martes, 28 de julio de 2015

El curioso caso de la orina en el saco

Estaba yo sentado en el parque mientras los niños se movían, saltaban y cantaban:
—Manuel se ha hecho pis en el saco de dormir.
Y Manuel decía sorprendido:
—¿Quién, yo?
Y todos:
—Sí, tú.
—Si yo no fui.
—¿Entonces quién?
—Mm… ¡Miguel!
Y de pronto silencio. Sorprendido levanté  la vista de mis asuntos y encontré a todos los niños serios, mirándome fijamente.
—¿Quién? ¿yo?
Y como apuñalando:
—Sí tú.
—Si yo no he hecho nada.
—Entonces quién.
Empecé a sudar, estaba a punto de emplear un chivo expiatorio, de cargar la culpa de algo que no llegaba a comprender sobre un inocente. Vi un niño gordo y feo que me recordó a un imbécil de cuando yo era pequeño, le señalé y dije:
—¡Él!
Pero los niños seguían mirándome serios.
—¡Niño! ¿Cómo te llamas?
—Tomás.
—¡Fue él! ¡Fue Tomás!
Y los niños volvieron a reír, a saltar y a cantar:
—Tomás se ha hecho pis en el saco de dormir.
Y Tomás se fue corriendo, llorando, a buscar la falda de su madre.

Pero pese a haberme salvado, pese a haber dejado la zona infantil y haberla sustituido por el banco frente al cagadero de perros con su rico aroma, algo no cuadraba, ¿quién se había hecho pis en el saco de dormir?

Una madre entregó una gran piruleta a su hijo, una piruleta hermosa, roja con líneas blancas circulares, y el niño se alejó de sus amigos para evitar llevarse un lametón ajeno, y como estaba solo a él me acerqué.
—A ver, niño, ¿quién se ha hecho pis en el saco de dormir?
Y el niño me miró con unos ojos inmensos mientras pasaba lentamente la lengua por la piruleta.
—¿Te has hecho tú pis en el saco de dormir? — negó con la cabeza, despacio— ¿Entonces quién?

El sujeto se llamaba Manuel, y, sorpresa, era el mismo Manuel al que habían acusado aquella mañana de haberse meado en el saco, dos acusaciones en un mismo día. Me había puesto la gabardina y el sombrero, y le pillé por banda, le cogí del brazo y le arrastré a los arbustos. Empecé con una guantazo, y después le zarandeé de los hombros mientras hacía las preguntas, de tal forma que no se sabía si temblaba por mi acción o por puro terror.
—¡A mí no me jodas, niño de los cojones! ¿Quién se ha meado? ¡¿Quién?! ¡Responde, joputa!


Del interrogatorio no obtuve demasiado, tan solo un shock con el que el niño olvidaría mi rostro o, por el contrario, jamás dejaría de verlo cada vez que cerrase los ojos. Había decidido llamar a Ramírez, un antiguo compañero de pruebas forenses, para que analizase la orina cuando me di cuenta de algo aterrador, ¿dónde estaba el saco del que todo el mundo hablaba?

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