Estaba yo sentado en el parque mientras los niños
se movían, saltaban y cantaban:
—Manuel se ha hecho pis en el saco de dormir.
Y Manuel decía sorprendido:
—¿Quién, yo?
Y todos:
—Sí, tú.
—Si yo no fui.
—¿Entonces quién?
—Mm… ¡Miguel!
Y de pronto silencio. Sorprendido levanté la vista de mis asuntos y encontré a todos
los niños serios, mirándome fijamente.
—¿Quién? ¿yo?
Y como apuñalando:
—Sí tú.
—Si yo no he hecho nada.
—Entonces quién.
Empecé a sudar, estaba a punto de emplear un chivo
expiatorio, de cargar la culpa de algo que no llegaba a comprender sobre un
inocente. Vi un niño gordo y feo que me recordó a un imbécil de cuando yo era
pequeño, le señalé y dije:
—¡Él!
Pero los niños seguían mirándome serios.
—¡Niño! ¿Cómo te llamas?
—Tomás.
—¡Fue él! ¡Fue Tomás!
Y los niños volvieron a reír, a saltar y a cantar:
—Tomás se ha hecho pis en el saco de dormir.
Y Tomás se fue corriendo, llorando, a buscar la
falda de su madre.
Pero pese a haberme salvado, pese a haber dejado
la zona infantil y haberla sustituido por el banco frente al cagadero de perros
con su rico aroma, algo no cuadraba, ¿quién se había hecho pis en el saco de
dormir?
Una madre entregó una gran piruleta a su hijo, una
piruleta hermosa, roja con líneas blancas circulares, y el niño se alejó de sus
amigos para evitar llevarse un lametón ajeno, y como estaba solo a él me
acerqué.
—A ver, niño, ¿quién se ha hecho pis en el saco de
dormir?
Y el niño me miró con unos ojos inmensos mientras
pasaba lentamente la lengua por la piruleta.
—¿Te has hecho tú pis en el saco de dormir? — negó
con la cabeza, despacio— ¿Entonces quién?
El sujeto se llamaba Manuel, y, sorpresa, era el
mismo Manuel al que habían acusado aquella mañana de haberse meado en el saco,
dos acusaciones en un mismo día. Me había puesto la gabardina y el sombrero, y
le pillé por banda, le cogí del brazo y le arrastré a los arbustos. Empecé con
una guantazo, y después le zarandeé de los hombros mientras hacía las
preguntas, de tal forma que no se sabía si temblaba por mi acción o por puro
terror.
—¡A mí no me jodas, niño de los cojones! ¿Quién se
ha meado? ¡¿Quién?! ¡Responde, joputa!
Del interrogatorio no obtuve demasiado, tan solo
un shock con el que el niño olvidaría mi rostro o, por el contrario, jamás
dejaría de verlo cada vez que cerrase los ojos. Había decidido llamar a Ramírez,
un antiguo compañero de pruebas forenses, para que analizase la orina cuando me
di cuenta de algo aterrador, ¿dónde estaba el saco del que todo el mundo
hablaba?
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