El bebé lloraba y sus dos
espectadores, Manuel Rodrigo y Carlos García, no sabían si llorar también o
caerse desmayados en un acto exageradamente teatral. Hay muchas razones por las
cuales podría estar ese bebé ahí, tumbado desnudo sobre la cama de Manuel, y de
hecho muchas de esas razones serían absolutamente normales, pero esta no lo
es, así que mejor ir un poco atrás en el
tiempo, pero solo un poco.
Era el jueves dos de
abril y la casa de Manuel estaba vacía, así que allí acabaron yendo el propio
Manuel, el anteriormente mencionado Carlos, el señor Don Jorge y un tipo
conocido como Miguel. Pero no llegaron solos, trajeron una botella de un
alcohol excelente, que olía a perfume barato y quemaba la garganta de una forma
que daba gusto. Y así los cuatro jóvenes empezaron una pasiva fiesta en la que
rieron mucho e hicieron reír a los demás, de hecho Miguel, en un alarde de
observación, pensó que aquellos comentarios, chistes, recuerdos y observaciones
ajenas eran sencillamente geniales y que ojalá recordase aunque fuese solo una
pequeña parte cuando pudiese anotarlo, después rellenó los vasos de todos los
presentes. Llegado el momento, el señor Don Jorge se marchó erguido, luciendo
su maravilloso e impecable traje y comentando que abajo le esperaba un coche,
tras esto Carlos dijo que él también debía marcharse, que tenía una cita, lo
que levantó comentarios irónicos y le obligó a mostrar pruebas de la veracidad
de sus palabras, después, el que Carlos renunciase a su cita para quedarse allí
no se sabe muy bien si se debió a la insistencia de sus amigos o que realmente
él prefería quedarse allí con ellos. Alguien vertió lo poco que quedaba de la
botella en un vaso que nadie bebió, y que de hecho desapareció, y Miguel,
sintiéndolo muchísimo y jurando que pagaría los daños, rompió un vaso de
cristal que peligraba encima de una alta columna de apuntes, periódicos y
libros de la biblioteca sin devolver. La fiesta había llegado a su fin.
Como la casa seguiría
libre hasta la mañana siguiente, el anfitrión, Manuel, preparó a grandes rasgos
el sofá y su propia cama para acoger a sus invitados, mientras él planificaba
suficientes tareas para poder pasar la noche en vela, éstas fueron tres:
estudiar física, leer un libro bebiendo cerveza y cocinar crepes para tomar en el desayuno. Miguel
debía haber bebido más o por lo menos contar con una menor resistencia al
alcohol, pues mientras que Carlos seguía practicando sus extrañas bromas y
Manuel se las reía intentando no hacerlo, a Miguel se le cerraban los ojillos
como a un niño volviendo a casa en la parte de atrás de un coche después de un
día lleno de actividad. De hecho estaba tan cansado que se sentó en el suelo, a
un lado de la cama, con la firme intención de dormirse allí mientras murmuraba
cada vez menos inteligibles “dejadme en paz”, aunque finalmente sus amigos le
levantaron cogiéndole de los brazos, le quitaron las deportivas y le tumbaron
en la cama mientras él murmuraba palabras de amor para quienes no iban a volver
nunca más.
Lo extraño sucedió justo
en ese momento. Miguel se arrastró hasta que su cabeza quedó sobre la almohada
excesivamente fina de Manuel, se enrolló sobre sí mismo, acercando las rodillas
al pecho e inclinando la cabeza sobre estas, y su cuerpo empezó a desaparecer,
o mejor dicho empezó a menguar. Empezando por los pies y siguiendo por las
piernas, tronco y brazos, su cuerpo fue dejando ropa vacía, y cuando la
desvanecencia alcanzó su cuello se apreció como su cabeza se había hecho más
pequeña. En definitiva, allí, donde habían estado la cabeza y el cuello de
Miguel se apreciaba ahora un bebé desnudo a excepción de sus pies, que quedaban
tapados por el cuello de la camiseta del que pronto se libró de una patadita
entre berreos, porque el bebé empezó a llorar al cabo de un par de minutos
sacando a Manuel y a Carlos de su pasajero estado de shock.
En pocas palabras muy
nerviosas dejaron resuelto el tema de qué había pasado con la conclusión de que
ninguno lo sabía ni podía saberlo, así que pasaron a pensar en qué hacer con la
situación. Manuel tenía los ojos muy abiertos, exageradamente abiertos, y miraba
al bebé fijamente, pensando; Carlos por su parte había salido al pasillo y se
le oía decir “joder, joder, joder” y el bebé había dejado de llorar y se
divertía jugando con una esquina de la almohada. Por alguna extraña razón, los
comportamientos Manuel y Carlos no parecían acordes al hecho de que un amigo
suyo se acabase de transformar en un bebé ante sus ojos, sino más bien como si
el bebé tuviese que ser un bebé, un bebé correcto, con todas las de la ley, solo
que no estuviese que estar allí. Carlos sugirió llamar a la policía, pero, ¿qué
les iban a decir? “Buenas noches, disculpen que les llame de madrugada, pero es
que un amigo mío se acaba de transformar en un bebé”, así que Manuel optó por
llamar a su familia, a su hermano, padre o madre, pues dentro de que nadie
sabría qué hacer, a ellos correspondería acarrear con la responsabilidad, pero
al sacar el teléfono móvil de un bolsillo del pantalón vaquero vacío se dio
cuenta de que el teléfono requería contraseña para poder ser desbloqueado, y no
veía otra forma de obtener el número de ninguno de los anteriormente
mencionados, pero en realidad fue un alivio, pues tampoco habría sabido qué
decirles a ellos “¿Por casualidad Miguel se ha transformado alguna vez en un
bebé?”. Así que cogieron una mochila y en ella metieron las pertenencias y
ropas de Miguel, después envolvieron al bebé en una manta y le pusieron en una
cesta para bebés que Manuel encontró en un armario que hacía las veces de
trastero.
Una vez en el portal,
Carlos, que no había dejado de estar un solo momento al borde de un ataque de
nervios, empezó a decir que tenía que hacer una cosa importantísima, y al final
se marchó. El bebé observó el cielo nublado con ojos muy abiertos y empezó a
luchar por librarse de la manta, mientras Manuel le volvía a cubrir y murmuraba
“vamos, vamos”. Al pasar por la esquina de la calle Montera y la calle
Caballero de Gracia, unas prostitutas saludaron a Manuel por su nombre, pues lo
conocían de una vez que lo vieron escrito cuando era niño en una cartulina
pintada fruto de una clase de plástica, una prostituta que en realidad era un
hombre le comentó en broma cuando se aleja que si no era muy joven para ser
padre. No pensó en ir a casa del padre de Miguel, pues aunque se encontraba más
cerca que la de su madre, no recordaba qué número era. En el metro, en
contraposición a lo que creía que le podrían decir, las personas le solían
dejar caer miradas y sonrisas agradables, debían pensar que era su hermano
pequeño. Una vez en Conde de Casal no recordaba bien el autobús que debía
coger, dudaba entre un par de números, pero como en aquel momento solo había
uno esperando, se decidió por él, de todas formas sabía el camino y podía
bajarse si veía que aquel autobús no le llevaba por donde él quería. El viaje
le costó dos euros, y solo después de haber pagado se dio cuenta de que en la
cartera de Miguel había un ticket de diez viajes a la mitad, por lo menos por
el bebé no había que pagar. Mientras el autobús arrancaba fue consciente de que
allí al lado vivía Carlos, que ni siquiera hubiese tenido que alterar sus falsos planes para
haberle acompañado en el trayecto, pero no fue capaz de pensar malas palabras,
estaba agotado.
Llegó a donde recordaba
que era, aun así lo comprobó con el documento nacional de identidad de la
cartera del bebé, entonces sacó las ropas y las distribuyó alrededor de la
manta para abrigarle bien, colocó encima de todo cartera, llaves y teléfono
para que se pudiese intuir quién era aquel niño, después dejó la cesta frente a
la puerta, llamó al timbre y se desvaneció.
No se sabe por qué
Miguel se convirtió en un bebé, lo más fácil sería echarle la culpa al alcohol
que olía a perfume, pero a las otras tres personas que bebieron no les pasó
nada. Una forma de comprobarlo sería analizar lo que quedaba en la botella, que
se vació en un vaso, vaso que desapareció.
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