Llegaron los dos hermanos a pie desde el polvo que
levantaba el desierto, por donde nunca nadie había regresado y por donde ellos
marcharan hacía ya siete años. Llevaban barbas descuidadas y sombreros llenos
de tierra. Sin apartar la vista del frente recorrieron el pueblo y solo
torcieron en la taberna, donde beberían absenta hasta estar preparados para ir ver
a Madre. Abandonaron el tugurio dejando la botella vacía, poca propina y el
paso firme de quien se juraría que no ha bebido en su vida. La llave oxidada que
llevaba uno de los dos al cuello pudo abrir la puerta de la casa al tercer
empujón, una vez dentro dejaron los cinturones con las pistolas en la mesa de
la entrada y se dirigieron directamente al salón, donde sabían que estaba Madre
pelando mazorcas. Madre tan solo alzó ligeramente la vista y detuvo el
movimiento de sus manos, el hermano mayor se sentó en la silla que estaba
frente a ella, el pequeño arrastró un taburete y se sentó también. Se miraron
fijamente durante veintidós minutos, la madre no movía ni el pecho para
respirar, solo sus ojos brillantes demostraban que no era la estatua más
realista creada por el hombre. El hermano pequeño se levantó entonces, dejó el taburete
en su sitio y se marchó, el mayor siguió sentado hasta que oyó la puerta de la
calle, nadie sabe si se llevó la mano al sombrero en forma de despedida. Una
vez fuera, el pequeño, con el cinturón ya ajustado, le dio a su hermano el
suyo, mientras se alejaban, la madre, desde la ventana, tosió roncamente como
única muestra de afecto.
En mitad de la plaza el pequeño se quitó el sombrero,
mostrando una cabellera grasienta y sucia, y como si el gesto llevase ya
aparejado un mensaje, allí se separaron. El hermano pequeño se dirigió hacia la
última hilera de casas, y desde allí a la casa más alejada. Era la única que no portaba el color marrón propio del barro, era blanca y tenía un hermoso
y nutrido jardín, unos decían que las plantas crecían por la magia que
desprendía la bella mujer que allí vivía, otros que bajo la casa estaba la
única fuente de agua en kilómetros a la redonda, malgastándose en las plantas.
El hermano se detuvo frente a la ventana del segundo piso con el sombrero en la
mano y los ojos entrecerrados por el invisible sol de aquellas horas de la
tarde, en la ventana, sin ser llamada pero estando preparada, apareció una
muchacha con un vestido pensado para perderse en el jardín. Lo que hablaron fue tan privado que no dejaré aquí constancia de ello, al terminar, ella le lanzó
un poncho feo que había cosido sin ayuda.
El hermano mayor caminó arrastrando los pies hasta
detrás de las cuadras, allí encontró a un hombre agachado y de espaldas.
—Levántate y desenfunda.
Y el hombre que estaba agachado no supo si le
hablaba uno de los dos hermanos, el amigo del hombre al que había matado hacía
tres años, o la propia Muerte. Agarró el revólver, se dio la vuelta al tiempo
que se levantaba y fue lo último que hizo, cayó muerto sobre el montón de paja
con el que había estado trabajando. El hermano mayor miró entonces al hombre que lo observaba fijamente sentado en una silla en mitad de la calle bebiendo
una taza de café, un café que hacía ya tres años que había empezado. Después se
dirigió a una niña que mecía los pies tarareando una canción de guerra, y sin
apenas separar los labios preguntó:
—Quién manda ahora en el pueblo.
—Martín Martínez —cantó la niña.
Llamaron a la puerta y al poco abrió un muchacho
alto y flaco cuyas gafas redondas brillaban reflejando la luz e impidiendo ver
sus ojos.
—¿Eres el hijo de Martínez?
El chico se ajustó las gafas antes de responder.
—Sí.
Y una bala le salió por la espalda atravesándole
la columna, una vez estuvo en el suelo el hermano mayor no pudo evitar fijarse
que tenía un libro de poesía en una mano.
—¡Me cago en la mierda! —Gritó Martínez desde el
fondo del pasillo.
Echó a correr hacia el hermano gritando, esgrimiendo
un abrecartas sobre su cabeza. El mayor le disparó tres veces, casi con arte,
como si pretendiese seducir a una dama. Cuando se alejaba rumió:
—Ahora que manden otros.
En medio de la plaza, el hermano mayor esperó al
pequeño, entonces éste se puso un poncho horrible y después el sombrero.
—¿Vamos?
— Vamos.
Y se marcharon entre el polvo del desierto por
donde muchos habían marchado pero solo dos habían regresado, para volver a
marcharse.
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