domingo, 21 de noviembre de 2021

El Campito

 

En la mañana, muy temprano, por el extremo norte asoman un hombre y su perro, que fijan la vista en el extremo sur, desde donde les miran una mujer y su perra. De pronto cruza por mitad del parque una señora embutida en un abrigo enorme al que acompaña su minúsculo perro que moviendo las patas a toda velocidad, no se sabe si por el frío, por miedo o por tener la vaga ilusión de hacer ver que va a algún sitio.
Así, todos caminan en silencio por el parque. Ni los perros ladran. Hace frío y la estampa de dueños y perros caminando de forma incierta y sin hacerse caso les da una apariencia de fantasmas.
El sol asoma y el parque se vacía. Estas personas aún tienen que volver a casa, desayunar, puede que ducharse e irse a trabajar, mientras que sus perros tienen que tumbarse a esperar durante toda la jornada a que vuelvan y poder volver a salir.

Ya bajo esa primera luz del sol, que más parece que haya tenido un gallo y deba aclararse la garganta antes de que le salga la luz, aparecen las madres, que no madres y padres, con sus hijos de la mano y llevando las mochilas de estos. Todos, madres e hijos, van muy abrigados. Una pelota de fútbol va siempre delante de una pareja, otra camina mientras se comen un bollo y un zumo porque no les ha dado tiempo a desayunar en casa.
Las parejas y tríos se van juntando por cercanía, formando grupos más grandes, como seres vivos que se van absorbiendo. Y siguiendo la continuación de este proceso biológico, cuando un grupo se vuelve demasiado grande se divide en dos, como una célula, y los niños van delante y las madres van detrás.
Llegan al extremo sur del parque y salen de éste para cruzar un pequeño paso de cebra de una zona residencial y ya están en la puerta del colegio.

A lo lejos se oyen los timbres que anuncian el inicio de las clases, pero los nuevos habitantes del parque no llegan a oírlos porque no oyen muy bien. Estos vienen de todas partes también, y van a sentarse en los bancos del centro, con vistas privilegiadas a la cancha de fútbol. Llevan bastones, espaldas inclinadas y un par de andadores. Bien mirado cada día son menos. Una de ella se encarga de vigilar quién falta, y luego, entrada la mañana, irá a sus casas a llamar al telefonillo y enterarse de si es que no han podido ir hoy o si es que han muerto.
Al poco de reunirse e intercambiar palabras vacuas, se marchan a una cafetería cercana porque hace mucho frío.

A media mañana se puede observar desde el extremo sur cómo se abren las puertas del colegio, sale una profesora, se planta en mitad de la calzada junto al paso de cebra y, tras hacer un gesto, del colegio sale una marabunta de niños que invaden el parque en una escena más bien propia de la historia bélica donde se saquea el territorio conquistado.
Entre los niños surge de pronto un rumor acerca de un asesino en serie que vive cerca y frecuenta aquel parque. Le llaman el Clavijas y a todos les recorre un estremecimiento del más gustoso terror al imaginárselo aparecer en aquel momento en el parque con un cuchillo. Algunos rumores hablan de que la policía ya le detuvo, pero que escondió una casa con dinero y pruebas de sus crímenes en aquel parque y que cuando salga de la cárcel volverá a por ella. Tras escuchar esta última historia. Todos, mayores y pequeños, buscan palos y piedras para ponerse a cavar.
Al final del recreo, para reagrupar a los niños, hace falta emplear una práctica propia del pastoreo y así los profesores suben a los extremos norte, este y oeste del parque y van bajando, de forma que los niños, como pececillos ante una red, solo pueden escapar hacia el sur para seguir jugando, donde les espera el paso de cebra, las puertas y sus clases.

A medio día la verdad es que aquello está desierto, así que los pájaros aprovechan y dan cuenta de los restos de comida que dejaron los niños, también cantan un poco, se aparean y hacen cosas de pájaros en definitiva.

A primera hora de la tarde vuelven las madres y los niños, pero después del día están cansados y juegan más tranquilos. Las madres se sientan en los bancos y liberan el estrés de la oficina lanzando de vez en cuando una orden a los hijos que hacen algo peligroso en un columpio, se meten hormigas en la boca y juguetean con una jeringuilla que se han encontrado (tal vez, quien sabe, perteneció al Clavijas).

De forma progresiva y mientras el Sol se empieza a acomodar en el horizonte, van tomando el relevo nuevas personas acompañadas de perros. Estos corren, recogen la pelota y ladran para demostrar que están vivos. Tan distintos son de los perreros de la mañana. Sus dueños hablan entre sí, hacen grupos, se cambian los números de teléfono y quedan en ir a tomar algo. Ellos también quieren demostrar que están vivos.

Ya sin sol y con las farolas encendidas, llegan algunos enamorados furtivos, casi de puntillas, que pasean o se sientan en bancos a besarse. Cada pareja se arremolina entre sí en una unión de tela y plástico, pero cuando van a meterse mano se escucha un ahora no, más motivado por el frío que por pudor.

Luego los enamorados se van por temor a los nuevos ocupantes del parque: los yonkis viejos. Son todos hombres muy flacos, con la piel chupada. Son supervivientes. Han superado en parte la adicción debido a la falta de dinero. Viven de pedir en el trasporte público con discursos bien logrados y ahora, después de un largo día, vienen a echar sus cartones, plásticos y sacos de dormir sobre el suelo de la cancha de fútbol, a la que el ayuntamiento puso una cerradura que ellos rompieron. La cancha acoge partidos durante el día y mendigos durante la noche, que hacen de ella su habitación comunal.
Hay uno que camina algo más apartado. Se le ve débil. Es probable que no supere la noche y que los perros de la mañana tengan que llamar a una ambulancia. Camina arrastrando los pies, mirando al suelo y parece que anda recordando. Quién sabe, quizá una vez un niño plantó su mirada en él y le reconoció. Ahora parece que sonríe. El viejo Clavijas sonríe sabiendo que morirá esa noche, que ese parque será su panteón y que su leyenda durará por siempre.

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