sábado, 13 de junio de 2015

Aquella tarde en el acantilado

La antorcha iluminaba tus ojos, y cuando ésta se fue no añoré su luz o su calor, sino esas dos chispas que me miraban y esa boca de labios ligeramente separados. ¿Por qué me mentiste tanto? ¿y por qué cuando no lo hacías ocultabas las verdades en ovillos de lana de palabras extrañas? Supongo que me quedo con aquella tarde en el acantilado, con la piel de gallina por el viento, tus brazos estirados, tu falda moviéndose como una bandera, tus gritos de liberación, y toda aquella paz. Aquella misma tarde, justo antes de la puesta de sol, con el cielo ya pintado de violeta, me preguntaste que en qué pensaba, porque no dejaba de mirarte, y a punto estuve de decírtelo, pero menos mal que ni lo hice entonces ni lo hago ahora, menos mal que aquello que pensé lo guardo aun bajo la almohada, si no, aquella tarde en el acantilado apenas tendría valor a estas alturas. Pero bueno, entonces se fue el sol y llegó la noche, y ambos, abrazando nuestros propios cuerpos por encima del jersey, en mi caso, y de una cazadora vaquera, en el tuyo, corrimos del acantilado al pueblo más cercano sin haber bajado al final a la playa, donde me permitía imaginar que nos hubiésemos bañado fríos y desnudos. En el pueblo no había luz aquella noche, la iluminación dependía de las antorchas que portaban hombres disfrazados con harapos que cubrían sus rostros con extrañas máscaras pintadas. Allí vi tus ojos como hasta aquel momento no los había visto, y tus labios, que se mostraban ligeramente abiertos, casi inocentes, directamente ligados a tus ojos, que reflejaban la luz del fuego, queriendo decirme algo, pero entonces la antorcha se alejó. Luego nos lo pasamos bien bailando junto a todos en la plaza, donde ardía una majestuosa hoguera, pero no podía ser feliz del todo, pues en aquel momento perdido sentía que había perdido algo más. Aun así bailamos, cambiamos de pareja una y otra vez y volvimos a bailar, la gente del lugar estaba en su mayoría disfrazada, así que mi rabillo del ojo encontraba sin querer el azul de tu chaqueta en todos lados. En un momento me abrazaste por el cuello y me sonreíste, ¡menuda sonrisa! y me besaste también, pero fue un beso ligero que perfectamente podía quedar dentro de una broma o un juego. Entonces volvieron los hombres de las antorchas y la gente empezó a correr en todas direcciones mientras gritaba y reía a un tiempo. Tú me cogiste de la mano y echamos a correr, pero de pronto nos topamos con un hombre que no tenía una antorcha, sino dos, y de cuya máscara crecían dos nudosos cuernos, entonces me soltaste y acabamos corriendo cada uno en una dirección. Yo terminé escondido debajo de un porche con una adolescente rubia muy guapa que no dejaba de mirarme, ambos agazapados, tan cerca el uno del otro, pero entonces empezó a sonar una música junto al clamor popular y supe que el juego había acabado. La adolescente salió y me tendió la mano para que saliera, mano que ya no soltó hasta que salió corriendo hacia un grupo de chicas que debían ser sus amigas. Ahí fue cuando dos manos me taparon los ojos y me susurraste al oído sorpresa, entonces me dijiste que habías descubierto un buen lugar y me llevaste hasta allí, pero no sin antes captar la desolación plasmada en el rostro de la adolescente. Me llevaste a una casa bien iluminada por velas en cuya entrada había una anciana sentada en una silla que te saludó sonriendo con un gesto de cabeza como si ya hubieses estado allí. Las habitaciones eran muy grandes, y en todas ellas colgaban mantas desde el techo hasta el suelo, formando un laberinto de pequeños cuartos improvisados en cuyos suelos había colchones decorados. Subimos por las escaleras, que al contrario que la casa se encontraban en penumbra, en donde varias parejas se besaban en la oscuridad, apenas reconocibles. En el segundo piso entramos en una habitación ya de por si pequeña y nos tumbamos en el colchón colocado en un cuarto de la misma delimitado por maltas colgantes. Allí estábamos muy cerca el uno del otro, bocarriba, pero con los rostros girados, mirándonos, y hablábamos en susurros. No llevaba reloj, me lo había quitado en algún momento de la tarde y podía estar en el coche o en alguno de mis bolsillos, pero no sentía el deseo de buscarlo o encontrarlo por accidente, estaba tan a gusto allí, contigo. Tú me hablaste de varias cosas, incluso llegaste a hablar de tu hermana, aunque mientras lo hacías mirabas al techo y no a mí. Yo por mi parte te hablé de mis ritos y los actos simbólicos, y tú te reíste, me llamaste bobo y me besaste, y cuando paraste, para comprobar si aquél beso había sido real o había sido como el de la hoguera, te besé yo. Y así pasamos la noche, hablando en susurros, besándonos y dejando a nuestras manos hacer travesuras, y nos dormimos poco antes del amanecer.
Después de aquello, una vez habíamos vuelto a casa, empezó nuestra relación, sin nombres, siendo lo que tuviese que ser, pero ¿qué pasó después? ¿Qué trajo tus mentiras y tus verdades ocultas en ovillos de lana? Todo acabó tan de repente, como si tan solo hubiese transcurrido un segundo.

¿Sabes por qué te escribo ahora esto? Porque hace poco volví al acantilado, y allí donde tú gritabas de liberación, yo grité lo que nunca te dije en una especie de acto simbólico. Después fui al pueblo, de día, pero todo era diferente, parecía un pueblo normal, un pueblo más. También busqué a la adolescente de pelo rubio, pero no di con ella. No quedaba nada, no había antorchas, hombres con máscaras ni ojos que dicen cosas.

1 comentario:

  1. ¡Qué bien que hayas vuelto a escribir! Siempre me trasportas a mundos nuevos e interesantes y a historias que inspiran otras historias y que te hacen imaginar. Tienes suerte de tener ese don.

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