A la persona
cuyo segundo nombre significa Margarita
Corta
los pimientos deprisa queriendo terminar antes de que su madre empiece con las
cebollas. Le hace gracia un pimiento verde con la punta roja, piensa en una
historia en la que un pimiento decide evolucionar, pero en ese cuento, ¿en qué
lugar quedarían los pimientos amarillos? ¿Las guindillas serían enemigas o
aliadas?
Consigue
distraer a su madre de cortar cebollas preguntándole si no tiene que preparar
café para tenerlo listo por la mañana, sin embargo el haberla hablado incita a
la conversación y ella le pregunta:
—¿Al
final halaste con este, tu amigo, este, sí…
—¿Con
quién, mamá? —sabe perfectamente a quién se refiere, pero solo le dará el gusto
de contestar si ella recuerda su nombre.
—Este,
tu amigo, el de la carta.
—No
sé de quién hablas —hablas de Manuel, mamá, de Manuel.
—Sí,
el de los rizos.
—Ni
idea —no, mamá, no hemos vuelto a hablar.
Se
sube a su cuarto y allí cierra la puerta. También baja la persiana y el estor,
no porque tema que le vean desde la oscuridad de la calle, sino por sentirse en
un espacio reducido, aislado, como si la habitación se despegase de la casa y
lentamente fuese dando vueltas por el espacio. Sin embargo la magia se rompe
cuando se ve obligado a abrir la puerta e ir al baño porque ha olvidado lo más
importante. De nuevo en su cuarto abre la caja de madera que esconde detrás de
las reservas de papel higiénico y saca de ella varias velas blancas y un
mechero que desentona con lo ritual de los demás objetos pero que es mucho más
manejable que, por ejemplo, unas cerillas. Las velas le sirven para
concentrarse mejor en el círculo que elabora con ellas, ni siquiera apaga la
luz pese a encender éstas.
Cruza
las piernas, apoya los brazos en éstas, cierra los ojos, espera, oye su respiración
pausada como si fuese amplificada, como si un gigante respirase a su espalda,
se imagina esa respiración de color azul.
Entonces
Abre los
ojos y ante sí está ella, como en un holograma. Con las formas de su cuerpo
claras pero ligeramente transparente, como si fuese un fantasma. Mirarla un
rato, si no estás acostumbrado, acaba mareando.
—Hola
—y el pobre no puede evitar sonreír al decirlo.
Ella
mira a un lado y a otro. Parece que está mirando la habitación en la que él
está sentado pero no es así, ella está mirando su propio alrededor en donde él
tan solo debe ser una figura ligeramente irreal que marea a la vista.
—¿Por
qué me has llamado ahora? —en la voz se le nota que está algo molesta, tal vez
inquieta. Él sabía que probablemente la encontraría así, pero no podía evitar
verla al igual que no podía evitar divertirse con aquel enfado, con aquellos
enfados.
—Me
hace gracia que digas llamar como si fuese un teléfono.
Ella
entonces le mira y enarca una ceja.
—¿Y
cómo lo llamas tú?
—No
sé, comunicarse, encontrarse, sentirse…
—Todas
esas palabras suenan forzadas, reconoce que llamarse suena mejor.
—Sí,
pero esto ha debido hacerse siempre, hace cientos de años, y no creo que
dijesen llamarse.
—La
gente siempre se ha llamado y buscado. Pero entonces ¿tú crees que esto no lo
hacemos solo nosotros?
—No
lo sé, la verdad. Intento no pensar en esto cuando no lo estamos haciendo o me
tengo que acordar de comprar velas, pero creo que no podemos ser los únicos,
que esto tienen que poderlo hacer más personas aunque no tengan con quién y me niego a pensar que haya
venido de la mano de las tecnologías cuando funciona con todo lo contrario.
—¿Y
en mí piensas cuando no estás haciendo esto?
Él se
sonroja ligeramente pero ella no puede apreciar el tono de sus mejillas, los
colores se diferencian bastante mal.
—Sí,
bueno, claro, si no pensase en ti no te llamaría.
—¡Ajá!
Llamar, has usado la palabra.
—Sí
—y él ríe con ella aunque le hubiese gustado que la conversación no cambiase de
ese punto donde él se encontraba incómodo pero donde también hubiese podido obtener
información sobre ella, porque ¿qué sentía ella de él?
—Pero
no lo hagas más, ¿vale? No me llames si no hemos quedado.
—Es
que son muy pocas veces…
—Pero
no puedo, lo siento, no lo hagas.
—Dime
por qué, qué pasa. No sé nada de tu vida, de hecho no sé nada de ti y joder,
esto no nos pasa con nadie más, es un vínculo, no entiendo por qué no podemos
hablar con libertad y vernos de verdad, poder tocarnos.
—No…
Lo siento, no puede ser.
Y él
aprecia que a ella le afecta, ve cómo tiene la garganta tomada, un nudo, y
podría empezar a llorar. Entonces su rabia y su enfado momentáneos se
desvanecen de pronto y solo queda esa pena, ese sentimiento triste de por favor
no estés mal y volvamos a lo de antes, a cuando reíamos, a cuando reías tú.
Entonces
ella mira de golpe a un lado —el que para él sería mirar a la puerta cerrada
del cuarto— y se le tensan los músculos de la cara. Ya lo ha hecho alguna vez,
el jugar a hablar con alguien a quien él no puede ver ni oír y que realmente no
existe pero cuya existencia él cree siempre hasta que ella se ríe de su
seriedad y él se siente estúpido. Sin embargo ahora es diferente, ella no
bromea y si empieza a hablar o a moverse es que hay alguien ahí. Pero todo
pasa, se aprecia muy bien cómo se le relajan los músculos del cuello y él logra
ver una lágrima, diminuta lágrima, que le recorre mejilla abajo.
Ella
le mira como suplicando que haya conversación y que la carga de ésta recaiga
sobre él. Conversación como favor. Pero en aquella habitación, entre esas
velas, tampoco hay palabras que decir. Finalmente él pide:
—¿Podrías…
podrías hacer eso?
Y
ella sonríe con ese punto medio de la melancolía y la diversión.
Se
levanta, sinuosa y lenta, como una serpiente que sale de su cesta al oír la
flauta. Y entonces, ya de pie, estira los brazos hacia arriba y baila para él.
Solo ha hecho ese baile otra vez, en su cumpleaños, y sin embargo ha sabido a
qué se refería y ha aceptado hacerlo. Es un baile ciertamente sensual pero no
sexual, no alimenta la lascivia sino el alma. Aquella noche ha pasado algo,
algo inmenso que no se ha manifestado por medio de palabras pero que ha
sobrecogido a los dos, ahora ella baila para él y él ni piensa ya.
La
madre entra en el cuarto y le encuentra tumbado en el suelo, dormido. Le
levanta como puede y lo tumba sobre la cama, le descalza, le tapa con una manta
y cierra la puerta apagando la luz. A veces le pasa eso, se queda dormido en
cualquier sitio, especialmente en el suelo.
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