Es el año 2017 y Miguel sale de casa corriendo, con
la boca mal enjuagada y sabiendo aún a pasta de dientes. Una vez había visto
una película en la que decían que Italia se detenía durante horas después de la
hora de comer, su reloj marca las dos, el inicio de esa supuesta hora, y ya es
tarde para él, a esa hora comienza la tarde, o por lo menos el camino hacia
ésta. Una hora y media tras la cual llegará a clase y no saldrá hasta que sea
de noche y le duela el estómago. Tercero de carrera, ninguna asignatura
suspensa, varias matrículas de honor, una media de ocho, bravo Miguel. Antes he
dicho que Miguel salía corriendo de casa, pero eso no es cierto, más bien
andaba muy deprisa, o trotaba, o corría despacio, porque ahora, cuando ve al
autobús asomarse por una calle, como pidiendo permiso, y empezando a girar, sí
que corre Miguel. A esto se le llama sprint,
pero los sprint son durante menos tiempo y en distancias más cortas. El pobre
Miguel corre moviendo los brazos, oyendo las pisadas de sus botas, sintiendo el
peso de la mochila aunque no su bamboleo, porque no es la primera vez que le
pasa esto y lleva la mochila bien ajustada a la espalda. El autobús es una
serpiente verde y aunque por dentro es ruidosa, por fuera es más silenciosa que
los coches, así que Miguel no sabe cómo de cerca está a sus espaldas. En un
momento cruza la calle, recorriendo en diagonal el paso de cebra. El autobusero
disminuye la velocidad al ver a aquel muchacho que da pena, sonríe, pero luego
no le dirá un “¡Menuda carrera!”, sino que le responderá a su “buenos días” con
un “buenos días” sin sonrisa, de tal manera que no le hará notar su esfuerzo.
Miguel llega a la parada, el autobús llega a la parada, se abren las dos
puertas, la de delante y la de atrás, y mientras se bajan unos adolescentes por
la segunda, Miguel se da cuenta de que si el autobús estaba ya obligado a
parar, podía haber corrido un poco menos. Entra, pasa el bono transporte por el
lector y el autobús se pone en marcha sin darle la posibilidad de sentarse.
Todos le miran y se pregunta si le han visto correr, si tiene un aspecto
desastroso o si miran así a todo el mundo. Se sienta, está exhausto, una saliva
densa le sube por la garganta, saca una botella y bebe, tiene pinchazos en las
piernas. Piensa en leer, pero está demasiado cansado, piensa en escuchar
música, pero está demasiado cansado, piensa en pensar, pero le palpitan los
ojos. Mira por la ventana y ve su reflejo, ve que el correr le ha dejado fatal
el pelo. Entonces se repite que permanecerá media hora en ese autobús, que después
irá al metro, esperará cuatro minutos, se subirá a un vagón lleno de gente que
corre a sentarse cuando queda un sitio libre, de gente que escucha la música
muy alta, que apoyan la espalda en la barra a la que él se ha agarrado,
aplastándosela con sus espaldas sudorosas, distraídos con sus teléfonos
móviles. Después vendrá una sucesión de mendigos y gente necesitada que
intentarán apelar a su caridad ya anestesiada. Así durante once paradas de
metro, unos veintidós minutos. Al salir tendrá que correr para no verse
detenido por el resto de universitarios que salen en su parada, porque no le
gusta andar despacio queriendo andar más deprisa. Subirá tres escaleras y
entonces, al aire libre, caminará durante unos doce minutos. Durante el camino
le intentarán dar dos panfletos de discotecas, uno de un curso de inglés y
otros dos de academias universitarias, le asaltarán pintadas políticas de todos
los bandos, dos chicas que fingen ser mudas le pedirán con gestos que lea un
papel donde le piden una firma y veinte euros y, dependiendo del día, a la altura
del único cajero automático que funciona, un tipo gordo le dirá que se le ha
quedado tirada la moto en mitad de la carretera y que si le da algo para la
gasolina o un tipo flaco le pedirá el euro que le queda para el transporte a la
cárcel donde tiene que volver a dormir. Y entonces, al fin, ante la puerta de
su facultad, ante todas esas miradas que él interpreta hostiles, inspirará y
pensará que le quedan por delante cinco horas de clase para después repetir la
hora y media de regreso. Entonces sonríe al reflejo que le transmite el cristal
del autobús y se susurra que eso está bien, que eso es lo que quiere.
El profesor ha preguntado si ya tienen delegado y
Miguel levanta la mano. El profesor le pregunta si él es el delegado, le trata
de usted, Miguel contesta que no, que solo es un candidato, también le trata de
usted. El profesor pregunta si alguien más quiere ser delegado, nadie dice
nada, el profesor nombra a Miguel delegado del grupo k de la peor asignatura de
la carrera, después enumera las funciones del delegado, muchas funciones, ninguna
mencionada con anterioridad. Miguel sonríe, eso forma parte de su plan.
Miguel le dice a su madre dos cosas, la primera que
a partir de ahora él se hará su propia comida, una nueva dieta que le ha
recomendado el médico, la segunda que en los próximos meses su aspecto físico
experimentará cambios que no le gustarán, pero que no se preocupe, que lo
tienen que hacer para el papel que le han dado en un nuevo grupo de teatro al
que se ha apuntado.
Miguel está cansado, pero no sabe por qué. Se hace
una tabla en un folio que después pega en una cartulina. Prueba a dormir más, a
beber más café, a practicar la abstención sexual, a tomar vitaminas en cápsulas
y a faltar una semana a clase. Miguel llega a la conclusión de que su cansancio
no depende de causas externas, sino de la desidia que le atormenta, lo achaca a
su carrera y a su ritmo de vida. Miguel decide no esforzarse más en sus
estudios pero sin renunciar a las buenas notas.
Después de faltar una semana a clase como parte
del experimento, cuando vuelve se ha rapado el pelo hasta que la cabeza solo le
queda cubierta por una fina capa negra, a la gente no le gusta su nuevo
aspecto, pero él no pregunta y nadie se lo dice directamente, porque allí son
todos muy educados. El profesor está enfadado porque ha faltado una semana a
sus funciones como delegado, a lo que Miguel responde bajando la cabeza y
pidiendo disculpas, al bajar la cabeza, el profesor, que está sentado, puede
apreciar bien su corte de pelo.
La siguiente semana Miguel aparece con una gorra
azul con la marca de una empresa en letras rojas con relieve, se sienta en un
extremo y bastante lejos de la mesa del profesor, el cual, irritado, le pide
que se quite la gorra. Miguel responde que le deje quedársela, a lo que el
profesor, enfadado, le ordena que se la quite. Miguel obedece y muestra
trasquilones entre el pelo corto.
La siguiente semana Miguel aparece con un pañuelo
en la cabeza bajo el cual se aprecia que no hay pelo. Apenas tiene tampoco
cejas ni pestañas. Las ojeras son terribles y se le empiezan a marcar los
huesos en las mejillas. Cuando la gente le pregunta que qué le pasa contesta
que nada y cuando le preguntan si está bien, sonríe y dice que sí. A lo largo
de los meses se ve que ha adelgazado mucho y que no tiene fuerzas. Se sienta
cerca de la puerta y a veces sale corriendo fuera, llega a hacerlo tres veces
en una misma clase, nadie se atreve a preguntarle por qué, el profesor no se
atreve a decirle nada. Un día, justo antes de empezar la clase, Miguel,
pidiéndole la palabra al profesor, comunica a sus compañeros que en las
próximas semanas estará muy ocupado por las mañanas y que si alguien se puede
hacer cargo del puesto de delegado, son muchas las manos que se levantan, Miguel
sonríe, les da las gracias y corre al baño, en éste, Miguel sonríe.
Un día acude a una tutoría y le hace al profesor
preguntas sobre cuestiones básicas de la signatura, le pide perdón por ello
diciéndole que últimamente le cuesta mucho estudiar. El profesor al final se
atreve a preguntarle si está bien y él contesta que prefiere no contestar.
Finalmente Miguel desaparece durante las últimas tres semanas del curso y solo
se le vuelve a ver en los exámenes, los cuales se le dan francamente mal.
Un día Miguel se despierta, mira el reloj y ve que
son las dos de la tarde. Se levanta despacio, enciende el ordenador y ve que le
han puesto las mejores calificaciones que ha tenido nunca. Sonríe mientras
mordisquea una tableta energética y se pregunta si se supone que para el curso
que viene tiene que estar muerto o si puede gritar con los brazos abiertos que
se ha curado. Ha mentido a todo el mundo sin abrir la boca, les ha quitado
credibilidad a quienes sí puedan estar enfermos. Vuelve a contemplar las notas,
le da otro mordisco a la tableta y sonríe Miguel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario