lunes, 3 de octubre de 2016

Y así puedo verte

A la persona cuyo segundo nombre significa Margarita

Corta los pimientos deprisa queriendo terminar antes de que su madre empiece con las cebollas. Le hace gracia un pimiento verde con la punta roja, piensa en una historia en la que un pimiento decide evolucionar, pero en ese cuento, ¿en qué lugar quedarían los pimientos amarillos? ¿Las guindillas serían enemigas o aliadas?
Consigue distraer a su madre de cortar cebollas preguntándole si no tiene que preparar café para tenerlo listo por la mañana, sin embargo el haberla hablado incita a la conversación y ella le pregunta:
—¿Al final halaste con este, tu amigo, este, sí…
—¿Con quién, mamá? —sabe perfectamente a quién se refiere, pero solo le dará el gusto de contestar si ella recuerda su nombre.
—Este, tu amigo, el de la carta.
—No sé de quién hablas —hablas de Manuel, mamá, de Manuel.
—Sí, el de los rizos.
—Ni idea —no, mamá, no hemos vuelto a hablar.

Se sube a su cuarto y allí cierra la puerta. También baja la persiana y el estor, no porque tema que le vean desde la oscuridad de la calle, sino por sentirse en un espacio reducido, aislado, como si la habitación se despegase de la casa y lentamente fuese dando vueltas por el espacio. Sin embargo la magia se rompe cuando se ve obligado a abrir la puerta e ir al baño porque ha olvidado lo más importante. De nuevo en su cuarto abre la caja de madera que esconde detrás de las reservas de papel higiénico y saca de ella varias velas blancas y un mechero que desentona con lo ritual de los demás objetos pero que es mucho más manejable que, por ejemplo, unas cerillas. Las velas le sirven para concentrarse mejor en el círculo que elabora con ellas, ni siquiera apaga la luz pese a encender éstas.
Cruza las piernas, apoya los brazos en éstas, cierra los ojos, espera, oye su respiración pausada como si fuese amplificada, como si un gigante respirase a su espalda, se imagina esa respiración de color azul.
Entonces
Abre los ojos y ante sí está ella, como en un holograma. Con las formas de su cuerpo claras pero ligeramente transparente, como si fuese un fantasma. Mirarla un rato, si no estás acostumbrado, acaba mareando.
—Hola —y el pobre no puede evitar sonreír al decirlo.
Ella mira a un lado y a otro. Parece que está mirando la habitación en la que él está sentado pero no es así, ella está mirando su propio alrededor en donde él tan solo debe ser una figura ligeramente irreal que marea a la vista.
—¿Por qué me has llamado ahora? —en la voz se le nota que está algo molesta, tal vez inquieta. Él sabía que probablemente la encontraría así, pero no podía evitar verla al igual que no podía evitar divertirse con aquel enfado, con aquellos enfados.
—Me hace gracia que digas llamar como si fuese un teléfono.
Ella entonces le mira y enarca una ceja.
—¿Y cómo lo llamas tú?
—No sé, comunicarse, encontrarse, sentirse…
—Todas esas palabras suenan forzadas, reconoce que llamarse suena mejor.
—Sí, pero esto ha debido hacerse siempre, hace cientos de años, y no creo que dijesen llamarse.
—La gente siempre se ha llamado y buscado. Pero entonces ¿tú crees que esto no lo hacemos solo nosotros?
—No lo sé, la verdad. Intento no pensar en esto cuando no lo estamos haciendo o me tengo que acordar de comprar velas, pero creo que no podemos ser los únicos, que esto tienen que poderlo hacer más personas aunque no tengan con quién y me niego a pensar que haya venido de la mano de las tecnologías cuando funciona con todo lo contrario.
—¿Y en mí piensas cuando no estás haciendo esto?
Él se sonroja ligeramente pero ella no puede apreciar el tono de sus mejillas, los colores se diferencian bastante mal.
—Sí, bueno, claro, si no pensase en ti no te llamaría.
—¡Ajá! Llamar, has usado la palabra.
—Sí —y él ríe con ella aunque le hubiese gustado que la conversación no cambiase de ese punto donde él se encontraba incómodo pero donde también hubiese podido obtener información sobre ella, porque ¿qué sentía ella de él?
—Pero no lo hagas más, ¿vale? No me llames si no hemos quedado.
—Es que son muy pocas veces…
—Pero no puedo, lo siento, no lo hagas.
—Dime por qué, qué pasa. No sé nada de tu vida, de hecho no sé nada de ti y joder, esto no nos pasa con nadie más, es un vínculo, no entiendo por qué no podemos hablar con libertad y vernos de verdad, poder tocarnos.
—No… Lo siento, no puede ser.
Y él aprecia que a ella le afecta, ve cómo tiene la garganta tomada, un nudo, y podría empezar a llorar. Entonces su rabia y su enfado momentáneos se desvanecen de pronto y solo queda esa pena, ese sentimiento triste de por favor no estés mal y volvamos a lo de antes, a cuando reíamos, a cuando reías tú.
Entonces ella mira de golpe a un lado —el que para él sería mirar a la puerta cerrada del cuarto— y se le tensan los músculos de la cara. Ya lo ha hecho alguna vez, el jugar a hablar con alguien a quien él no puede ver ni oír y que realmente no existe pero cuya existencia él cree siempre hasta que ella se ríe de su seriedad y él se siente estúpido. Sin embargo ahora es diferente, ella no bromea y si empieza a hablar o a moverse es que hay alguien ahí. Pero todo pasa, se aprecia muy bien cómo se le relajan los músculos del cuello y él logra ver una lágrima, diminuta lágrima, que le recorre mejilla abajo.
Ella le mira como suplicando que haya conversación y que la carga de ésta recaiga sobre él. Conversación como favor. Pero en aquella habitación, entre esas velas, tampoco hay palabras que decir. Finalmente él pide:
—¿Podrías… podrías hacer eso?
Y ella sonríe con ese punto medio de la melancolía y la diversión.
Se levanta, sinuosa y lenta, como una serpiente que sale de su cesta al oír la flauta. Y entonces, ya de pie, estira los brazos hacia arriba y baila para él. Solo ha hecho ese baile otra vez, en su cumpleaños, y sin embargo ha sabido a qué se refería y ha aceptado hacerlo. Es un baile ciertamente sensual pero no sexual, no alimenta la lascivia sino el alma. Aquella noche ha pasado algo, algo inmenso que no se ha manifestado por medio de palabras pero que ha sobrecogido a los dos, ahora ella baila para él y él ni piensa ya.

La madre entra en el cuarto y le encuentra tumbado en el suelo, dormido. Le levanta como puede y lo tumba sobre la cama, le descalza, le tapa con una manta y cierra la puerta apagando la luz. A veces le pasa eso, se queda dormido en cualquier sitio, especialmente en el suelo.

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