domingo, 20 de abril de 2014

Mare.

Ahora que todo iba a terminar, parecía más bello.
El aroma del mar, salado, fresco y pegajoso; los niños, corriendo, jugando. Ella mantenía el ritmo al andar igual en todo momento, ninguna distracción, ningún pensamiento traidor, tocaba sus pasos.
Llegó al Gran Espigón y ahí se detuvo un momento, tomó aire y se adentró en las rocas.
El mar, el océano, son extensos, azules en su mayoría y con muchos pensamientos incrustados entre sus olas. Era una pena que no hubiese ningún barco a la vista, a Ana le hubiese gustado ver uno por última vez. Se dirigió hacia la Roca.
Ana miró hacia abajo, el Gran Espigón en realidad era un acantilado que llevaba ese nombre por cerrar una pequeña bahía. El mar estaba tranquilo, sus olas lamían la falda del acantilado en vez de golpearlo, eso estaba bien, sino podía haberse echado atrás-
-Adiós- Susurró.
Se acercó aun más al borde, cerró los ojos, estiró los brazos y...
-Ni se te ocurra.
Alarmada, Ana por poco tropieza y cae. Se dio la vuelta y vio a un joven sentado, apoyado en la Roca, que observaba con interés sus propias uñas.
-Pero...
-Me da igual.
Se levantó, enérgico, de un salto.
-Ven- Le ofreció la mano.
Ella, vacilante, se acercó a él y se la cogió, esto fue lo único que cambió la expresión del rostro de él, a ligeramente sorprendido.
Sin hablar, con el mismo paso que se emplea cuando buscas conchas en la playa o con el que pretendes no pisar los cristales del suelo, salieron del Gran Espolón.
Ana no es que hubiese cambiado de parecer, es que tenía una especie de shock emocional, y aquel chico, aquel chico, nunca le había visto, sus ojos miraban al frente, pensativos, soñadores y a la vez desafiantes; su mano, cálida en la tibia de Ana, parecía fuera de lugar, que a él le pegaría tener las manos en los bolsillos, la vista en el suelo y una seriedad constante, de hecho, Ana estaba segura de que si le soltaba la mano, desaparecería o se iría volando, una de dos.
En cierto momento, ella, que no dejaba de mirarle el rostro, se detuvo, él, girando la cabeza, hizo un amago de sonrisa y comentó:
-Vamos.

Anduvieron por la playa de arena y piedras, con pasos muy lentos, como dos enamorados. Cuando el sol tocó su perfecto azul para iniciar la lenta puesta de sol, se detuvieron.
Ella, Ana, empezó a hablar entonces, sin habérselo propuesto y sin poder parar. Le habló de qué había hecho desbordar el vaso, de por qué el vaso estaba tan lleno, de qué había ido llenando el vaso y de por qué había un vaso. Le contó sus problemas, le habló de sus hermanos, le comentó con alegría sus mayores y a la vez pequeños placeres y al terminar respiró como un fumador con pulmones nuevos, como un ser gordo al obtener un cuerpo atlético de repente, respiró de manera limpia y tranquila, se sentía tan... relajada, no se atrevía a decir feliz.
Entonces le miró, y los ojos de él, que se habían mecido entre el sol y el mar, le miraron. Ella entonces se acercó, iba cerrando los ojos cuando un dedo de él se posó en sus labios.
-No- Susurró. Se levantó y se marchó.
Ella no hizo nada ni pensó nada durante largos minutos, entonces, de repente, se sintió estúpida, boba y empezó a recordar cosas, quería gritar, pero no podía, los gritos, en vez de acudir a su boca, parecían querer salir por su pecho, impidiéndole respirar, sus ojos se llenaron de lágrimas. Se levantó y empezó a correr, como el viento. No se daba cuenta, pero ahí sentada y sola había estado más tiempo del que creía.
Esta vez no paró en la entrada del Gran Espolón, ni anduvo con cuidado por las rocas y, lo que si que no hizo, fue parar en el borde del acantilado. Saltó.
Mientras saltaba, sus ropas y su pelo se fundieron con el aire, ella sintió miedo y se arrepintió de lo que había hecho, pues ya caía, caía hacia el mar, mucho más bravo que antes. Calló...
...Pero rebotó, gritó al hacerlo.
Se encontraba en una red, a mitad del acantilado, ésta estaba enganchada a la piedra, se mantenía horizontal por unos palos que tenía debajo a cierta distancia unos de otros, y se extendía como cien metros en cada dirección.
Ana miró a su alrededor y vio al chico sentado en una piedra, se arrastró hacia él sobre la red, había una especie de entrada a una cueva a su espalda. Quería darle las gracias de alguna forma, pero a la vez también le odiaba.
Se imaginó a aquel chico llegando a casa, saludando en voz alta a su madre, cocinando, y a su padre, descansando frente a la chimenea con una espiga de trigo en la boca. Se lo imaginó sentándose en la mesa de la cocina, a espaldas de su madre, y mientras empezaba a pelar patatas comentar "¿Sabéis? Hoy he evitado que una chica se suicidase".
Miro hacia el sol, en su punto álgido del atardecer, y miró al mar, tan profundo.
-Mare nostrum- Comentó.
-Mare nostrum non est, mare dominus non habet- Dijo él.
Ante la mirada de Ana añadió:
-El mar no es nuestro, el mar no tiene dueño.






Mi agradecimiento a Paula por su ayuda con el latín.

1 comentario:

  1. Maravilloso...simplemente, mi marca de heroína. Imposible parar de leer, jamás me canso de imaginar tus anheladas historias y tus respuestas a mis más complejas preguntas. Emocionar a un lector,siéntete orgulloso, lo has conseguido.

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