Justo antes de la batalla se
escuchó un grito del lado de los unos. Los doses mandaron prestar atención y el
grito se repitió. Al parecer había nacido entre los unos un sentimiento espontáneo
de aberración hacia la guerra. Que si tenían que morir, morían, pero que para
qué morir. Los unos solicitaron hablar y los doses, extrañados, aceptaron.
Mandó cada ejército una embajada al centro de la tierra de nadie, pero a medida
que la charla se extendía, se fue acercando más y más gente hasta que aquello
se convirtió en un griterío más propio de un bar que de dos ejércitos
enfrentados. Debatían, hablaban y movían mucho los brazos. Gritaban, lloraban y
hasta había quien se abrazaba. Al final hubo consenso: parar la batalla.
Sin embargo, algunas horas
después, con el sol perezoso de la tarde, sentados y desperdigados por los
terrenos donde antes pensaban matarse, surgió un algo, un murmullo, una
curiosidad, una duda, una inquietud. ¿Por qué no parar también la guerra? Ésta
pregunta cuajó allí y después se fue extendiendo a lo largo y ancho del frente
por donde los unos y los doses seguían matándose, haciéndolo en ocasiones con
ayuda de los mezquinos y mercenarios treses. Así, como con prisas, este
inesperado pacifismo cuajó en los soldados de ambos bandos y de pronto el
frente se convirtió en un lugar más, sin nada relevante. Ahora había paz, pero
continuaban las diferencias. Si a éstas se les daba fuerza la cosa volvería a
empezar y la guerra sería de nuevo inevitable. De manera que había que
esforzarse por llegar a acuerdos, unificar una capital, elaborar todo tipo de
cargos y, ya puestos, ocuparlos por duplicado entre unos y doses, para que
ningún grupo pudiese sentirse mermado de poder. Todo empezó a ir bien y los
campos de batalla se sembraron de rosas amarillas, solo de rosas amarillas.
Un consejero miraba por la ventana
distraído. Era el ocaso y la luz rojiza parecía más intensa de lo normal. Aquel
consejero era un dos, pero eso no importaba, nadie hablaba ya de esas
diferencias. De pronto vio algo extraño en el patio, un enfrentamiento
silencioso de sombras. Desde su posición privilegiada pudo atisbar más
movimientos extraños en distintos puntos de la capital y, cuando escuchó lo que
le pareció un grito, decidió salir a dar el aviso. Al volverse vio a otro
consejero, un uno y gran amigo suyo. El uno se movió deprisa, llevaba un puñal
y apuñaló con él varias veces al dos, que acabó de rodillas contemplando el
ocaso que se le extendía por el pecho, las tripas y las piernas. El otro
consejero, mientras limpiaba su cuchillo, se lo confesó todo movido por la amistad
que los unía. No había habido tregua en aquella batalla lejana, no había habido
paz tras la guerra. Todo era una estrategia que se había desenvuelto despacio y
ahora todos los doses estaban siendo asesinados en uno y otro lugar. El
consejero separó las manos rojas de su cuerpo y cayó a un lado, cansado de todo
aquello.
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