viernes, 5 de febrero de 2016

Aquel camino

Aquel camino, aquel lugar en general, parecía haber sido desprovisto de todo color. El suelo era de polvo blanco, el camino era flanqueado por grandes piedras de un blanco sucio y más allá, montaña arriba y montaña abajo, se compartía el color de las piedras con la excepción de algún matorral seco. El caballero miró su montura, un caballo gris, y arriba, al cielo cenizo, y le recorrió la espalda un escalofrío. Recordó que hasta hacía poco su capa también había sido blanca, cuando servía en la corte, y agradeció haberla cambiado por aquella tela marrón, aunque a decir verdad, si aún conservase la capa blanca significaría que no se vería obligado a recorrer caminos sin un objetivo claro. Todo aquel blanco y aquel gris le recordaban al Purgatorio que se imaginó libremente cuando le leyeron a Dante, todo impregnado de aquellos colores, que te cegaban pero no eran bellos, y entonces empezó a apretar las muelas que aún le quedaban, conteniéndose para no espolear a su caballo en la dirección contraria, donde hacía tan solo un día se había encontrado en un precioso prado verde.
De pronto, al remontar una cuesta, vio más adelante en el camino a una niña sentada en una de las piedras y su imagen, discordante con el entorno, le produjo una agradable paz, como quien sabe que va a poder beber tras tomar un alimento salado. Mientras se acercaba, y continuando con sus pensamientos religiosos, se imaginó que aquella niña era un ángel y que le diría una frase que no llegaría a comprender en su totalidad pero que marcaría su destino.
—Saludos, pequeña, ¿qué haces aquí sola?
—No estoy sola, estoy contigo. ¿A dónde vas?
—Busco el camino para salir de esta montaña.
—¿Cómo? ¿Acaso no vienes a hacer fortuna?
—¿De qué estás hablando, niña?
—Una bestia terrible secuestró a una mujer y en el pueblo ofrecen una recompensa a quien la traiga de vuelta.
—¿Es una princesa?
—No, la hija del alcalde. Ahora me tengo que ir, si sigues por este camino llegarás a una bifurcación, el camino que sube te llevará hasta el pueblo, el que baja hará que esta tarde hayas salido de la montaña.
Entonces la niña salió del camino, escaló una roca grande y desapareció.
El caballero continuó al paso. Al llegar al lugar en el que el camino se abría, donde un cartel caído mencionaba los destinos, apretó los dientes, masculló algo y espoleó su caballo camino arriba.

Antes incluso de entrar el pueblo, que no tenía una entrada como tal sino que venía avisado por el cada vez mayor número de casas a los lados del camino, la gente se agolpaba para mirarle sin curiosidad ni hostilidad. Cuando llegó al centro del pueblo un hombre se adelantó, el alcalde. El caballero desmontó.
—Buenos días os traiga Dios. He venido a rescatar a vuestra hija, matar al monstruo y cobrar la recompensa.
—Agradecemos vuestras palabras, loado caballero, pero estáis equivocados. Yo no tengo hijas, tan solo dos varones que no están entre nosotros. Aunque sí es cierto que una bestia recorre estos caminos y pagaremos a quien nos traiga su cabeza.
—Eso haré pues. Pero decidme, ¿cómo es la bestia?
—Nadie lo sabe con certeza. Solo puedo decirle que vaga por los caminos del norte de la montaña, que engaña, miente y cambia la voluntad de los hombres hasta lograr su perdición.

La recompensa era menor de lo esperado, pero tampoco se podría pedir más a un pueblo construido con polvo. El caballero inició su ascenso pensando que aquello habría de ser una hazaña breve, ya que la ventaja del monstruo, el esconderse en las cumbres, también sería su perdición al privarle de cualquier posible escapatoria.
Montó el resto del día, pero al llegar la tarde se encontró con una especie de barranco surcado por grandes piedras, por donde su rocín no podría seguir pero él sí saltando de una a otra. Pensó en quitarse la armadura, pero se dijo que aunque eso le ayudaría ahora, más tarde, frente a garras o colmillos, podría ser fatal. Saltó a la primera piedra, lo cual fue fácil, y después a la segunda, donde se encontró ya exhausto. Cuando creyó que había recobrado sus fuerzas probó a saltar a la tercera, a la cual no llegó. Solo logró asirse a ella con los brazos, pero su propio peso le empujó hacia abajo. En la caía se golpeó la cabeza contra una piedra y el cuerpo contra otras tantas.
En las profundidades del barranco, aunque todo estaba oscuro, empezó a rodearle una luz clara, pero no de un blanco sucio, sino una luz que no cegaba y le reconfortaba. Entonces pensó en la niña y recordó las palabras del alcalde. Él quería salir cuanto antes de la montaña y fue la niña quien le dijo de quedarse. Entonces lo entendió todo y, mientras se perdía en aquella luz, pensó que no todas las bestias tienen garras o colmillos.

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