Y yo las pinto, y ellas al principio medio desnudas y
después, siguiendo las instrucciones que les di cuando llegaron vestidas, con
el bolso colgando y sin calcular yo bien los resultados, desnudas del todo. Y
besándose desde un principio, maldita sea, o descubrieron lo fácil que es amar
el cuerpo de una mujer o he dado con las mejores actrices sobre la Tierra.
Besándose con los ojos cerrados, mientras se desnudan, y besándose con los ojos
cerrados mientras se acarician, ya desnudas, siguiendo mis instrucciones. Y mi
pincel temblando ligeramente. Mis ojos que no se separan de ellas, por lo que
no pinto, y entonces pinto, pero es un mal trazo, no pinto con pasión como
había imaginado mientras ellas se acarician tal como sí lo había hecho. Ahora
no se besan, porque una suspira, pero la otra sí le besa, aunque no en los
labios, y yo no les puedo seguir el ritmo. De pronto una se tumba, la que
besaba, y la otra me mira preguntando si sigue con el plan, a lo que yo asiento
con la boca seca. Dejo la paleta, no puedo pintar ni sé si podré cada vez que
recuerde la escena. Cruzo los brazos y finjo una mueca de experto observador,
como si solo me interesasen las formas, como si ellas se fuesen a fijar en el
espectador. Quiero acercarme, es lo único que deseo, pero no puedo, rompería la
escena, rompería el trabajo contratado, rompería sus semblantes relajados o
atados al placer y en su lugar vería sorpresa, ceños fruncidos o, aun peor,
negación. Entonces todo pasa, ellas respiran agitadas y me preguntan si lo han
hecho bien, yo respondo que sí dos veces, entonces me preguntan si tengo lo que
quería y digo que sí también, mientras de reojo veo en el lienzo unos maltrechos
trazos. Ya vestidas con el bolso colgando me vuelven a preguntar por el cuadro
y yo prometo enseñárselo una vez lo haya terminado.
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