Taneti está sentado mirando al mar. Es de noche y aquella zona de la playa no es tan bonita y las rocas que asoman de la arena la hacen incómoda para extender las toallas, de manera que no hay resorts cerca y reina por tanto una cierta oscuridad. De esta manera no se pueden ver los islotes y atolones que se verían de día, de forma que es una noche perfecta para extender su imaginación sobre ella.
Alguien se acerca por detrás,
Taneti sabe que se trata de Anote.
—Hace una buena noche.
—Es cálida, sopla la brisa, se
oye el mar y nos llega la música de una fiesta lejana. Es una noche como todas
las demás.
—Me voy mañana.
Estas palabras sí afectan a
Taneti, pero no quiere exteriorizarlo. Anote se va como se van todos. No es una
decisión, sino que lo manda al gobierno. Antes pensaban irse a las islas Fiyi,
el gobierno había comprado veinte kilómetros cuadrados en la zona más alta para
sus doscientos mil habitantes. Pero Fiyi también corría el riesgo de
desaparecer. Se pensó entonces en Nueva Zelanda, pero la contaminación del mar
había llevado a la isla a la hambruna. Así que solo quedaba Australia. Los
kiribatianos, dedicados a la pesca y a servir como esclavos del turismo, se dedicarían
así a la ganadería extensiva, criando cientos de miles de vacas que agravasen
la contaminación del mundo que se llevó sus arrecifes.
—¿Tú qué harás?
—Creo que iré a las Islas de la
Línea.
—Vamos, Taneti, eso no tiene
sentido.
—Dicen que desde allí es más
fácil conseguir un visado a Hawai.
—¿Y qué harás allí, bailar el
hula?
—Siempre he querido ver montañas.
¿Sabes? Cuando Hiram Bingham Jr. tradujo la Biblia a nuestro idioma tuvo un
problema con esa palabra: montaña. No tenía cómo hacernos entender qué era
aquello.
Anote se despide y se marcha.
Taneti se queda mirando el amanecer y piensa en muchas cosas. Piensa, por
ejemplo, en la bandera y el escudo de su país. Le hace gracia pensar que una
vez le regalaron un libro de aventuras en cuya portada se ilustraba una batalla
y cómo tiempo después vio la caja de un juego de mesa con aquella misma
ilustración en la tapa y cómo descubrió que la batalla era mucho más grande,
con más actores y detalles, de los que había conocido en la portada de su libro.
Era una tontería, pero en aquel momento de niño se sintió eufórico al
contemplar todo lo nuevo que surgía más allá de los márgenes conocidos. Ahora compara
aquella escena con el escudo y la bandera de Kiribati, porque la bandera solo
amplía la ilustración del escudo. Y lo compara también con Kiribati y con el
mundo, porque éste amplía al primero, dándole otras formas, otros colores,
dándole, por ejemplo, montañas.
Ver el amanecer desde esa playa
le recuerda que su país es el primero del mundo en celebrar el Año Nuevo. Por
eso tienen unas islas llamadas las Islas de la Navidad, nombre, cómo no, dado
por los ingleses. Tan simpáticos ellos siempre, los turistas de la historia,
que le fueron dando sus nombres de pila a aquellas islas que se encontraron
habitadas, a imagen y semejanza del adolescente que graba con una navaja su
nombre en un árbol. Antes Kiribati era el primer país en celebrar el año nuevo
y también el último, porque la línea que separa el tiempo cortaba las islas,
así que le pidieron al Mundo mover esa línea y les hicieron caso. Después del
pidieron que dejaran de provocar que subiera el nivel del mar y de lanzarle
basura al Pacífico, pero ahí y no les encontraron tan receptivos.
Brillante por el Sol, Taneti ve
aparecer una montaña en el horizonte. Es tan nueva que no sabe que se tiene que
estar quieta. Tan nueva que no ha aparecido de momento ningún inglés para darle
nombre. Se desplaza con rapidez cubriéndolo todo. Es brillante y es azul.
Taneti sonríe porque sabe que Dios no puede aguantar más la pena de ver aquel
mundo sufrir y ha decidido recurrir a los viejos recursos bíblicos, aunque no
encuentre palabras para ellos.
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