domingo, 28 de noviembre de 2021

El fin de la guerra

 

Justo antes de la batalla se escuchó un grito del lado de los unos. Los doses mandaron prestar atención y el grito se repitió. Al parecer había nacido entre los unos un sentimiento espontáneo de aberración hacia la guerra. Que si tenían que morir, morían, pero que para qué morir. Los unos solicitaron hablar y los doses, extrañados, aceptaron. Mandó cada ejército una embajada al centro de la tierra de nadie, pero a medida que la charla se extendía, se fue acercando más y más gente hasta que aquello se convirtió en un griterío más propio de un bar que de dos ejércitos enfrentados. Debatían, hablaban y movían mucho los brazos. Gritaban, lloraban y hasta había quien se abrazaba. Al final hubo consenso: parar la batalla.
Sin embargo, algunas horas después, con el sol perezoso de la tarde, sentados y desperdigados por los terrenos donde antes pensaban matarse, surgió un algo, un murmullo, una curiosidad, una duda, una inquietud. ¿Por qué no parar también la guerra? Ésta pregunta cuajó allí y después se fue extendiendo a lo largo y ancho del frente por donde los unos y los doses seguían matándose, haciéndolo en ocasiones con ayuda de los mezquinos y mercenarios treses. Así, como con prisas, este inesperado pacifismo cuajó en los soldados de ambos bandos y de pronto el frente se convirtió en un lugar más, sin nada relevante. Ahora había paz, pero continuaban las diferencias. Si a éstas se les daba fuerza la cosa volvería a empezar y la guerra sería de nuevo inevitable. De manera que había que esforzarse por llegar a acuerdos, unificar una capital, elaborar todo tipo de cargos y, ya puestos, ocuparlos por duplicado entre unos y doses, para que ningún grupo pudiese sentirse mermado de poder. Todo empezó a ir bien y los campos de batalla se sembraron de rosas amarillas, solo de rosas amarillas.

Un consejero miraba por la ventana distraído. Era el ocaso y la luz rojiza parecía más intensa de lo normal. Aquel consejero era un dos, pero eso no importaba, nadie hablaba ya de esas diferencias. De pronto vio algo extraño en el patio, un enfrentamiento silencioso de sombras. Desde su posición privilegiada pudo atisbar más movimientos extraños en distintos puntos de la capital y, cuando escuchó lo que le pareció un grito, decidió salir a dar el aviso. Al volverse vio a otro consejero, un uno y gran amigo suyo. El uno se movió deprisa, llevaba un puñal y apuñaló con él varias veces al dos, que acabó de rodillas contemplando el ocaso que se le extendía por el pecho, las tripas y las piernas. El otro consejero, mientras limpiaba su cuchillo, se lo confesó todo movido por la amistad que los unía. No había habido tregua en aquella batalla lejana, no había habido paz tras la guerra. Todo era una estrategia que se había desenvuelto despacio y ahora todos los doses estaban siendo asesinados en uno y otro lugar. El consejero separó las manos rojas de su cuerpo y cayó a un lado, cansado de todo aquello.

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