domingo, 22 de febrero de 2015

El pan de cada noche

Aquella mujer de la pista de baile es simplemente preciosa, no me importaría ocupar el lugar del hombrecillo que la ha sacado a bailar, un tipo de apariencia simple más bajo que ella. Ella es rubia, de ese rubio con zonas tan oscuras que hasta pasarían por morenas, y tiene el pelo recogido en un moño alto, sus labios están pintados de un rojo intenso a juego con su vestido de gala. Verdaderamente preciosa. Tan encantado estoy que mi imaginación hace más cosas que bailar con ella, pero claro, acabo atascado, la beso, desde luego, los primeros besos con una mujer son los mejores, pongamos que también le quito el vestido y nos acostamos durante toda una noche ¿Y qué pasaría después? Seguramente a la mañana siguiente ya no la viese tan bella, sin el tintinear de las luces del lugar, además de que seguro que no la querría y que de quedar en alguna otra ocasión los besos se irían haciendo de ceniza húmeda y el sexo el mismo déjà vu de sorpresas programadas. Mi dilema interno de si acercarme o no a ella queda resuelto cuando se levanta el hombre dos mesas más allá al mismo tiempo que se pone el sombrero. Apuro la copa y le sigo. Mantengo la distancia en el pasillo, retrasándome algo más en las zonas más oscuras, pero sin perderle de vista un instante. Finalmente entra en el baño y yo también, allí veo que no hay nadie más y que él ha cerrado la puerta de un cubículo, abro un grifo, saco mi arma de su funda bajo la americana, abro la puerta del servicio de una patada, el pobre no se ha bajado ni la cremallera, me mira sorprendido y le disparo tres veces. Tiro el arma en la basura del propio baño, entre papeles y cajas de preservativos, salgo del edificio a un ritmo normal, llamo a un taxi, y durante un segundo, mientras se acerca, me imagino que lo he llamado acompañado de la chica rubia, en fin, otra vez será, me quito el sombrero y entro en el asiento de atrás de un taxi que, como todos, se pierde en la ciudad.

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