las dos
en silencio, sin mirarse, solo escuchando. Esa noche mi hermano trabajó con la
madera en el garaje hasta tarde y el novio de mi madre soñó con que recorría un
pasadizo y al final se topaba con un templo pequeño, en el que no cabrían más
de cinco personas, pero completamente vacío, entonces se daba cuenta que debajo
de las tablas agrietadas del suelo había otro lugar y más gente, pero antes de
poder levantar el suelo se despertaba. Al día siguiente se calló el perro. Fue
extraño despertar y no oírle, al principio ni me di cuenta. Antes de darte
cuenta de que ya no le oyes te das cuenta de otras cosas, como que falta la
cortina de la ducha, que el marido de tu madre no está en la casa pese a ser
temprano, que faltan herramientas de las que usa tu hermano o que tienes una
mancha reseca en la mano.
Al
perro lo había vuelto loco el viento.
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