Aquella mujer de la pista de baile es simplemente
preciosa, no me importaría ocupar el lugar del hombrecillo que la ha sacado a
bailar, un tipo de apariencia simple más bajo que ella. Ella es rubia, de ese
rubio con zonas tan oscuras que hasta pasarían por morenas, y tiene el pelo
recogido en un moño alto, sus labios están pintados de un rojo intenso a juego
con su vestido de gala. Verdaderamente preciosa. Tan encantado estoy que mi
imaginación hace más cosas que bailar con ella, pero claro, acabo atascado, la
beso, desde luego, los primeros besos con una mujer son los mejores, pongamos
que también le quito el vestido y nos acostamos durante toda una noche ¿Y qué
pasaría después? Seguramente a la mañana siguiente ya no la viese tan bella,
sin el tintinear de las luces del lugar, además de que seguro que no la querría
y que de quedar en alguna otra ocasión los besos se irían haciendo de ceniza
húmeda y el sexo el mismo déjà vu de
sorpresas programadas. Mi dilema interno de si acercarme o no a ella queda resuelto
cuando se levanta el hombre dos mesas más allá al mismo tiempo que se pone el
sombrero. Apuro la copa y le sigo. Mantengo la distancia en el pasillo,
retrasándome algo más en las zonas más oscuras, pero sin perderle de vista un
instante. Finalmente entra en el baño y yo también, allí veo que no hay nadie
más y que él ha cerrado la puerta de un cubículo, abro un grifo, saco mi arma
de su funda bajo la americana, abro la puerta del servicio de una patada, el
pobre no se ha bajado ni la cremallera, me mira sorprendido y le disparo tres
veces. Tiro el arma en la basura del propio baño, entre papeles y cajas de
preservativos, salgo del edificio a un ritmo normal, llamo a un taxi, y durante
un segundo, mientras se acerca, me imagino que lo he llamado acompañado de la
chica rubia, en fin, otra vez será, me quito el sombrero y entro en el asiento
de atrás de un taxi que, como todos, se pierde en la ciudad.
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