sábado, 5 de abril de 2014

la Escalera

Soy una escalera, pero no una escalera de caracol alargada, propia de la torre de alguna iglesia, ni una de inmensos escalones de piedra de algún templo de antigua cultura centroamericana. Soy una escalera bastante normal, una de madera de media calidad, una de esas a las que en verano les entran dolores por la dilatación y crujen. No voy a hablar mucho de mí, quizá contaros que las escaleras somos mucho más que escaleras, somos, si acaso, Escaleras, o Las Escaleras, ¿saben que hasta nos enamoramos? Yo una vez me enamoré de una escalera de una mansión, era tan fina (en modales, pues de ancha no lo era mucho, precisamente), tan señorial... con esa pijería y esos modales... Pero claro, ella solo tenía ojos para esas largas escaleras de bomberos... No para una sencilla escalera de edificio de tres pisos de un barrio delicado, en cuanto al entero cumplimiento de la ley se refiere, como yo. Desde que me rechazó ando algo deprimido y se me ve más cuesta abajo que otra cosa.
Este, mi edificio, tiene seis domicilios, repartidos en forma de dos en cada piso, y me gusta pensar que yo soy el esqueleto del lugar, el jefe, el alma, sí, soy el alma de este mi edificio.
En uno de los bajos vive la anciana señora Margarett, no tengo mucha relación con ella, el miedo y los años le han dejado encerrada en casa, en un par de ocasiones he tenido el placer de conocer los zapatos de su hijo. Enfrente, y tomando también solo una pequeña parte de mí, está el otro bajo, como indica la lógica, y en él vive la mejor familia que le puede tocar a una escalera deprimida como yo, es una familia de cuatro miembros, el padre me visita dos veces al día, una por la mañana, a las cinco, y otra a la noche, a las diez, el pobre trabaja más que la escalera de un pintor, y aun así, me dedica una sonrisa cansada de educación, la madre es ama de casa, pero no se duerme en los laureles, hace tantos recados y trabajillos que de media la veo veintiocho veces al día, por entradas y venidas, pero lo importante, lo realmente importante, son los hijos, los dos niños, qué energía, qué vitalidad, qué felicidad... la verdad es que me gustaría que viviesen arriba del todo, para que me bajasen saltando y corriendo y poder verles más. Los dos pisos del siguiente nivel están vacíos, uno porque no se le encuentran inquilinos, y el otro porque ardió, afortunadamente el fuego se quedó en la casa y solo me quemó un poco el codo (el codo de la escalera, digo) y bueno, tampoco hubo muertos. Arriba vive, a la derecha, el joven estudiante, que un día trae lienzo y caballete como al otro trae una tambaleante columna de libros en brazos, uno de estos un día se le cayó, sobre mí, por supuesto, y pude leer algo así como "Código de Patrimonio Cultural" y por lo que me dolió el golpe podréis imaginaros lo pesado que era, también trae de vez en cuando muchachas de faldas cortas, y yo, en mi calidad de escalera, me permito mirar por debajo de estas, archivando en mi memoria bragas de todos los colores.
Por último, el último piso de la izquierda, que es del que iba a hablar ("venía" no literalmente, las escaleras por lo normal no nos movemos, somos perezosas).
Aquél día, como todos a la puesta de sol, Paco, el conserje, estaba fregándome escalón a escalón, la verdad es que es realmente relajante, sin faltar el respeto a nadie diré que es lo más parecido al sexo que tenemos las escaleras, cuando sonó un golpe seco y muchos gritos, y más golpes, y Paco, sabiendo que era otra de las feas peleas entre la pareja, al tercer golpe fuerte bajó a llamar a la policía, o a protección de la mujer, o lo que encontrase más rápidamente en la guía telefónica.
Mientras tanto, los gritos seguían, gritos desgarradores, los de ella, y llenos de ira, los de él, y ambos con una entonación de las que te hacen abrazarte las rodillas y morderte las uñas, excepto si eres una escalera, claro. De repente, la puerta se abrió dando un portazo inverso, esto es que golpea la pared, y de allí salieron ambos, gritándose, con los rostros llenos de ira. La verdad es que por edad debían haber sido jóvenes, pero la pobreza les había vuelto viejos. Llegado cierto momento, él, con experiencia ya, la empujó, con la mala suerte de que esta vez detrás de ella no estaba el suelo o una pared, sino yo. Ella estaba en el aire, el tiempo detenido, y yo con los ojos muy abiertos y los brazos muy escalones. De alguna manera, ella pudo girarse estando en el aire, y de alguna manera más rara aun, pudo cruzar sus ojos con los míos, así es como cambió su miedo por incomprensión. Cayó, se golpeó la cabeza y murió. Yo, una escalera, me había enamorado de una mujer humana, y lo había hecho durante dos segundos, después ella había muerto al golpearse con mi rodilla.
Lo que pasó después, bueno, no me siento orgulloso de ello, ni me siento mal, más bien no siento nada al respecto. Él, recibiendo un cubo de agua helada de realidad, vio lo que había hecho, y salió corriendo escaleras abajo, hacia ella, suplicando a dios con voz de sincero arrepentimiento. Es curioso, y quizá imposible, que un escalón se levante solo, pues pasó, y él se tropezó, y es quizá más imposible que otro escalón se mueva provocando que el hombre se clave un afilado pico en la frente, pues pasó también, y él murió.
Ya no lloro cera de parquet, ni crujo cuando pisan cada escalón, ya no cotilleo a las marujas ni colecciono suciedad de suela de zapatos, ahora paso desapercibido, me he vuelto una simple escalera.
Dicen que van a instalar un ascensor, espero que no hable demasiado.

1 comentario:

  1. Siempre me veo volviendo a esta entrada. Qué genial, qué original y qué curioso

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