martes, 14 de octubre de 2014

Estuve tentado de matarte mientras dormías

Los rostros borrosos al fin se veían con nitidez, perfectos rostros de mujer. Pero aun así no eran bellas, sino que daban la impresión de ser el frío hecho persona, a lo que también ayudaba sus vestidos blancos que flotaban como el aire.
Se despertó y durante una fracción de tiempo creyó seguir viendo a una de esas mujeres de vestidos vaporeos, hasta que cayó en la cuenta de lo que veía era la cortina blanca danzando por el viento, el cual provenía de una la ventana que no debería estar abierta. Se levantó y la cerró, pero era imposible que se hubiese abierto sola y él estaba seguro de haberla dejado cerrada, sobre todo en una noche tan fría como aquella, así que abrió la puerta de la inmensa terraza y salió.
Nada más salir le recibió la luna, iluminándolo con aquella fantasmagórica luz blanca que eclipsaría cualquier otra luz en ausencia del sol.
-Estuve tentado de matarte mientras dormías.
Miró al rincón huésped de aquella voz y vio dos lunas antes de darse cuenta de que lo que veía era el filo de una espada brillando en plata por la luz de la verdadera luna. Quien portaba aquella arma era el Enemigo, pero un enemigo honrado y honroso, aunque enemigo al fin y al cabo. También vio otra espada ya desenvainada sobre la mesa en la que las damas acostumbraban a tomar el té y reían tapadas por una sombrilla los días que había sol y éste era cálido, imagen que costaba llevar a la mente cuando al respirar se hacía un vaho denso que trepaba hacia la luna, la cual, sin ojos y sin murmullos, lo observaba todo quieta, sin el menor atisbo de vida. Se acercó despacio a la mesa y recogió la espada por la empuñadura, como se cogen las espadas, si el Enemigo no lo había matado aun daba por sentado que nada le ocurriría hasta que ambos estuviesen en las mismas circunstancias. Una vez ambos estuvieron con espada en mano, montaron guardia y con un deslumbre empezaron a sonar en el bosque los ecos de las estocadas. Por el ruido lejano se adivinaba que eran espadas, de metal y de un metal muy frío. Cuando más chocaba el metal, más se calentaban sus portadores, por lo que su sangre hervía más e iban perdiendo el blanco de la luna, lo que hacía que ella fuese perdiendo el respeto por ellos. Finalmente sonó metal, y un "¡Ah!" y alguien cayó al suelo, rompiendo el blanco de la estampa con un charco carmesí en el suelo.

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