“Labios de sal, pestañas de media luna y siempre
triste. Pero su tristeza debía ser diferente, nada era igual en ella…”
Un portazo lejano me distrajo. Levanté la vista,
miré por la ventana y vi que el portazo provenía de una casa vecina y que no
era un portazo sino un portazo inverso, es decir, que habían abierto fuerte una
puerta y ésta había golpeado la pared. La responsable era la madre de la casa,
una mujer fea y tirando a gorda que solo conocía de vista. Estaba gritando, y esto,
o algo parecido, es lo que decía:
— ¡Te dije que el médico era a las doce!
Y un grito que no acerté a oír le respondió desde
dentro.
— ¡Es que le doy una hostia y le reviento la
cabeza!— murmuró a gritos la madre mientras salía a la calle, abría la puerta
del coche, la cerraba, volvía a entrar en casa y cerraba la puerta antes
portaceada.
Entonces yo corrí a las redes sociales a dar
cuenta de lo que pasaba, como un periodista de guerra haciendo una crónica
mientras le llueve tierra proveniente de los impactos de mortero. Y fue un
momento muy rápido e incómodo, porque mientras escribía, la mujer de enfrente,
otra vecina, la madre del chico con retraso, abrió la ventana, se asomó y la
volvió a cerrar, de tal forma que como yo estaba sumergido en mis letras apenas
tuve tiempo de dedicarle una mirada de odio, pero mientras pensaba un remedio,
como ir después a su casa, llamar al timbre, mirarla mal y volver, se volvió a
abrir la puerta, esta vez sin portazo y salieron madre e hija. Iban hablando,
la madre decía cosas como “pues te levantas antes” o “es que estás todo el día
con el móvil” y a la hija no había quien la escuchase, bien porque daba igual
lo que pudiese decir, porque tampoco le apetecía hablar o porque se había levantado
hacía poco y de su mente solo estaba activo lo estrictamente necesario. Yo a la
hija la recordaba más guapa, pero viendo su silueta pensé que es que quería
seguir los pasos de la genética de su madre. Ya entendía yo por qué, en esa
casa en la que viven unas siete personas, cuando llegaba tarde por la noche
veía a la chica sentada en la acera, en la puerta de la casa, con el novio.
Se fueron al médico y ya no volvieron… hasta una
hora y veinte después. La hija ya no parecía dormida pero sí más torpe a la
hora de atravesar la sucesión de puertas y aguantar sin caerse cuando su perro
se abalanzó sobre ella para saludar, la madre ya no gritaba. Tienen dos perros
que me olisquean casi a diario y aun así siempre me ladran, putos perros. Me
encendí un cigarrillo. Dicen que los animales ven el alma, ¿acaso es eso? ¿Tengo
el alma negra? Lo que debo tener negros son los pulmones de tanto fumar cuando
aparezco en mis propias historias.
¿Por dónde iba? Ah sí, intentaba escribir sobre
una chica triste, y todo porque se me ocurrió la expresión “labios de sal” para
decir que una persona acostumbra a llorar, aunque también se me ocurrió el otro
día “ojos de caracola derruida” y a eso no le he intentado escribir nada, será
porque se me ocurrió de noche, cuando se me ocurren todas las historias, pero
no las puedo escribir, porque se me ocurren cuando se van cerrando los ojillos
y me adentro a medias en las nubes negras del sueño, a medias porque no hay
quien duerma con este calor.
Lo contado en esta historia es aterradoramente verídico.
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