Aquel
camino, aquel lugar en general, parecía haber sido desprovisto de todo color.
El suelo era de polvo blanco, el camino era flanqueado por grandes piedras de
un blanco sucio y más allá, montaña arriba y montaña abajo, se compartía el
color de las piedras con la excepción de algún matorral seco. El caballero miró
su montura, un caballo gris, y arriba, al cielo cenizo, y le recorrió la
espalda un escalofrío. Recordó que hasta hacía poco su capa también había sido
blanca, cuando servía en la corte, y agradeció haberla cambiado por aquella
tela marrón, aunque a decir verdad, si aún conservase la capa blanca
significaría que no se vería obligado a recorrer caminos sin un objetivo claro.
Todo aquel blanco y aquel gris le recordaban al Purgatorio que se imaginó
libremente cuando le leyeron a Dante, todo impregnado de aquellos colores, que
te cegaban pero no eran bellos, y entonces empezó a apretar las muelas que aún
le quedaban, conteniéndose para no espolear a su caballo en la dirección
contraria, donde hacía tan solo un día se había encontrado en un precioso prado
verde.
De pronto, al remontar una cuesta, vio más adelante en el camino a una
niña sentada en una de las piedras y su imagen, discordante con el entorno, le
produjo una agradable paz, como quien sabe que va a poder beber tras tomar un
alimento salado. Mientras se acercaba, y continuando con sus pensamientos
religiosos, se imaginó que aquella niña era un ángel y que le diría una frase
que no llegaría a comprender en su totalidad pero que marcaría su destino.
—Saludos, pequeña, ¿qué haces aquí sola?
—No estoy sola, estoy contigo. ¿A dónde vas?
—Busco el camino para salir de esta montaña.
—¿Cómo? ¿Acaso no vienes a hacer fortuna?
—¿De qué estás hablando, niña?
—Una bestia terrible secuestró a una mujer y en el pueblo ofrecen una
recompensa a quien la traiga de vuelta.
—¿Es una princesa?
—No, la hija del alcalde. Ahora me tengo que ir, si sigues por este camino
llegarás a una bifurcación, el camino que sube te llevará hasta el pueblo, el
que baja hará que esta tarde hayas salido de la montaña.
Entonces la niña salió del camino, escaló una roca grande y desapareció.
El caballero continuó al paso. Al llegar al lugar en el que el camino se
abría, donde un cartel caído mencionaba los destinos, apretó los dientes,
masculló algo y espoleó su caballo camino arriba.
Antes incluso de entrar el pueblo, que no tenía una entrada como tal sino
que venía avisado por el cada vez mayor número de casas a los lados del camino,
la gente se agolpaba para mirarle sin curiosidad ni hostilidad. Cuando llegó al
centro del pueblo un hombre se adelantó, el alcalde. El caballero desmontó.
—Buenos días os traiga Dios. He venido a rescatar a vuestra hija, matar al
monstruo y cobrar la recompensa.
—Agradecemos vuestras palabras, loado caballero, pero estáis equivocados.
Yo no tengo hijas, tan solo dos varones que no están entre nosotros. Aunque sí
es cierto que una bestia recorre estos caminos y pagaremos a quien nos traiga
su cabeza.
—Eso haré pues. Pero decidme, ¿cómo es la bestia?
—Nadie lo sabe con certeza. Solo puedo decirle que vaga por los caminos
del norte de la montaña, que engaña, miente y cambia la voluntad de los hombres
hasta lograr su perdición.
La recompensa era menor de lo esperado, pero tampoco se podría pedir más a
un pueblo construido con polvo. El caballero inició su ascenso pensando que
aquello habría de ser una hazaña breve, ya que la ventaja del monstruo, el
esconderse en las cumbres, también sería su perdición al privarle de cualquier
posible escapatoria.
Montó el resto del día, pero al llegar la tarde se
encontró con una especie de barranco surcado por grandes piedras, por donde su
rocín no podría seguir pero él sí saltando de una a otra. Pensó en quitarse la
armadura, pero se dijo que aunque eso le ayudaría ahora, más tarde, frente a
garras o colmillos, podría ser fatal. Saltó a la primera piedra, lo cual fue
fácil, y después a la segunda, donde se encontró ya exhausto. Cuando creyó que
había recobrado sus fuerzas probó a saltar a la tercera, a la cual no llegó.
Solo logró asirse a ella con los brazos, pero su propio peso le empujó hacia
abajo. En la caía se golpeó la cabeza contra una piedra y el cuerpo contra
otras tantas.
En las profundidades del barranco, aunque todo estaba
oscuro, empezó a rodearle una luz clara, pero no de un blanco sucio, sino una
luz que no cegaba y le reconfortaba. Entonces pensó en la niña y recordó las
palabras del alcalde. Él quería salir cuanto antes de la montaña y fue la niña
quien le dijo de quedarse. Entonces lo entendió todo y, mientras se perdía en
aquella luz, pensó que no todas las bestias tienen garras o colmillos.
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