domingo, 7 de febrero de 2016

Una medida como otra cualquiera

Es el año 2017 y Miguel sale de casa corriendo, con la boca mal enjuagada y sabiendo aún a pasta de dientes. Una vez había visto una película en la que decían que Italia se detenía durante horas después de la hora de comer, su reloj marca las dos, el inicio de esa supuesta hora, y ya es tarde para él, a esa hora comienza la tarde, o por lo menos el camino hacia ésta. Una hora y media tras la cual llegará a clase y no saldrá hasta que sea de noche y le duela el estómago. Tercero de carrera, ninguna asignatura suspensa, varias matrículas de honor, una media de ocho, bravo Miguel. Antes he dicho que Miguel salía corriendo de casa, pero eso no es cierto, más bien andaba muy deprisa, o trotaba, o corría despacio, porque ahora, cuando ve al autobús asomarse por una calle, como pidiendo permiso, y empezando a girar, sí que corre Miguel. A esto se le llama sprint, pero los sprint son durante menos tiempo y en distancias más cortas. El pobre Miguel corre moviendo los brazos, oyendo las pisadas de sus botas, sintiendo el peso de la mochila aunque no su bamboleo, porque no es la primera vez que le pasa esto y lleva la mochila bien ajustada a la espalda. El autobús es una serpiente verde y aunque por dentro es ruidosa, por fuera es más silenciosa que los coches, así que Miguel no sabe cómo de cerca está a sus espaldas. En un momento cruza la calle, recorriendo en diagonal el paso de cebra. El autobusero disminuye la velocidad al ver a aquel muchacho que da pena, sonríe, pero luego no le dirá un “¡Menuda carrera!”, sino que le responderá a su “buenos días” con un “buenos días” sin sonrisa, de tal manera que no le hará notar su esfuerzo. Miguel llega a la parada, el autobús llega a la parada, se abren las dos puertas, la de delante y la de atrás, y mientras se bajan unos adolescentes por la segunda, Miguel se da cuenta de que si el autobús estaba ya obligado a parar, podía haber corrido un poco menos. Entra, pasa el bono transporte por el lector y el autobús se pone en marcha sin darle la posibilidad de sentarse. Todos le miran y se pregunta si le han visto correr, si tiene un aspecto desastroso o si miran así a todo el mundo. Se sienta, está exhausto, una saliva densa le sube por la garganta, saca una botella y bebe, tiene pinchazos en las piernas. Piensa en leer, pero está demasiado cansado, piensa en escuchar música, pero está demasiado cansado, piensa en pensar, pero le palpitan los ojos. Mira por la ventana y ve su reflejo, ve que el correr le ha dejado fatal el pelo. Entonces se repite que permanecerá media hora en ese autobús, que después irá al metro, esperará cuatro minutos, se subirá a un vagón lleno de gente que corre a sentarse cuando queda un sitio libre, de gente que escucha la música muy alta, que apoyan la espalda en la barra a la que él se ha agarrado, aplastándosela con sus espaldas sudorosas, distraídos con sus teléfonos móviles. Después vendrá una sucesión de mendigos y gente necesitada que intentarán apelar a su caridad ya anestesiada. Así durante once paradas de metro, unos veintidós minutos. Al salir tendrá que correr para no verse detenido por el resto de universitarios que salen en su parada, porque no le gusta andar despacio queriendo andar más deprisa. Subirá tres escaleras y entonces, al aire libre, caminará durante unos doce minutos. Durante el camino le intentarán dar dos panfletos de discotecas, uno de un curso de inglés y otros dos de academias universitarias, le asaltarán pintadas políticas de todos los bandos, dos chicas que fingen ser mudas le pedirán con gestos que lea un papel donde le piden una firma y veinte euros y, dependiendo del día, a la altura del único cajero automático que funciona, un tipo gordo le dirá que se le ha quedado tirada la moto en mitad de la carretera y que si le da algo para la gasolina o un tipo flaco le pedirá el euro que le queda para el transporte a la cárcel donde tiene que volver a dormir. Y entonces, al fin, ante la puerta de su facultad, ante todas esas miradas que él interpreta hostiles, inspirará y pensará que le quedan por delante cinco horas de clase para después repetir la hora y media de regreso. Entonces sonríe al reflejo que le transmite el cristal del autobús y se susurra que eso está bien, que eso es lo que quiere.

El profesor ha preguntado si ya tienen delegado y Miguel levanta la mano. El profesor le pregunta si él es el delegado, le trata de usted, Miguel contesta que no, que solo es un candidato, también le trata de usted. El profesor pregunta si alguien más quiere ser delegado, nadie dice nada, el profesor nombra a Miguel delegado del grupo k de la peor asignatura de la carrera, después enumera las funciones del delegado, muchas funciones, ninguna mencionada con anterioridad. Miguel sonríe, eso forma parte de su plan.
Miguel le dice a su madre dos cosas, la primera que a partir de ahora él se hará su propia comida, una nueva dieta que le ha recomendado el médico, la segunda que en los próximos meses su aspecto físico experimentará cambios que no le gustarán, pero que no se preocupe, que lo tienen que hacer para el papel que le han dado en un nuevo grupo de teatro al que se ha apuntado.
Miguel está cansado, pero no sabe por qué. Se hace una tabla en un folio que después pega en una cartulina. Prueba a dormir más, a beber más café, a practicar la abstención sexual, a tomar vitaminas en cápsulas y a faltar una semana a clase. Miguel llega a la conclusión de que su cansancio no depende de causas externas, sino de la desidia que le atormenta, lo achaca a su carrera y a su ritmo de vida. Miguel decide no esforzarse más en sus estudios pero sin renunciar a las buenas notas.
Después de faltar una semana a clase como parte del experimento, cuando vuelve se ha rapado el pelo hasta que la cabeza solo le queda cubierta por una fina capa negra, a la gente no le gusta su nuevo aspecto, pero él no pregunta y nadie se lo dice directamente, porque allí son todos muy educados. El profesor está enfadado porque ha faltado una semana a sus funciones como delegado, a lo que Miguel responde bajando la cabeza y pidiendo disculpas, al bajar la cabeza, el profesor, que está sentado, puede apreciar bien su corte de pelo.
La siguiente semana Miguel aparece con una gorra azul con la marca de una empresa en letras rojas con relieve, se sienta en un extremo y bastante lejos de la mesa del profesor, el cual, irritado, le pide que se quite la gorra. Miguel responde que le deje quedársela, a lo que el profesor, enfadado, le ordena que se la quite. Miguel obedece y muestra trasquilones entre el pelo corto.
La siguiente semana Miguel aparece con un pañuelo en la cabeza bajo el cual se aprecia que no hay pelo. Apenas tiene tampoco cejas ni pestañas. Las ojeras son terribles y se le empiezan a marcar los huesos en las mejillas. Cuando la gente le pregunta que qué le pasa contesta que nada y cuando le preguntan si está bien, sonríe y dice que sí. A lo largo de los meses se ve que ha adelgazado mucho y que no tiene fuerzas. Se sienta cerca de la puerta y a veces sale corriendo fuera, llega a hacerlo tres veces en una misma clase, nadie se atreve a preguntarle por qué, el profesor no se atreve a decirle nada. Un día, justo antes de empezar la clase, Miguel, pidiéndole la palabra al profesor, comunica a sus compañeros que en las próximas semanas estará muy ocupado por las mañanas y que si alguien se puede hacer cargo del puesto de delegado, son muchas las manos que se levantan, Miguel sonríe, les da las gracias y corre al baño, en éste, Miguel sonríe.
Un día acude a una tutoría y le hace al profesor preguntas sobre cuestiones básicas de la signatura, le pide perdón por ello diciéndole que últimamente le cuesta mucho estudiar. El profesor al final se atreve a preguntarle si está bien y él contesta que prefiere no contestar. Finalmente Miguel desaparece durante las últimas tres semanas del curso y solo se le vuelve a ver en los exámenes, los cuales se le dan francamente mal.

Un día Miguel se despierta, mira el reloj y ve que son las dos de la tarde. Se levanta despacio, enciende el ordenador y ve que le han puesto las mejores calificaciones que ha tenido nunca. Sonríe mientras mordisquea una tableta energética y se pregunta si se supone que para el curso que viene tiene que estar muerto o si puede gritar con los brazos abiertos que se ha curado. Ha mentido a todo el mundo sin abrir la boca, les ha quitado credibilidad a quienes sí puedan estar enfermos. Vuelve a contemplar las notas, le da otro mordisco a la tableta y sonríe Miguel.

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