miércoles, 15 de diciembre de 2021

El niño está enamorado

El niño está enamorado, y todos le miran mal. Le da vueltas al vaso con la mano, distraído, y sobre él llueven las miradas de reproche porque no hace su trabajo. Quiere mirar el móvil para ver sus mensajes, pero qué dulce placer no hacerlo y dejar que el teléfono le sugiera ideas silencioso desde el otro lado de la mesa, como una nubecita caliente, como un corazón delator que compite con el suyo propio.

Niño, no seas tonto. Parpadea y céntrate.

Pero el niño descompone el clima con las energías que exhala sin ningún control y provoca que la calle se tiña de azul. Del azul del campo en la madrugada. Hermoso pero frío.

Y mientras tanto el niño suspira feliz, conteniéndose las ganas de abrirse el pecho y salir corriendo, a partes iguales.

Cae otra pila de papeles a su lado. Sus jefes quieren apagar su llama con papel. Pero el niño no es tonto y no les prende fuego. Se dedica a hacer la mitad del trabajo y a tirar la otra mitad de los papeles.

Le brillan los ojos, le arden las mejillas. Siente que tiene fiebre. Quiere saltar muy alto y a la vez quiere cavar un túnel y dormitar en la penumbra fresca de la tierra. Qué incongruente el niño.

¿Niño, no te das cuenta? Tendrás que coger el móvil y alegrarte. Y una de esas veces será la última vez. Y no te digo que no te enamores, ni que no dimitas de tu trabajo. Sal a la calle y corre hasta extenuarte, y después canjea tu alegría por más energía. Todo eso está muy bien, solo te recomiendo que llores ahora un poco, por si las moscas, y que las lágrimas se calienten y parezcan algo alegre. Así ya estás un poco llorado por lo que pueda venir. Así igual, si te acabas sintiendo muy, muy triste, porque todo eran ilusiones y nada más, quizá puedas recurrir a los recuerdos que estás creando ahora mismo y encender uno como si encendieras una cerilla. Y alumbrar un poco tu rostro, tu mano, tu corazoncito y el rostro que imaginas. Cuando la cerilla se apague estarás en penumbra, pero empezarás a ver de nuevo las luces que te rodean. La calle ya no estará teñida de azul. Las cosas tendrán el color de la cotidianidad y del sol frío de enero. Volverás a ser un tú que no te gusta del todo pero que nunca te ha fallado, que trabaja con pereza y se cansa cuando corre, y que, quién sabe, quizá algún día se encienda como se encendía por otra persona a encontrar un resquicio nuevo inesperado dentro de sí, tal vez detrás de la cuarta falange, o en el lado oscuro del corazón.

domingo, 28 de noviembre de 2021

El fin de la guerra

 

Justo antes de la batalla se escuchó un grito del lado de los unos. Los doses mandaron prestar atención y el grito se repitió. Al parecer había nacido entre los unos un sentimiento espontáneo de aberración hacia la guerra. Que si tenían que morir, morían, pero que para qué morir. Los unos solicitaron hablar y los doses, extrañados, aceptaron. Mandó cada ejército una embajada al centro de la tierra de nadie, pero a medida que la charla se extendía, se fue acercando más y más gente hasta que aquello se convirtió en un griterío más propio de un bar que de dos ejércitos enfrentados. Debatían, hablaban y movían mucho los brazos. Gritaban, lloraban y hasta había quien se abrazaba. Al final hubo consenso: parar la batalla.
Sin embargo, algunas horas después, con el sol perezoso de la tarde, sentados y desperdigados por los terrenos donde antes pensaban matarse, surgió un algo, un murmullo, una curiosidad, una duda, una inquietud. ¿Por qué no parar también la guerra? Ésta pregunta cuajó allí y después se fue extendiendo a lo largo y ancho del frente por donde los unos y los doses seguían matándose, haciéndolo en ocasiones con ayuda de los mezquinos y mercenarios treses. Así, como con prisas, este inesperado pacifismo cuajó en los soldados de ambos bandos y de pronto el frente se convirtió en un lugar más, sin nada relevante. Ahora había paz, pero continuaban las diferencias. Si a éstas se les daba fuerza la cosa volvería a empezar y la guerra sería de nuevo inevitable. De manera que había que esforzarse por llegar a acuerdos, unificar una capital, elaborar todo tipo de cargos y, ya puestos, ocuparlos por duplicado entre unos y doses, para que ningún grupo pudiese sentirse mermado de poder. Todo empezó a ir bien y los campos de batalla se sembraron de rosas amarillas, solo de rosas amarillas.

Un consejero miraba por la ventana distraído. Era el ocaso y la luz rojiza parecía más intensa de lo normal. Aquel consejero era un dos, pero eso no importaba, nadie hablaba ya de esas diferencias. De pronto vio algo extraño en el patio, un enfrentamiento silencioso de sombras. Desde su posición privilegiada pudo atisbar más movimientos extraños en distintos puntos de la capital y, cuando escuchó lo que le pareció un grito, decidió salir a dar el aviso. Al volverse vio a otro consejero, un uno y gran amigo suyo. El uno se movió deprisa, llevaba un puñal y apuñaló con él varias veces al dos, que acabó de rodillas contemplando el ocaso que se le extendía por el pecho, las tripas y las piernas. El otro consejero, mientras limpiaba su cuchillo, se lo confesó todo movido por la amistad que los unía. No había habido tregua en aquella batalla lejana, no había habido paz tras la guerra. Todo era una estrategia que se había desenvuelto despacio y ahora todos los doses estaban siendo asesinados en uno y otro lugar. El consejero separó las manos rojas de su cuerpo y cayó a un lado, cansado de todo aquello.

domingo, 21 de noviembre de 2021

El Campito

 

En la mañana, muy temprano, por el extremo norte asoman un hombre y su perro, que fijan la vista en el extremo sur, desde donde les miran una mujer y su perra. De pronto cruza por mitad del parque una señora embutida en un abrigo enorme al que acompaña su minúsculo perro que moviendo las patas a toda velocidad, no se sabe si por el frío, por miedo o por tener la vaga ilusión de hacer ver que va a algún sitio.
Así, todos caminan en silencio por el parque. Ni los perros ladran. Hace frío y la estampa de dueños y perros caminando de forma incierta y sin hacerse caso les da una apariencia de fantasmas.
El sol asoma y el parque se vacía. Estas personas aún tienen que volver a casa, desayunar, puede que ducharse e irse a trabajar, mientras que sus perros tienen que tumbarse a esperar durante toda la jornada a que vuelvan y poder volver a salir.

Ya bajo esa primera luz del sol, que más parece que haya tenido un gallo y deba aclararse la garganta antes de que le salga la luz, aparecen las madres, que no madres y padres, con sus hijos de la mano y llevando las mochilas de estos. Todos, madres e hijos, van muy abrigados. Una pelota de fútbol va siempre delante de una pareja, otra camina mientras se comen un bollo y un zumo porque no les ha dado tiempo a desayunar en casa.
Las parejas y tríos se van juntando por cercanía, formando grupos más grandes, como seres vivos que se van absorbiendo. Y siguiendo la continuación de este proceso biológico, cuando un grupo se vuelve demasiado grande se divide en dos, como una célula, y los niños van delante y las madres van detrás.
Llegan al extremo sur del parque y salen de éste para cruzar un pequeño paso de cebra de una zona residencial y ya están en la puerta del colegio.

A lo lejos se oyen los timbres que anuncian el inicio de las clases, pero los nuevos habitantes del parque no llegan a oírlos porque no oyen muy bien. Estos vienen de todas partes también, y van a sentarse en los bancos del centro, con vistas privilegiadas a la cancha de fútbol. Llevan bastones, espaldas inclinadas y un par de andadores. Bien mirado cada día son menos. Una de ella se encarga de vigilar quién falta, y luego, entrada la mañana, irá a sus casas a llamar al telefonillo y enterarse de si es que no han podido ir hoy o si es que han muerto.
Al poco de reunirse e intercambiar palabras vacuas, se marchan a una cafetería cercana porque hace mucho frío.

A media mañana se puede observar desde el extremo sur cómo se abren las puertas del colegio, sale una profesora, se planta en mitad de la calzada junto al paso de cebra y, tras hacer un gesto, del colegio sale una marabunta de niños que invaden el parque en una escena más bien propia de la historia bélica donde se saquea el territorio conquistado.
Entre los niños surge de pronto un rumor acerca de un asesino en serie que vive cerca y frecuenta aquel parque. Le llaman el Clavijas y a todos les recorre un estremecimiento del más gustoso terror al imaginárselo aparecer en aquel momento en el parque con un cuchillo. Algunos rumores hablan de que la policía ya le detuvo, pero que escondió una casa con dinero y pruebas de sus crímenes en aquel parque y que cuando salga de la cárcel volverá a por ella. Tras escuchar esta última historia. Todos, mayores y pequeños, buscan palos y piedras para ponerse a cavar.
Al final del recreo, para reagrupar a los niños, hace falta emplear una práctica propia del pastoreo y así los profesores suben a los extremos norte, este y oeste del parque y van bajando, de forma que los niños, como pececillos ante una red, solo pueden escapar hacia el sur para seguir jugando, donde les espera el paso de cebra, las puertas y sus clases.

A medio día la verdad es que aquello está desierto, así que los pájaros aprovechan y dan cuenta de los restos de comida que dejaron los niños, también cantan un poco, se aparean y hacen cosas de pájaros en definitiva.

A primera hora de la tarde vuelven las madres y los niños, pero después del día están cansados y juegan más tranquilos. Las madres se sientan en los bancos y liberan el estrés de la oficina lanzando de vez en cuando una orden a los hijos que hacen algo peligroso en un columpio, se meten hormigas en la boca y juguetean con una jeringuilla que se han encontrado (tal vez, quien sabe, perteneció al Clavijas).

De forma progresiva y mientras el Sol se empieza a acomodar en el horizonte, van tomando el relevo nuevas personas acompañadas de perros. Estos corren, recogen la pelota y ladran para demostrar que están vivos. Tan distintos son de los perreros de la mañana. Sus dueños hablan entre sí, hacen grupos, se cambian los números de teléfono y quedan en ir a tomar algo. Ellos también quieren demostrar que están vivos.

Ya sin sol y con las farolas encendidas, llegan algunos enamorados furtivos, casi de puntillas, que pasean o se sientan en bancos a besarse. Cada pareja se arremolina entre sí en una unión de tela y plástico, pero cuando van a meterse mano se escucha un ahora no, más motivado por el frío que por pudor.

Luego los enamorados se van por temor a los nuevos ocupantes del parque: los yonkis viejos. Son todos hombres muy flacos, con la piel chupada. Son supervivientes. Han superado en parte la adicción debido a la falta de dinero. Viven de pedir en el trasporte público con discursos bien logrados y ahora, después de un largo día, vienen a echar sus cartones, plásticos y sacos de dormir sobre el suelo de la cancha de fútbol, a la que el ayuntamiento puso una cerradura que ellos rompieron. La cancha acoge partidos durante el día y mendigos durante la noche, que hacen de ella su habitación comunal.
Hay uno que camina algo más apartado. Se le ve débil. Es probable que no supere la noche y que los perros de la mañana tengan que llamar a una ambulancia. Camina arrastrando los pies, mirando al suelo y parece que anda recordando. Quién sabe, quizá una vez un niño plantó su mirada en él y le reconoció. Ahora parece que sonríe. El viejo Clavijas sonríe sabiendo que morirá esa noche, que ese parque será su panteón y que su leyenda durará por siempre.

domingo, 14 de noviembre de 2021

Kiribati, 2032

Taneti está sentado mirando al mar. Es de noche y aquella zona de la playa no es tan bonita y las rocas que asoman de la arena la hacen incómoda para extender las toallas, de manera que no hay resorts cerca y reina por tanto una cierta oscuridad. De esta manera no se pueden ver los islotes y atolones que se verían de día, de forma que es una noche perfecta para extender su imaginación sobre ella.

Alguien se acerca por detrás, Taneti sabe que se trata de Anote.
—Hace una buena noche.
—Es cálida, sopla la brisa, se oye el mar y nos llega la música de una fiesta lejana. Es una noche como todas las demás.
—Me voy mañana.

Estas palabras sí afectan a Taneti, pero no quiere exteriorizarlo. Anote se va como se van todos. No es una decisión, sino que lo manda al gobierno. Antes pensaban irse a las islas Fiyi, el gobierno había comprado veinte kilómetros cuadrados en la zona más alta para sus doscientos mil habitantes. Pero Fiyi también corría el riesgo de desaparecer. Se pensó entonces en Nueva Zelanda, pero la contaminación del mar había llevado a la isla a la hambruna. Así que solo quedaba Australia. Los kiribatianos, dedicados a la pesca y a servir como esclavos del turismo, se dedicarían así a la ganadería extensiva, criando cientos de miles de vacas que agravasen la contaminación del mundo que se llevó sus arrecifes.

—¿Tú qué harás?
—Creo que iré a las Islas de la Línea.
—Vamos, Taneti, eso no tiene sentido.
—Dicen que desde allí es más fácil conseguir un visado a Hawai.
—¿Y qué harás allí, bailar el hula?
—Siempre he querido ver montañas. ¿Sabes? Cuando Hiram Bingham Jr. tradujo la Biblia a nuestro idioma tuvo un problema con esa palabra: montaña. No tenía cómo hacernos entender qué era aquello.

Anote se despide y se marcha. Taneti se queda mirando el amanecer y piensa en muchas cosas. Piensa, por ejemplo, en la bandera y el escudo de su país. Le hace gracia pensar que una vez le regalaron un libro de aventuras en cuya portada se ilustraba una batalla y cómo tiempo después vio la caja de un juego de mesa con aquella misma ilustración en la tapa y cómo descubrió que la batalla era mucho más grande, con más actores y detalles, de los que había conocido en la portada de su libro. Era una tontería, pero en aquel momento de niño se sintió eufórico al contemplar todo lo nuevo que surgía más allá de los márgenes conocidos. Ahora compara aquella escena con el escudo y la bandera de Kiribati, porque la bandera solo amplía la ilustración del escudo. Y lo compara también con Kiribati y con el mundo, porque éste amplía al primero, dándole otras formas, otros colores, dándole, por ejemplo, montañas.

Ver el amanecer desde esa playa le recuerda que su país es el primero del mundo en celebrar el Año Nuevo. Por eso tienen unas islas llamadas las Islas de la Navidad, nombre, cómo no, dado por los ingleses. Tan simpáticos ellos siempre, los turistas de la historia, que le fueron dando sus nombres de pila a aquellas islas que se encontraron habitadas, a imagen y semejanza del adolescente que graba con una navaja su nombre en un árbol. Antes Kiribati era el primer país en celebrar el año nuevo y también el último, porque la línea que separa el tiempo cortaba las islas, así que le pidieron al Mundo mover esa línea y les hicieron caso. Después del pidieron que dejaran de provocar que subiera el nivel del mar y de lanzarle basura al Pacífico, pero ahí y no les encontraron tan receptivos.

Brillante por el Sol, Taneti ve aparecer una montaña en el horizonte. Es tan nueva que no sabe que se tiene que estar quieta. Tan nueva que no ha aparecido de momento ningún inglés para darle nombre. Se desplaza con rapidez cubriéndolo todo. Es brillante y es azul. Taneti sonríe porque sabe que Dios no puede aguantar más la pena de ver aquel mundo sufrir y ha decidido recurrir a los viejos recursos bíblicos, aunque no encuentre palabras para ellos.

domingo, 31 de octubre de 2021

Quiero vestirte de azul

 

Quiero vestirte de azul, quiero pintarte de azul. Atarte de pies y manos y oír el agua al dejarte caer.
Quiero un día quitarme la ropa y que el sol me ilumine el pecho. Después que se vaya y en su ausencia meterme en el mar.
Quiero entonces echar a nadar hasta casi ahogarme y que de pronto mi mano toque algo firme, y seas tú.

domingo, 24 de octubre de 2021

Entre la colada blanca

 Mamá tiende la ropa y yo la veo tan blanca. Juego a perseguirla por entre las sábanas, buscando asustarla. Persigo su sombra con los dientes fuera, pero no la alcanzo. Al final veo su sombra quieta y me lanzo a por ella, pero tras las sábanas colgadas a quien encuentro es a mi padre que me mira con los brazos cruzados y el rostro serio, muy serio. Pienso que si descruza los brazos yo moriré al instante. Se da la vuelta sin decir nada y yo entro en casa sabiendo que le he decepcionado, dejando las sábanas secarse al viento junto al recuerdo de mamá.

domingo, 10 de octubre de 2021

El caminante en el pasillo

 El pasillo se encuentra ya casi a oscuras. El único foco de luz que sigue funcionando es una barra fluorescente que cuelga de un par de cables y se mece despacio. Bajo esa luz oscilante se acerca algo por el pasillo. Tiene un caminar difícil y parece que no tuviera prisa por llegar a su destino. De hecho, por su forma de andar, parece que no tenga ningún destino.

Cuando sus pasos le llevan a entrar bajo el haz de luz se aprecia cómo tiene los dedos de las manosr colapsados, los ojos rojos e hinchados y un pie girado como si tuviera el tobillo roto, pero lo más relevante de todo es su mandíbula, que se encuentra colgando de un extremo, congelándole el rostro en una perpetua expresión de sorna. Es un zombie, un no muerto, un caminante, un muerto viviente, un regresado, un muerto en parte o un muerto en vida. Ahora vaga por lo que fue una oficina, camina junto a las mesas y las sillas derribadas, pisando sobre papeles ensangrentados para luego limpiarse al pisar sobre el charco que se ha formado frente a la puerta del baño.

Sería imposible saber cuántas veces ha recorrido aquel pasillo, pero por alguna razón en ninguno de aquellos viajes ha llegado hasta el final, allí donde se encontraría el despacho del jefe. Tal vez resida aún en él un miedo innato a aquel lugar. O tal vez la razón por la que una vez entra en el espacio iluminado se dé la vuelta sin atravesarlo sea que en su corto entendimiento no haya más espacio, para él termina el mundo allí donde ya no llega a alumbrar el foco que cuelga, más allá solo hay abismo, o una pared.

Pero en esta ocasión ocurre algo diferente, el qué no se sabe, tal vez la degradación de su tobillo le lleva a pisar un poco más allá, o una antigua mancha de sangre en la pared le tienta y llama su atención, pero lo cierto es que entra en la sombra y en el oscuro se enciende un punto de luz roja al que acompaña un ruido. El caminante se dirige hacia el sonido, mirando el punto de luz con la expresión de curiosidad que ya le proporciona la mandíbula caída.

Al acercarse más, se empiezan a escuchar sonidos provenientes del interior de la máquina. Suena a cosas que giran y se desplazan. Parece que la máquina se estuviera despertando. De pronto todos los sonidos cesan y sale impresa una hoja perfectamente blanca.

El zombie mira primero la hoja, que aún está caliente, y después a la máquina. Levanta despacio su brazo muerto y lo deja caer contra el plástico y el metal. Levanta los dos brazos y los deja caer repetidas veces. La máquina, ante estas agresiones, empieza a emitir pitidos y a encender una luz roja a la que acompaña un mensaje de error. La respuesta de la fotocopiadora altera al no muerto que la golpea con más insistencia mientras de su garganta sale algo a medio camino entre un grito y un lamento.

La fotocopiadora resiste, pero sigue chillando, y el ruido de ésta y del muerto alteran la oficina. De debajo de un montón de carpetas y una silla algo se levanta. También por donde estaba la puerta entra algo, y después otro algo. Bajo la oscilante barra fluorescente se ve a caminar a otros tantos zombies de rostro cansado o molesto. Estos llegan hasta donde está el primero y le imitan en su linchamiento. La máquina tiene programado un chillido histriónico cuando le falta papel, cuando una hoja se le atasca o cuando es apaleada, pero solo tiene uno, de manera que no puede gritar más pese a que no dejen de entrar zombies por la puerta rota de la oficina, pero ya se encargan ellos de que el ruido en el ambiente no deje de crecer.

De pronto se escucha otro sonido. Éste más que un grito o un lamento parece un grito o un insulto. O quizá una orden. Los zombies no callan del todo pero sí se aquietan. De más allá de la luz, donde se encontraría el despacho del jefe, aparece una silueta gorda, puede que de comerse empleados. No necesita repetir nada en su horroroso lenguaje, los no muertos parecen haber perdido el interés por la fotocopiadora y empiezan a marcharse por el pasillo arrastrando los pies, babeando, gruñendo o gimiendo a volver ocupar sus puestos en la oficina. La fotocopiadora se calló en el momento en que dejó de ser golpeada. La paz ha vuelto, así que el gordo se da la vuelta y se interna en la oscuridad para seguir con su letargo. La fotocopiadora ultima sus rodillos preparándose para sacar una nueva hoja cuando sea necesario y el primer zombie atraviesa la zona iluminada para seguir con su ronda, su eterna ronda.

domingo, 3 de octubre de 2021

Everdeile

 

Alexei confesó en una de sus últimas entrevistas que Everdeile, su canción más famosa, estaba seguida de una curiosa anécdota. Resulta que él ya era famoso y por ende bastante rico, fama y fortuna que vinieron Everdeile, cuando se terminó con el asunto de los viajes en el tiempo. Él tuvo ocasión de viajar justo en ese breve momento que hubo entre que el tema salió del exclusivo control de los estados y se le permitió viajar a civiles –civiles ricos, por supuesto–, pero antes de que se dictase el compendio de normas que los vendrían a regular y que no permitirían hacer al viajero prácticamente nada en su lugar de destino. Alexei viajó con un grupo pequeño de personas a modo de viaje organizado y lo hicieron a la misma ciudad en la que estaban y con un salto de cincuenta años atrás, buscando no ambicionarse en uno de los primeros viajes de personas que no vestían batas blancas o uniformes de camuflaje.

Llegaron a la ciudad y se sorprendieron enseguida con nimiedades que habían vivido y olvidado. Carteles, coches, noticias de los periódicos. Se encontraban en una arteria principal de la ciudad y no cabían en sí del gozo mientras los vecinos del lugar les ponían mala cara al tenerles por turistas borrachos. Alexei, sin embargo, reconoció algo y se alejó del grupo y de la avenida, perdiéndose por calles cada vez más estrechas que su mente había olvidado, pero sus piernas no. Al final dio con lo que buscaba y se sentó en un banco a contemplar la casa que fuera de su madre, y que en aquel momento todavía lo era. Vio a un niño jugando por allí y le pidió que se acercada. Cuando éste lo hizo, Alexei le preguntó si conocía Everdeile y el niño contestó que no, lo cual era lógico porque la canción aún no existía. Alexei le preguntó al niño de ojos llorosos si le gustaría escucharla y éste asintió. Alexei la cantó, al niño le gustó y el cantante se marchó de vuelta a la avenida y a su grupo. El niño siguió jugando.

Años más tarde el niño se encontraría estudiando para un examen cuando una melodía vendría a su cabeza. Curioso, dejaría a un lado los libros para centrarse en aquella música a la que seguiría una letra poco después. Así surgiría Everdeile, y el niño, Alexei, se volvería persona de mucha fama. Todavía años más tarde, Alexei contaría esta historia en una entrevista y originaría el pleito más famoso de la historia, en el que su discográfica se negaría a pagarle por la canción alegando que él no tenía la autoría sobre la misma, sino que ésta pertenecía al tiempo.

domingo, 5 de septiembre de 2021

Como en el reflejo de un espejo de bolsillo

 

Me encantaría poder decir que éramos el día y la noche, pero no hubiera sido cierto ni preciso, más bien éramos la luz cálida y detenida de la tarde y un amanecer de luz fría que se cuela entre las ramas de los árboles proyectando juegos de sombras que más que gustar a los niños les inquietan.
Él es un tipo alto y delgado, siempre bello, que da igual cuanto coma porque nunca engorda. Yo sin embargo soy baja, uso zapatos de plataforma en no pocas ocasiones aunque no me gusten y no tomo la iniciativa en dar besos por no tener que ponerme de puntillas, de manera que si acaso doy besos en el hombro o en el brazo y dejo que me besen, lo que a él no le gusta porque preferiría que le besasen de primeras, para así pudiendo mantener esa apariencia que le gusta tanto y que se ha molestado en cultivar de dureza y sexualidad latente. También tiendo a engordar, lo que me ha llevado a estar media vida de dieta, provocándome una especie de animadversión por la comida y llevándome a pensar que si pudiera, si estuviera en mi mano, nunca más comería. Él no, el se quitaría del sueño, para aprovechar más las horas, dice, cuando a mí me encanta dormir. Adoro mis sueños, la sensación de la cama y todo lo que le acompaña. Él no sabe lo importantes que son los sueños para mí, se lo he intentado explicar, pero no suele dar pie a escucharme, debe pensar que no digo cosas interesantes o, más probablemente, que no puedo decir nada nuevo, nada que me haya oído decir ya. De esta manera no puedo hablarle de mis sueños, de la sensación de plenitud o la de que el mundo se detiene, o del espejo que me encuentro donde mi reflejo me habla y sus palabras me parecen toda la verdad que hay en el mundo. Él imagino que soñará con aventuras o algo parecido, no me ha hablado de ello, pero se agita en sueños muchas noches. Cuando se mueve y me despierta no me sale estirar la mano hacia él y consolarle, o decirle algunas palabras, solo me quedo mirándole, como si yo aún estuviese en un sueño y él fuera parte del mismo, aunque apenas haya luz y esté oscuro, no como en mis sueños donde todo parece bañado por un sol ocre. Ahora que lo pienso es posible que él no recuerde sus sueños, que vaya a dormir y despierte solo con la sensación de que ha pasado el tiempo. Por eso se debe querer quitar de dormir, porque son horas muertas, como lo es la comida para mí, solamente cosas muertas.
¿Qué haría él si me viese agitarme en sueños? Supongo que se pondría sobre mí, con una rodilla apoyada en el colchón a cada lado de mi cuerpo, y me sacudiría de los hombros diciendo mi nombre para despertarme y yo abriría los ojos confusa y pasaría a enfadarme cuando me diese cuenta de que ha intervenido en mis sueños, los mismos de los que no quiere saber, y me ha impedido solucionar mis problemas sola. Porque no le he pedido ayuda. No de la forma que lo hizo él. No como cuando volvíamos a casa de noche y me estaba gritando por el espectáculo que había dado en el restaurante. Él me gritaba que se había notado y yo lloraba. Él me gritaba que había sido evidente para todo el mundo que yo había corrido al baño para vomitar y yo no veía nada porque tenía la cara entre las manos. No veía, pero lo oí y pude sentirlo. Entonces se me cortó el llanto y le miré para ver cómo me pedía ayuda con la mirada. Fui rápida. Tomé las decisiones deprisa. Le cambié el sitio, lo ajusté a mi altura y conduje derecha a un túnel de lavado de las afueras. Conduje deprisa pero sin saltarme semáforos. Luego cambié de idea y le dejé primero a él en casa antes de volver a borrar las huellas. Llegué tarde a casa y me lo encontré en su lado de la cama con la luz apagada, no se movía, no sé si dormía. Yo me cambié y me acosté. Me dormí en seguida.
Nunca he sacado el tema. Él, tampoco.

domingo, 29 de agosto de 2021

La última escena de Hans

 

Se ha hablado mucho de la escena más icónica de Hans, pero siempre en base a conjeturas y cuestiones técnicas sin que nadie pudiese afirmar cómo fue realmente aquello. Ni siquiera el director. Hacía ya tiempo que las películas se venían rodando en color, pero aquella se hizo en blanco y negro. Todo un acierto, en mi opinión. La intensidad del filme quedaba resaltada por las sombras y llamó mucho la atención, destacando entre sus contemporáneas. También es verdad que la venta de entradas se disparó cuando se empezó a hablar de la escena final de la película. Hans, tan alto (entre las cuestiones técnicas a las que he hecho referencia leí que para cuadrar los planos en los que salían él y otros actores los cámaras lo pasaban realmente mal) se despedía de la chica, iba hasta su suit en el hotel, cerraba la puerta, se sentaba ante el tocador y allí, con un cuchillo de sierra, de los grandes que se usan para cortar pan, clavaba y hacía el esfuerzo para partir uno de sus dos cuernos. Después venía el otro. Lo cierto es que se rompían con más sencillez de la que nadie se podría haber imaginado, razón principal por la cual la gente pensó que aquello no era verdad, que un maquillaje o cualquier ingenio habían tapado, camuflado o simulado los cuernos. La sorpresa del espectador impedía fijarse bien en la desolación de la cara de Hans. Ahí estaba la respuesta, en cómo brillan sus ojos en el blanco y negro. Ahí se ve, está claro. Hans se sienta ante una cámara fija, en la sala no hay nadie del rodaje, es la única condición que ha puesto, coge el cuchillo y parte sus dos cuernos que son en realidad protuberancias de su cráneo. El hombre con cuernos, a quien han llamado hasta la extenuación diablo, monstruo o el ángel redentor, pero quien pese a ello ha sido siempre muy querido por la opinión pública. Actor famosísimo y persona melancólica, con un aire alrededor de constante sensación de abandono, soledad y de incomprensión allí en su altura, donde el aire debe ser otro. Se arranca los cuernos por exigencias del guión, los parte. Después los limará, aún con la cámara grabando, pero eso el espectador no lo ve, la escena es muy larga y se recorta, solo queda el final en la película. Se produce la rotura de los cuernos, con un crujido, hay un corte y un plano muestra los muñones de cuernos ya lisos. Entonces estira la mano, alcanza un sombrero y con él cubre todo aquello, se levanta del tocador y abandona la habitación. The End y los créditos. El espectador imagina entonces que la escena continúa con ella, la actriz que da vida a la amante, no recuerdo ahora el nombre, llorando por lo que el personaje de Hans ha hecho. Constantemente en su carrera se dio aquella extraña situación, Hans interpretando a todo tipo de personajes, pero como es lógico todos tenían cuernos y estos existían también en la ficción, dando los guionistas largas explicaciones y tramas centradas en ellos. Ni en la ficción podía escapar de su condición, y sin embargo en la ficción lo hizo, frente a la cámara se cortó los cuernos y en la vida real desapareció largo tiempo, de manera que no quedó claro qué había pasado, porque mucha gente del rodaje tampoco lo sabía y daban a la prensa todo tipo de versiones. Resulta que la película no terminaba ahí y debía continuar con un par de escenas más, pero éstas no se grabaron porque Hans de la que salió de aquella habitación de hotel desapareció también del mundo por un tiempo.

El otro día pasé por la capilla ardiente de Hans. Había por allí muchas personalidades del mundo del cine y algunos políticos de ámbito local. Al director de tan famosa película le rodeaban los micrófonos, pero las cámaras apuntaban a otro sitio, éstas rodeaban como un enjambre la pequeña vitrina de cristal donde estaban los dos cuernos. Yo pasé de largo, hacia el ataúd, al fin y al cabo se dice que esos no son los cuernos, que Hans los recuperó y los lanzó a un río, como los soldados lanzan las condecoraciones que les dieron a la vuelta de la guerra más terrible.

domingo, 18 de julio de 2021

Tan extraña decoración

 Se ve que el día amaneció lento, probablemente conociendo lo que se le echaba encima. Y aún cuando lo hizo el Sol no apareció y en su lugar se encendieron las luces dándole a todo un aire cenizo y de película antigua.
Cuando se abrieron las primeras ventanas corrió un murmullo y se abrieron de pronto todas las ventanas y todas las puertas. La gente salió a la calle para ver mejor el espectáculo y para poder verlo desde dentro de la multitud, donde se ven mejor las cosas, o al menos se ven sin que las cosas puedan reparar en ti. De las farolas de la avenida colgaba uno cada dos farolas. En el saliente de la fachada de la estación de autobuses colgaban cuatro. De la propia comisaría (lo que haría que les señalasen en un primer momento) colgaban dos. Y así, por toda la ciudad, de los árboles, farolas, estatuas, edificios y cualquier sitio alto colgaba gente ahorcada. Todos estaban vestidos con ropas que no decían nada, algunos tenían las manos atadas, uno incluso tenía una mano metida en el bolsillo en una actitud de total indiferencia ante la muerte.
Un caos. Fue un caos. A la gente se le pasó enseguida la impresión, el problema es que no sabían qué debía hacer. No tenían ni idea de si debían descolgar los cuerpos por sus propios medios, de si debían ir a trabajar o si es que acaso habían sufrido un nuevo golpe de estado. Entonces salió el gobernador a su balcón y, con aire de dar un discurso, dijo lo siguiente: no, no hemos sido nosotros, el gobierno sigue igual. Y esto provocó casi más desazón, porque lo otro al menos explicaba. Después, el gobernador siguió hablando: rogamos a los ciudadanos que cooperen con las autoridades en este asunto, ¿alguien conoce a alguno de los fallecidos? Y otro murmullo corrió para convertirse en un absoluto silencio, pero no, no se oía a nadie llorando. No había listado de desaparecidos, ningún rostro parecía familiar visto desde varios metros abajo.
El día, tan mal mantenido por unas pocas nubes y la luna, que ayudaba de forma extraoficial, se vino abajo antes de lo previsto y terminó el día. Los ahorcados seguían colgados en sus respectivos sitios cuando la gente se fue a dormir y las ventanas se cerraron. Parecían una extraña decoración de navidad.
Los cuerpos no se podían quitar mientras la investigación siguiese y la investigación seguiría para siempre porque no había ninguna pista sobre absolutamente nada. Pero las cuerdas se iban debilitando y al grito de “cuerpo va” la gente se apartaba de la acera en el momento en que caía del cielo un hombre anónimo. Así se fue gastando la carne, entre aves de carroña y niños que jugaban a lanzar piedras. Algunos ahorcados servían como referencias “cuando llegue junto al hombre que cuelga sin un pie gire a la izquierda” y otros inspiraron movimientos culturales, sociales y migratorios.
Finalmente la ciudad despertó un día bajo un sol, ahora sí, beligerante libre de cualquier resto de los hombres ahorcados. Nadie los echó de menos porque nadie había conocido a aquellas personas, o cuerpos mejor dicho. Quien se encargó de devolver la ciudad a su estado original fue el cuerpo municipal de basureros, siempre tan eficientes.

domingo, 27 de junio de 2021

Yo vine del país de la tierra roja

 

 Yo vine del país de la tierra roja. Es posible que hayas oído decir que el nombre le fue dado por la sangre de los que han muerto o porque el sol del ocaso se desgarró en las montañas del oeste y derramó sus colores cubriéndolo todo. Pero lo cierto es que la tierra es roja por ser rica en minerales, nada más. Si me preguntas qué minerales no lo sé. No sé muchas cosas, no sé ni la mitad de las cosas que sabéis la gente de por aquí. Yo vine hace tiempo con un primo mío y unos amigos de él. Entramos en este país ilegalmente, pero nuestro caso fue distinto, no como los de las noticias, para mí al menos fue divertido. Yo no estaba mal en mi pueblo, mi familia siempre había tenido para comer, por lo que no tenía la necesidad de irme, pero me invitaron a viajar con ellos y no acepté desde la necesidad, sino desde la aventura.
 Nada más pisar tierra los cazaron a todos y los devolvieron a la tierra de los atardeceres eternos, a todos menos a mí, que seguí por aquí dando vueltas hasta que llegué a la capital, solo y sin rastro del sentimiento de aventura que me había acompañado hasta entonces. Quien no había viajado obligado ahora tenía que quedarse, y nunca me había planteado mi futuro, yo vivía en un eterno día a día y había estado haciendo lo que me habían mandado, pero ahora debía construir algo sin tener los materiales ni la idea de cómo hacerlo.
 No sé cómo (bajo algún designio divino, estoy seguro) encontré la zona de mi país en aquella ciudad. Quiero decir el barrio, pero que más que barrio era una embajada que ocupaba manzanas y manzanas en las que la estética y la lengua eran las que yo conocía. Esta ciudad dentro de la ciudad  se vaciaba de madrugada y no quedaba ni un alma, como si presenciases una evacuación. Todos trabajaban en otras partes de la ciudad, para gentes que sí pertenecían a la misma. Y tampoco había tiendas porque nadie iba a abrir si no tenía a quien vender, así que caminaba por las calles apocalípticas hasta que llegaba la tarde y volvía la marabunta.

 Entre toda aquella gente me encontró mi madre. No físicamente, claro, sino que una tarde se me acercó un tipo, me preguntó mi nombre y sin decir nada más me largó un teléfono, ahí estaba la voz de mi madre. Había conseguido un teléfono, en casa no teníamos, y había utilizado todos los medios y personas a su alcance hasta dar conmigo. Ahora me preguntaba qué tal estaba, qué comía, dónde dormía, qué tiempo hacía, cómo me vestía, qué tal hablaba la lengua, a quién había conocido, si había tenido problemas y, la que más miedo me daba, dónde trabajaba. La verdad es que no trabajaba en ningún sitio y en varios a veces. Alguna mañana conseguía que me llevaran a alguna de las fábricas, cocinas, lavanderías, talleres y demás sitios donde puedes trabajar porque el cliente no te ve la cara, allí me habían prometido un salario de mierda por no tener papeles “créeme, muchacho, contratándote estoy asumiendo un riesgo altísimo por si me pillan” me traducían mis congéneres. Pero al margen de que no solían pagarme, yo parecía un patán desempeñando una tarea nueva en comparación con los demás trabajadores ya experimentados, así que no me solían coger el día siguiente. Pero no le dije nada de eso a mi madre, le dije “no te preocupes, mami, estoy trabajando en una empresa, llevo un traje como en las películas”. No sé por qué dije aquello último, mi madre empezó a llorar y dar gritos de felicidad porque llevar un traje para ella era poco menos que ser ministro o banquero, una prenda mágica que en mi país solo se llevaba donde había ventiladores en un país donde no había ventiladores en ninguna parte. Me dijo, en un llanto incomprensible, que quería verme, que necesitaba verme así vestido. Quedamos en que ella conseguiría de la forma que fuera un esmarfone y que yo conseguiría otro y le mandaría la foto. Y para cuando colgué la llamada me sentía casi feliz, contagiado por ella, justo antes de darme cuenta de lo que había hecho y de que estaba jodido, pero bien jodido.
 Por mi parte conseguir un móvil con cámara no era tan difícil, había uno en un bar permanentemente enchufado al cargador que se alquilaba a precios estratosféricos para mandar fotos, recibir llamadas o ver pornografía. Acordé un buen precio a condición de usarlo a una hora poco demandada, pero el problema estaba en cómo hacerme con un traje. No hablo de una camisa blanca (muchas veces ya de un color marfil amarillento por el uso), esas abundaban, son el uniforme de mi raza cuando trabajamos sirviéndoos. El problema era la americana, los pantalones y los zapatos.

 Soy un tipo muy alto y delgado, alguien de buen aspecto en mi país pero que aquí se ve enfermizo, y eso era un problema porque por estas calles sí que había un traje, uno bonito con camisa limpia: el del chófer, y el chófer era gordito y de poca estatura. El chófer trabajaba para una empresa conduciendo limusinas y con lo que ganaba podía ser fácilmente la persona más rica del barrio. El problema que tenía era que la servidumbre se le había filtrado por la porosidad de la piel hasta el sistema nervioso y era parte de su ser, de manera que enviaba a casa todo lo que ganaba y entre nosotros se comportaba de forma sumisa con muchos perdones y losientos, y eso que era el único que llevaba una maldita pajarita.
 Le pillamos en plana calle entre tres y le colmamos de cumplidos, lo cual le aterrorizó, porque para él aquellos cumplidos eran muy conocidos, eran el preludio del hecho de que le pidieran un favor. Y así era, le pedimos el traje, dijo que no y básicamente jugamos a desnudarle allí, entre un coche y una pared de ladrillos pintarrajeada, entre una niña con una pelota de baloncesto y una mujer que nos miraba apoyada en el alfeizar de la ventana fumando despacio, absorbiendo las vidas ajenas con la mirada. El traje me quedaba pequeño, demasiado pequeño, hasta se rajó por la parte de la espalda cuando quise moverme. Le pedimos perdón al chófer y le dijimos que le compensaríamos, lo cual era una mentira generalizada que se usaba más o menos para decir gracias en muchas situaciones. Al menos de aquello saqué la pajarita, que me iba bien.

 Eran cuatro y les fui sincero, les hablé de mi madre y de su ilusión por verme trajeado. El más grande de ellos dio dos pasos hasta quedarse frente a mí y me pegó tal bofetada que de haber sido más bajo me habría tirado al suelo. “Eso es por mentir a tu madre”, me dijo, y después aceptó ayudarme porque ver a una madre triste era algo imperdonable, dijo, sin importar a quién hubiera parido.
 Trabajaban en una lavandería y entramos de noche. Uno tenía las llaves y otro se suponía que se sabía la clave de la alarma, pero resultó que no se la sabía, así que tuvo que cortar la corriente. De esta manera, en una nave sin ventanas, sin luz y sin linternas ni nada parecido, nos costó dios y ayuda hallar los trajes entre los abrigos y las alfombras. Como no veíamos y era engorroso ir probándoselos, fui poniendo mi brazo sobre las mangas estiradas de las americanas para hacernos una idea y cogimos el que vimos que era más grande. Una vez de vuelta al barrio me lo probé y vi que me quedaba enorme, debía pertenecer a una persona no más alta pero sí enormemente gorda. El problema es que no tenía más tiempo, mi madre había ido a la finca de los ricos, allí cerca de la aldea, y les había dicho que le dejaran su teléfono para ver mi foto y ellos habían aceptado por puro interés, porque aquello había que corroborarlo, ya que si yo llevaba traje querría decir que mi familia podía volverse rica y hacerles competencia, pues ellos eran ricos pero ricos de allá, que en realidad no es más que la suma de unas vacas y un poco de miedo colectivo.

 En el bar había mucho ruido, gente y luces, así que por una vez dejaron a un cliente desenchufar el móvil del cargador y llevárselo a la trastienda. Allí un amigo no supo hacerme una foto sino que grabó un vídeo de tres segundos desenfocado en el que aparecía yo con mi traje descomunal, la pajarita, unos barriles de cerveza y un espejo robado de los probadores de alguna tienda. Mi madre me llamó al instante. Yo ya temblaba pensando en su ira o, peor, en su decepción, pero me sorprendió volverla a escucharla tan alegre, tan contenta, hablando de que había que desempolvar las viejas tradiciones y sacrificar algún cabrito.
 Yo salí de la trastienda emocionado también, pensando que en ese momento todo era posible, que de verdad podría tener algún día un trabajo al que ir vestido en traje, pero esa sensación duró hasta que la dueña del bar, y por tanto del teléfono móvil, me dijo que un vídeo de tres segundos era como tres fotos y que tenía que pagarle el triple.

lunes, 21 de junio de 2021

La niña junto a la corriente

A Paula, la niña junto a la corriente. 


Se sentaban junto al río después del colegio. Solía llegar él antes, se sentaba en la loma verde, se abrazaba las rodillas y miraba el curso del agua hasta que se daba cuenta de que ella ya estaba sentada a su lado. Tiempo antes de que ella empezara a venir él ya iba al río, llegaba, se sentaba y hasta el anochecer no volvía a casa. Desde que venía ella volvía a casa antes, mientras aún brillaba el sol, pero visiblemente más contento.

Lo compartían todo, la comida que pudieran tener, las historias del día, el barro bajo las uñas o los pelos rubios de la niña mala que se había metido con ella habiendo perdido en consecuencia el derecho a tener un pelo tan bonito y brillante. Compartían también el silencio mirando la corriente, la suavidad y claridad del agua, el vuelo de las libélulas, las ranas que huían y el ágil maniobrar de los peces.

Pero un día ella llegó, él le dio unas migas de pan y a cambio ella dijo:
—Tengo un secreto.
Y él le preguntó que qué secreto era, pero ella no se lo quiso decir. Él no lo entendía, porque los secretos ajenos siempre habían sido para terceros y no para ellos, aquel lugar era el agujero donde iban a caer las cosas de los demás que luego ellos compartían. Y si era un secreto de ella tampoco había razón para no compartirlo. Así que él se molestó, y le molestó más aún la sonrisa que esgrimió ella al verle a él molesto.

Las tardes se fueron llenando de cosas nuevas que decían ser importantes y demandaban tiempo y así se perdieron las ocasiones de ir a sentarse junto al río. En realidad fue él quien empezó a faltar, y no hizo el esfuerzo de sacar tiempo para ir a visitarla, pese a que sabía que ella seguía sentándose junto a la corriente a esperar por algunas horas a ver si él volvía.

Años más tarde él vino de visita desde la ciudad y después del itinerario obligado acabó junto a la loma verde. Con las manos en los bolsillos miró la corriente, hoy muy estropeada y sin vida aparente, y de pronto se dio cuenta de que ella estaba a su lado, sin que la hubiese sentido acercarse. Ella no se había movido del pueblo en todos aquellos años y se le notaban en el rostro las ramas de los árboles, las sombras de las lápidas y el polvo del camino. Mantuvieron un silencio tan largo que aburrió hasta al Sol, quien se despidió con un cielo rojo y se marchó. Después él le preguntó por aquel secreto y ella le contó lo que recordaba, algo acerca de ella y de la niña rubia riéndose de él por cualquier tontería. Se despidieron y él se volvió a la ciudad guiándose por la luna.

De camino a casa pensó en que había abandonado aquella amistad hacía años por un secreto que hoy no era nada. Qué curiosa era la relación del tiempo con todo lo demás. Aunque quizá no hubiera sido solo el secreto, tal vez había habido más cosas, y le vinieron imágenes de ella cazando las libélulas para arrancarle las alas, atrapando las ranas que huían para ensartarlas en un palo y pescando con las manos desnudas para sacar a los peces del caudal y dejarlos morir sobre la hierba al sol. Pero sacudió la cabeza y se libró de aquellos recuerdos, porque en verdad qué importaban ahora.

domingo, 13 de junio de 2021

Sobre el asfalto

 

El camionero ha colgado el teléfono y ahora fuma un cigarrillo con una mano en el bolsillo y el cuerpo apoyado contra la cabina, junto a la rueda. Le han preguntado que en qué kilómetro estaba, no lo sabía y tenía que consultarlo en el gps del teléfono, pero para eso debía colgar la llamada, así que lo ha hecho y cuando ha vuelto a llamar le ha contestado otra teloperadora distinta, de manera que no está seguro de si dentro de un rato llegarán dos unidades en lugar de una.

Una mujer, unos metros más allá del camión, se ha sentado bajo un árbol mientras se abanica con un trozo de publicidad que le habían dejado en el limpiaparabrisas. La publicidad se la pusieron en la calle Vallesverdes, en Madrid, un tipo negro de origen colombiano que trabaja poniendo publicidad en los limpiaparabrisas de los coches aparcados por todo el barrio, a veces trabaja también metiendo publicidad en los buzones. En este caso la publicidad era de ventanas, una oferta para cambiar todos los cristales de tu casa por un precio muy razonable a pagar a plazos. La mujer se abanica pensando en el calor y en los problemas que le podrá acarrear el incidente cuyos retazos puede observar frente a ella. Uno de los principales problemas es que no llegará a Valencia hasta la tarde cuando pensaba comer allí y dar así por inaugurado el verano.

En frente de la señora que se abanica camina de mala manera otra señora aún mareada por el golpe. Tiene la vista fija en el suelo y va recogiendo los pedazos del coche de su marido que juzga suficientemente grandes. No se ha planteado por qué los está recogiendo, el coche no tiene arreglo, quizá para limpiar la carretera y no molestar a los demás con su tragedia. No importa que le hayan embestido por detrás, se encuentre mareada y le duela el cuello, si tuviese una escoba se pondría a barrer todos los trozos de cristal desperdigados por el asfalto.

El marido de la señora que recoge su coche a cachos sigue sentado en el asiento del conductor. Hace un rato la señora del otro coche le preguntó si se encontraba bien y él contestó que sí (entonces ella sintió que había hecho todo lo que tenía que hacer antes de buscar en su guantera los papeles del coche, coger el papel de la publicidad de los cristales e ir a sentarse bajo el árbol), sin embargo después le ha venido una especia de mareo, ha cerrado los ojos y ha apoyado la frente en el volante. Sin que se de cuenta pierde el conocimiento por un momento y la frente le resbala hasta tocar el claxon, pero éste se ha estropeado con el golpe y no suena. No sabe que tiene una conmoción y que se morirá al cabo de doce horas sin haber pasado por el hospital.

Los primeros coches del atasco ya formado deciden que han hecho una espera prudencial para no parecer egoístas y pitan al camionero que se había detenido a ayudar (otros tres coches habían pasado antes sin apreciar que nadie pudiese necesitar ayuda) y éste tiene que acabar marchándose por el sembrado de trozos de luna, haciendo que la señora del coche siniestrado se sienta bien por haber quitado los trozos del parachoques que sin duda obstaculizarían. El camionero se despide de ella con la mano, de su marido no se despide porque le cree dormido. Al lugar llegarán efectivamente dos coches de policía y dos ambulancias, coincidiendo los paramédicos en que el hombre no necesita pasar por el hospital y los policías en que sin duda aquel kilómetro es terrible, lleno de accidentes, y se debería reducir la velocidad.

lunes, 7 de junio de 2021

El río es denso y arrastra cosas

 El sargento se había separado de sus tropas. Al salir de la aldea les había dado la orden de que avanzasen sin él, cruzasen el puente chico y siguiesen el camino hasta el cuartel. Por allí decir camino era decir mucho, casi había que guiarse más por el viento, el norte y el este, porque a los caminos se los iba tragando la selva y esa era una lucha que el hombre sabía perdida. Habían salido hacía tres días del cuartel para sofocar una revuelta en una aldea sin importancia y habían cumplido su misión, oh sí, sí que la habían cumplido. Si había una unidad demográfica más pequeña que aldea a eso la habían reducido. Había dos ríos ahora en aquella zona, el que pasa bajo el puente chico, al que el sargento se dirigía, y uno nuevo, rojo, que se perdía en la selva. Cabe preguntarse si el sargento sufría remordimientos en algún momento, en la noche, quizá, pero el sargento no mezclaba su trabajo con sus sentimientos, él obedecía órdenes y no buscaba más que el cumplimiento de las mismas. Solo un rostro lograba aparecerse ante él en las horas agotadoras de la siesta, no para lamentarse, sino para distraerle, como un conocido de vista con el que no se tiene relación, pero igualmente se le aparecía. Era el de un viejo chamán de una religión ya extinta que se paseaba por los mercados de una ciudad recogiendo la basura del suelo, hablando con quien pudiera y aceptando algunas limosnas que nunca pedía expresamente. Aquel hombre, que podía cruzar el bazar sin ser visto si uno no quería verle, llenaba a la gente de un sentimiento cálido y denso cuando le veían acercarse. Pues a ese hombre tuvo que hacerle el sargento arrodillarse en la plaza junto con otras doscientas personas. Fue cuando la religión tonteó con el gobierno y se produjeron persecuciones de todo aquel que rezase a un dios distinto o al mismo pero llamándole por otro nombre.

El sargento llegó al fin junto al puente chico. Venía andando y había tardado más de lo esperado. Llegó junto al puente chico o más bien junto a lo que quedaba de él. Otros viajeros allí plantados le contaron que había habido grandes lluvias en el nacimiento del río y éste había crecido tanto que lo había arrollado todo a su paso, incluyendo el puente. El sargento, como buen oficial, tenía una expresión siempre tensa y tranquila, así que sacó su pitillera, se encendió un cigarrillo y echó a andar, despacio, río abajo buscando un lugar por donde cruzar. El río, ahora cebado, parecía fluir lento, pero el sargento sabía que quien lo intentase cruzar moriría ahogado inevitablemente y su cuerpo sería enterrado en el cementerio del lecho de barro. Tiró la colilla a las aguas oscuras y aún vio unos segundos el blanco del filtro antes de desaparecer. Después vio, unos metros más allá, una hoja flotando. Era una hoja verde de una forma impecable, como el dibujo de un libro de botánica, y aunque la arrastrase la corriente parecía no tener nada que ver con las aguas, parecía levitar unos centímetros sobre ellas. El sargento echó a andar más deprisa con tal de seguirla. Varias veces tropezó y se levantó asustado creyendo haberla perdido, pero el verde de la hoja destacaba frente a los colores impuros del río. En un momento dado, donde el río empezaba a dibujar enrevesadas curvas sobre la tierra, vio cómo la hoja se acercaba a la orilla y estiró la mano para cogerla.

Cuando llegó la noche llegó también el frío. El sargento empezó a tiritar con la violencia que solo había visto en los soldados que habían enfermado con las fiebres del bosque. A duras penas encontró un pequeño claro y logró encender un fuego. Cuando éste estuvo listo pudo calentare lo suficiente como para hacerlo más grande y así formó una gran hoguera por la que habría castigado a sus subordinados, un fuego así podría ser visto desde muy lejos. Entonces, ya sentado y habiendo entrado en calor, sacó la hoja. No estaba ya mojada, pero igualmente parecía brillar como si la cubriese el rocío. De pronto oyó pasos en la negrura que se acercaban. Guardó la hoja y sacó el revólver. Entonces salió de la oscuridad el viejo chamán y se sentó frente a él. El sargento bajó el arma pero sin dejar de apuntar.
—Yo te maté —Y el anciano chamán asintió en silencio.
—Tú me mataste, pero no pareces sorprendido de verme aquí esta noche.
—Es la selva, que embruja a un hombre solo —Y el anciano negó varias veces, despacio.
—Ahora ya no estás en la selva. Si fuera de día podrías verlo, pero aquí nunca luce el sol.
—¿Estoy muerto? —El anciano asintió otra vez—. ¿Cómo he muerto?
—Siempre pensaste que morirías bajo un arma como la que sostienes, sin embargo moriste por la hoja de un árbol.
—Yo solo bajé la corriente.
—Es cierto, fuiste corriente abajo hasta llegar aquí.

lunes, 24 de mayo de 2021

Napoleoncito, el devorador nocturno

A Jesús, María, Paul y Lur, que me trajeron la historia hecha.


En el último momento se gira para mirarme y como si se quitara la ropa me muestra su terror, la manera en que le brillan los ojos, cómo se queda paralizada. Me abalanzo sobre ella, la inmovilizo, pero espero un momento antes de continuar. Me divierte. No me divierte su sufrimiento, sino que esté a mi disposición. Me divierte poder hacer con ella lo que quiera, matarla, por ejemplo, en cualquier momento. Finalmente lo hago, ¿por qué? Porque no tenía nombre y yo sí lo tengo. Yo me llamo Napoleón.

Me llaman Napoleoncito, aunque se refieren a mí de muchas otras formas, me llaman con abreviaciones, con nombres genéricos e incluso con sonidos ambiguos. Yo siempre sé que se están refiriendo a mí, pero la mayor parte de las veces les ignoro. Me gusta dormir, me canso enseguida. Si me buscas ve a mirar allá donde esté el sol, me encontrarás echado a sus rayos. Sin embargo esa faceta mía no cuaja tan bien con mi otro carácter, el de salir por las noches como un salvaje y recorrer los descampados haciendo notar que todo eso es mío. Y si me encuentro con alguien que se me encara y se atreve a retarme, ya puede ir buscando a quien le cave el hoyo. El otro día, por ejemplo, volvía ya para casa cuando un negrito se me acercó y empezó a gritarme, así que me lancé sobre él con el más puro estilo Duelo a garrotazos y así acabé yo con un tajo en el costado que necesitaría puntos, ¿pero él? Él se fue a casa sin una oreja.
Mi nombre me lo puso el hombre que vive aquí al lado. Debe ser rico, porque su casa es inmensa, mucho más grande que la mía, aunque nunca me ha dejado pasar. Sin embargo es amable, me trae comida y a veces jugamos. Napoleoncito, me dice. Es un tipo simpático, me lleva a que me suturen las heridas cuando vuelvo a casa con ellas.
El otro día me encontraba limpiándome las uñas con la corteza de un árbol cuando se me acercó uno con caminar sugerente. Apunte estuve de lanzarme a su cuello viendo cómo venía, pero él era diferente, él tenía un nombre, se llamaba Silvestre. Nos caímos bien enseguida y viendo que podía tener hambre le invité a mi casa. Fuimos juntos todo el camino, pero al llegar yo pasé y él se quedó fuera. Estuve esperando dentro, le indiqué que pasara, pero nada, Silvestre erre con erre con que no podía, y al final se marchó sin haber probado bocado.

Bueno, quizá debería haber dicho que yo, Napoleón, Napoleoncito, no soy emperador de Francia, sino que soy un gato. Por eso no me deja entrar en su casa mi amable vecino (que sospecho que tiene pretensiones de ser algo más) y por eso el pobre Silvestre no pudo entrar a casa, porque la portezuela de mi caseta solo se abre ante el collar que llevo puesto. Moderneces, vaya, cosas que le quitan a uno la legitimación de ser el devorador nocturno.

lunes, 17 de mayo de 2021

Que me lo des

Volvió a mirar la dirección en el móvil pese a estar segura de que aquella era la casa. Ella ya había estado allí antes, el verano pasado, en un fiesta que dio él, pero en aquel entonces no se conocían mucho. Le dio por preguntarse qué habría dicho la ella del verano pasado si le contara que iba a empezar a verse con el anfitrión y que en un día como aquel aceptaría ir a su casa sabiendo que estaba solo. Las viviendas allí eran grandes y unifamiliares, diseminadas por una urbanización tan vacía que permitía a los vecinos caminar por mitad de la calzada. Aquella calle en concreto terminaba en una curva cerrada y ella se preguntó qué podría venir por allí. Podría aparecer un coche, claro, pero también un autobús o un camión de bomberos, o podría doblar la calle un hombre corriendo que se dirigiese directamente hacia ella, o un grupo de personas vestidas de negro, dando pasos cortos y llevando sobre sus hombros un ataúd de marrón brillante. Cuántas cosas distintas podían pasar.
Al final le mandó un mensaje diciéndole que estaba en la puerta. Estaba solo en casa y ella podía llamar al timbre, pero nunca se sabe, quizá al final estaban sus padres o aquella no era la casa, y dios la librase de pasar el mal rato de explicarle a un señor mayor que no es con él con quien probablemente iba a acabar follando, sino con su vecino. Por fortuna fue él le abrió la puerta, muy galán, muy cortés, y entró dejándole a ella el ir cerrando las puertas. Ella se había arreglado y vestía una especie de camiseta blanca con las mangas y el cuello de encaje, falda negra y medias, él llevaba una camiseta y unos pantalones de chándal. Y el muchacho parecía una visión, pero no porque fuese bello, sino porque iba por delante de ella, hablándole sin mirarla, impidiendo que ella pudiera darle alcance. Pero pese a todo lo que hablaba no decía nada interesante, decía que quería que se bañasen en la piscina, y lo dijo varias veces más después de que ella dijese que no había traído bañador. Y entre tantas cosas que él decía no le había ofrecido un vaso de agua, que era lo que ella había querido antes incluso de entrar porque se estaba muriendo de sed. Finalmente se paró en seco, se giró y le preguntó si quería una cerveza y ella, que en realidad no quería, dijo que sí por matar la sed. Así se sentaron y ella, viéndole hablar y hablar sin parar, pensó que sí tenía cierto encanto, y entre que se distrajo y hacía calor bebió bastante cerveza habiendo comido muy poco y hacía horas. Así que al final llegó la respuesta a la cuestión no hablada que habitaba bajo la piel de la proposición de la invitación de él, y ella aceptó. De manera que él la llevo a su cuarto y qué raras quedan las medias con la falda quitada, así que mejor fuera; es una pena que no se fije en el sujetador y en el conjunto que hace y lo quite tan rápido; yo me desnudo en seguida, camiseta, pantalón y ya estoy.
Así están sudando con el calor que hace, pero no paran para beber ni nada parecido, sin embargo él sí para un momento para levantarse, atravesar el cuarto, coger su teléfono y volver. Ella le pregunta y él le contesta un nada rápido. Siguen pero ella como que ya no se concentra, de hecho le empieza a escocer. Él malinterpreta su mueca y le ofrece cambian de postura, así que acaba a cuatro patas. Pero ahí, entre los movimientos de él, se da una pausa extraña y ella le mira por encima del hombro viéndole dejar el móvil en la mesa. Entonces le pregunta que para qué lo había cogido y él contesta que para mirar la hora. Una sombra le cruza a ella por la frente y le pregunta que si le ha hecho una foto. Él lo niega y ella se aparta y se incorpora. Vuelve a preguntar y él niega tres veces o más. La cerveza se va por el agujero de la preocupación que aparece en la mente de ella mientras va siendo consciente del peligro que tiene una foto suya en manos de él, porque probablemente esas manos se cuenten por decenas. Entonces le pregunta si le puede pasar las bragas y en tanto él se agacha ella se hace rápidamente con el teléfono. Le dice, esta vez con más volumen, que si no es verdad que le ha hecho una foto que le enseñe la galería y él le contesta que ella es una puta y que no tiene por que enseñarle nada. Con efecto retardado (igual la cerveza no se había ido del todo) a ella le enciende las mejillas eso de puta y sale del cuarto corriendo con el teléfono en la mano. Él la persigue y acaban al borde de la piscina, ella con el brazo extendido, amenazando con soltar el móvil sobre el agua. Pregunta por su clave para desbloquearlo y él la vuelve a llamar puta. Mala cosa. El aparato hace un sonido realmente divertido, una especie de chapoteo. Él da un paso hacia delante y le propina una bofetada con todas sus fuerzas que le deja la cara mirando al agua. Entonces ella, así, humillada y sintiéndose lo más perdida del mundo, se deja caer a la piscina como si hubiese caído a causa de la bofetada, y una vez en el agua se queda flotando sin pretensiones de moverse o de sacar siquiera la cabeza para respirar. Él, desde fuera, viéndola flotar inerte, se llega a preguntar si es que la ha matado, porque el pobre no tiene muchas luces. ¿Y a quién llamo? Llega a preguntarse.


lunes, 10 de mayo de 2021

Él te está esperando

 Al principio llegaba en coche, después empezó a hacerlo andando, y pese a ir él siempre a su casa, ella llegaba tarde. Tardaba en prepararse, en vestirse o igual se estaba duchando o lavándose los dientes. Él solo llegaba y esperaba porque además siempre se olvidaba de llevar un libro o cualquier pasatiempo. Podía esperar con la espalda apoyada en una pared de ladrillo, o en un coche, podía caminar calle arriba y abajo, esperarla de frente desde el lado contrario de la calle o de refilón junto a la puerta. Y mientras ella se arreglaba en el piso de arriba, su madre, en el de abajo, empezó a ser consciente del chico que espera. Así le fue haciendo pasar, para que esperase con más comodidad, y no precisamente una comodidad física, sino el hecho de sentirse ya partícipe de algo, de que aquel tiempo ya contaba. Ella se sorprendió mucho la primera vez que bajó y le vio ahí, a los pies de la escalera, quiso regañarle y hasta mandarle a casa en ese mismo instante. Pero él siguió llegando sin llamar a la puerta, lo que no impidió que la madre le cazara igual y lo hiciese entrar. En aquella casa había que descalzarse a la entrada y la hija vio con malos ojos el día que su madre compró un calzado de interior para él. La hija empezó a sentirse molesta, pensaba en la mosca que aparece en un cuarto cerrado como si hubiese entrado por alguna parte cuando puertas y ventanas están cerradas. Pero aunque empezó a quedar menos con él, o intentó quedar en otros sitios lejos de la casa, él aparecía por allí zumbando, ya fuera por iniciativa propia o porque la madre le invitaba. Discutió varias veces con su madre por aquello, diciéndole que la relación de él era solo para con ella y que por tanto era la única con poder de decidir cuándo y cómo verle o incluso dejar de hacerlo, ante lo cual la madre se mostró muy herida diciendo que no, que el vínculo de él era para con todos en aquella casa, que era uno más.
Un día ella oyó cómo su madre le hacía pasar y viendo que tenía el peine en la mano decidió alargar el acto de peinarse, hacerlo infinito. Después se demoró en todo lo que pudo y hasta cogió un libro. Le extrañó que nadie le diese un grito diciéndole que él estaba allí, esperando, pero a cambio se los imaginó cuchicheando sobre lo lenta que era ella, que ya se sabía, que siempre hacía lo mismo. Para cuando se quiso dar cuenta habían pasado dos horas, así que terminó de arreglarse a toda prisa y bajó esperando ser regañada. Pero las cosas sucedieron de otro modo. Cuando bajó y abrió la puerta del salón todos se sobresaltaron y la miraron extrañados. Él también la miraba como viendo algo que no está bien. La madre se le acercó despacio, la cogió de la mano, la sacó del salón, cerró la puerta y le preguntó si no podría la próxima vez llamar diciendo que venía en vez de aparecer así de pronto por las buenas.

lunes, 3 de mayo de 2021

Autorretrato moderno

 Una mañana sin más el coronel tomó esta tierra que es mi cuerpo. Fue rápido, apenas dio tiempo a que hubiese resistencia. Había quienes lo veían como algo bueno y no se opusieron, y los que sí lo hicieron, lo hicieron tarde. El coronel había tomado los puntos esenciales de un cuerpo sentado y ya no iba a ser fácil echarle. Fue entonces cuando dejó de ser coronel y pasó a llamarse general.
 El que ahora era general bautizó a otros como coroneles y estos tomaron posiciones. Se necesitaba una buena imagen de la nación que es mi cuerpo, por ejemplo, así que se invirtió en ello. Se puso a trabajar a todo el pueblo buscando un ideal que no era más que la suma de elementos vistos en el extranjero que no pertenecían a esta cultura pero que había que adoptar, que había que obligar a la gente a que adoptase aunque se excediesen de su cultura, porque se quería que nos mirasen los del otro lado de la frontera y aceptasen a este nuevo país, a este nuevo régimen.
 Se iniciaron resistencias, por supuesto. El cuerpo se convirtió en sucesivos campos de batalla que lo dejaron inmovilizado, generalmente tumbado, en un largo letargo esperando a que alguno de los bandos se proclamara vencedor. Y lo hubo, claro, el general siempre vencía.
 Se produjeron persecuciones y matanzas en masa. El general pensaba que si solo quedaban los que pensaran como él el país podría avanzar, pero el país quedó parado. Nadie trabajaba, todos permanecían sentados, y no se producía nada. Las cosechas y los frutos de este cuerpo se pudrían sin que nadie los recolectase.
 El largo letargo se había instalado y en este contexto surgieron quienes, en un movimiento de protesta, tan solo se sentaron. En las casa y en los espacios públicos, calles, bancos y parques, en todas partes les podías ver sentados, con los ojos cerrados, esperando. ¿Esperando a qué? No se sabe, a que las cosas cambiaran o a que el tiempo dejara de pasar. Porque el tiempo era lo que corroía el país, porque contra el tiempo no se lucha, solo se actúa en consecuencia.
 Puede que os preguntéis que qué pasó con el resto del mundo, si otras naciones no vieron esto y decidieron intervenir buscando poner orden, y claro que sí, la ayuda internacional vino, pero el general no quería ser juzgado y enfrentó todo el poder que aún tenía contra el invasor.
 Más adelante la nación se fue recuperando, es posible que el general muriese o se exiliase. Las cosas empezaron a funcionar, pero claro, los oficiales del ejército son muchos y tienden a tener hijos, y todos ellos quieren el poder, así que nunca se sabe cuándo no podrás levantarte de la silla porque encontrarás frente a ti un rifle que te apunta de lleno a la cabeza.

lunes, 26 de abril de 2021

El traje

 De muy buena tela, el traje se sabía la prenda más bonita de la tienda. De hecho estaba en el centro, pero a la hora del cierre le movían junto al escaparate iluminado para que los viandantes pudieran seguir soñando con vestir tan bien. El traje era engreído, por supuesto, pero cambió el día que trajeron a la tienda un vestido de novia. Blanco, sí, pero sencillo, qué hermoso era. El traje había tenido lo suyo con algún vestido de noche, pero nunca nada con una prenda como aquella, así que no cesó hasta que ella le concedió una cita y juntos dieron vueltas sujetos al ventilador de aspas del techo.
Pero qué triste, el vestido de novia fue vendido. Tristeza para el traje, claro, no para la novia, que luciría de maravilla en su boda, ni para el vestido, que trabajaría un día y descansaría el resto de su vida. El traje se quedó solo y triste y esto le fue haciendo huraño, oscuro. Si su color no se perdía era únicamente por la calidad del material, pero cada vez se ausentaba más de su maniquí y decían que se le podía ver por la sección de rebajas. Al final dio con un cuarto pequeño al final de la tienda y allí se ocultó. Dicen que en aquel cuarto no volvieron a funcionar las bombillas y que quien entraba no volvía a salir, que en la oscuridad algo te atacaba sin que tuvieras tiempo de gritar siquiera.
El local fue vendido, una y varias veces, y en tanto que cambió de dueño el cuarto fue desapareciendo de los planos, de las conversaciones, y finalmente se tapió. Pero el traje dio con un desagüe con salida a las alcantarillas y un día se coló. Las ratas le hacían cosquillas al morderle pero no le hacían daño. Y así dio con él un vagabundo y el traje pareció poseerle, le enseñó a hacer dinero y a comprarse otro traje, momento en el que volvió a cambiar de dueño. Así llegó a dar con un ladrón que emulaba a los delincuentes de guante blanco, ladrón porque robaba y de guante blanco porque lo hacía bien vestido, así que el traje le acompañó en todos sus trabajos hasta que quedó olvidado –no casualmente, claro está- en el respaldo de una silla de una casa donde había entrado a robar. Las cortinas de aquella casa le gustaron, le hicieron pensar que allí se valoraba el buen gusto, así que decidió probar a quedarse un tiempo por entre aquellos armarios.
Fue un traje feliz en sus últimos días. Tuvo algún desliz con una sudadera pero luego se calmó gracias al ánimo de ser un traje y estar concebido para cosas serias. Vivió feliz hasta el día de su muerte, en el que fue convertido en trapos.

lunes, 19 de abril de 2021

La hermana pequeña

 Me llamó porque tenía miedo. Su madre no estaba y al entrar por la puerta me recibieron sus ojos y los de su hermana pequeña. Luego, mientras me servía un vaso de agua, me dijo que no me había llamado por ella, que no tenía miedo, sino por la hermana. En el salón se reunieron las dos, esperando que fuera a sentarme con ellas y a contarles historias. Cerca de las paredes desnudas había varios globos con forma de número. Por toda la casa había globos con números, cada pareja perteneciente a un cumpleaños, que en vez de tirarse se fueron acumulando celebrando fechas pasadas. Era una imagen decadente en realidad, mirar a alguien mientras miras los globos con los que celebraba su fiesta hacía dos años. A las hermanas les encantan mis historias, supuestamente son para la pequeña, pero la mayor bebe de ellas y ríe con más fuerza. Se acercan y me acarician las manos, son como criaturas mitológicas agradeciéndome en su mundo. Pero les va entrando el sueño y la pequeña se va, dándome las buenas noches y un beso en la mejilla. La mayor bosteza y me acompaña hasta la puerta, pero allí, cuando me voy a despedir, me coge la mano y me pide que me quede. En realidad está suplicando que me quede, sus ojos se vuelven dos lagos. Yo accedo, aunque no quiero, porque me dice que es por su hermana, para que haya alguien más en casa. No me suelta la mano y me lleva de ésta hasta su cuarto, donde me deja para que me desvista mientras ella va al baño a ponerse el pijama. Después apaga la luz y oigo como llora ya en la cama. Yo la abrazo, no me quedan palabras y éstas, cuando las uso, son siempre arbitrarias porque no sé qué decir, así que solo la abrazo. Ella me intenta besar, pero es un beso torpe y casi se ahoga con sus lágrimas. Yo la miro con seriedad, pero como no la veo en la oscuridad me la imagino. Ella me dice que no es su hermana quien tiene miedo, yo le digo que ya lo sé. Me dice que en realidad su hermana no existe, que todos aquellos globos de cumpleaños son de su madre y de ella y que su madre no está. Le abrazo y le digo que ya lo sé. Y la hermana, que no existe, nos mira desde un rincón, triste porque se quedará sin historias y triste porque no la podemos ver porque está oscuro.

lunes, 12 de abril de 2021

Que si no me das la mano me voy al suelo

 Que yo salgo del charco, arrastrándome, a cuatro patas, y aunque sí es verdad que finjo un poco también lo es que no podría levantarme sin volver a ver el suelo. Y tú estás ahí, tendiendo, y llevas falda. Yo me quedo obnubilado mirándote. Fíjate, he dicho obnubilado, he estirado la mano y he cogido la primera palabra que pasaba ante mí y mira si me gusta. Tú coges el barreño y te vas y yo como los animales te sigo entre la maleza, pero no te puedo cazar, no a este ritmo tan patoso. Así que me voy levantando como puedo, las piernas, la cadera, la espalda y al fin la cabeza y entonces te has parado, te giras y dices:
—¿Ves como podías andar?
Y así yo me caigo al suelo.

Me coges de la mano y no me sueltas aunque empiece a sudar. Y yo como un niño pequeño aprieto los labios para que no se me escape preguntarte si no me sueltas porque te gusta tenerme o es que temes que me venga abajo si lo haces. Pero la duda va creciendo y me hincho, y me voy inflando como un globo, tanto que me elevo del suelo y me pongo rojo, de la presión y la vergüenza, y la mano sudada se escurre entre tus dedos y así me escapo de todo y me pierdo también. Mientras me elevo en el aire pienso que eso de subir como un globo sí que da vértigo y no la caía desde un edificio. Intento ver mi vida pasar pero lo dejo en seguida, no es serio deprimirse justo antes de morir. Pero ahí estás tú, que con las manos arrancas el tronco de un árbol joven y con los dientes lo limpias de ramas y maleza, lanzándolo después como una pértiga que me da en la tripa y me hace decir ¡ay! Y otra vez al suelo. Ahí me coses la herida con tanto cariño que me haces llorar, y cuando me preguntas que por qué lloro  me pongo a llorar más por no saber contestarte.

Luego me vas soltando la mano y en tu ausencia más que en tu presencia veo que soy todo un niño, que si no me lanzo al lodo espero que asientas y me digas que muy bien. Me gusta la casita que has construido, encima de una ladera, donde te veo tender más veces de la cuenta a modo de seña, de cómo empezó todo, de guiño entre la seriedad que nos atañe. Por eso me siento peor cuando me pongo a deambular y me dejo caer en los rincones oscuros de la ciudad, donde las manos hábiles me ayudan a caer y seguir cayendo. En esos casos, con la visión torcida, ya no sé si desear que aparezcas y me rescates y me sienta mal porque me veas así o salir a rastras y buscar un abrevadero donde meter la cabeza para comprobar si el destino quiere que me muera o solo me refresque.

Intento subir la ladera, voy dando pasos cada vez más lentos, consigo erguirme y te veo al otro lado de la ventana y puedo percibir por un momento tu mundo sin mí. Entonces me yergo tanto como para caer de espaldas y caigo ladera abajo. No quiero arrastrar tu mundo limpio al mío, porque está claro que yo no me levanto sino que te voy encogiendo. Me arrastro hasta encontrar un poco de lodo y así, a rastras, entro en él. Hay que reconocer que una vez dentro no se está mal, es agradable.

lunes, 5 de abril de 2021

Una cuestión que no podía esperar

El camión se movía despacio por entre los escombros de las calles. En un punto dado se detuvo y de él bajaron dos soldados. Justo en ese momento hubo una explosión unas calles más allá y ambos se agacharon. De la que se incorporaban uno levantó la cabeza y se quedó mirando el coche negro que recorría el sendero dejado por el camión. Un coche negro, bonito, elegante, no un vehículo militar, una estampa extraña en aquella calle derruida que parecía estar al margen de todo aquello si no fuera por la película gris que se le había quedado a raíz del polvo y de los restos de edificios que no dejaban de caer. El soldado escupió al suelo porque aquello le parecía una insensatez, solo que además era una insensatez tal que podía costarle la vida. Aquella ciudad no estaba tomada, ni estaba cerca de estarlo, es más, el conflicto estaba tan solo a una manzana más allá. El enemigo podía avanzar y alcanzarles entre el caos, algún soldado podía haber traspasado las líneas y estar apuntándoles o directamente podían saltar en pedazos a causa del disparo de la artillería de uno u otro bando. Entre aquellas opciones el soldado prefería, desde luego, la del francotirador infiltrado porque cómo iban a dispararle a él cuando de aquel coche bajaba en ese mismo momento el Ministro. No un general, ni siquiera un político, era el Ministro, la mano derecha del Dictador, una de sus personas cercanas. Y no tenía nada mejor que hacer que pedir una escolta para ir a la línea del frente de una ciudad que llevaba meses bajo asedio.
El Ministro se bajó del coche y saludó a los dos soldados que le miraban desde detrás del camión. Miró a su alrededor y por un momento le costó reconocer la calle. No es que estuviese destruida, es que estaba cambiada y después destruida. Se acercó a la casa, un subsuelo al que se accedía bajando unas escaleras desde la calle, lo que había salvado el inmueble de las ondas expansivas de las explosiones. La puerta estaba cerrada y tuvo que pedir a los soldados que la forzasen. Entró, y cuando lo hizo aún no sabía si se encontraría a alguien dentro. No pidió a sus hombres que entrasen antes, lo hizo él directamente, pero con la mano cerca de la funda de la pistola. Sin embargo la oscuridad y lo cargado del aire le hicieron ver que aquella casa había sido abandonada hacía tiempo. En mitad del salón miró un momento hacia los cuadros de las paredes y después se dirigió directamente al último cuarto de la casa. En él buscó en la estantería y sobre la mesa, pero no lo encontró. Miró en la estantería del salón, debajo de la cama y en la basura. ¿Cómo podía ser? Se lo podía haber llevado, claro. Eso le hizo sonreír, imaginarse una evacuación de miles de personas y él, entre algo de ropa, comida y las joyas de su madre, acordarse de llevarse aquello. Así que el Ministro ya se iba cuando recordó algo. Volvió al cuarto del fondo, levantó la almohada y allí estaba, su libro. Cuando salió, uno de los soldados le preguntó si había encontrado lo que buscaba, pero el sonido de una explosión ahogó la respuesta.

lunes, 29 de marzo de 2021

La puerta de atrás del coche junto a la ventana

 Cuando cogían el coche e iban a alguna excursión, o al centro comercial, o a algún lado donde fueran en coche, en familia, a pasar la tarde o todo el día, Nicolás sabía lo que acabaría pasando y eso le hacía estar intranquilo. Siempre lo pasaban bien, siempre lo empezaban pasando bien, les compraban algo a su hermana y a él, comían rico, iban al cine, lo que fuera, y era divertido. Pero a medida que avanzaba la tarde Nicolás se iba poniendo tenso porque sabía que su padre empezaba a cansarse. No es que se cansara como una losa o un tirano, no es que avisase, no debía darse ni cuenta de que se estaba cansando, pero lo iba estando. Su ánimo le huía por el cuello y la espalda, que le empezaban a doler, como el vapor que sale a presión de la olla. Y entonces, de repente, una colleja a Nicolás por cualquier tontería. Una colleja fuerte e inesperada que dolía más por injusta que otra cosa. Solo la colleja y Nicolás empezaba a caminar detrás del grupo para no seguir siendo el objeto, que en esos casos solía pasar a ser la madre, quien empezaba a llevarse las broncas del padre y que solo tenía la voluntad y fuerza de decir estoy cansada vámonos a casa y terminar así con el plan familiar. Pero luego, en el coche, las voces de papá se volvían gritos contra todos, sobre todo contra mamá, pero podían ir contra cualquiera, aunque no estuviera presente. En esos momentos Nicolás se contraía, se hacía todo lo pequeño que fuera capaz, pero no era suficiente, así que acudía a su refugio que era nada más y nada menos que el interior de la puerta trasera derecha del coche, que tenía una especie de bolsillo abierto en la parte de abajo y ahí guardaba el niño sus tesoros y algún juguete. Había canicas, piedras, algún envoltorio de plástico, unas chapas y algo de arena que habría llegado allí acompañando a algún botín. Los gritos seguían pero ahí él estaba tranquilo hasta que el coche llegaba a casa y mamá se perdía en algún cuarto, con papá detrás, haciendo que sus gritos se fueran acolchando y perdiéndose del todo tras el sonido de la televisión.
Una vez Nicolás se acordó de su escondite estando todavía en casa, antes de salir, y se llevó consigo varios juguetes para hacerlo todavía más grande, convertirlo en un lugar casi físico, pero aquella vez, a la vuelta, al aparcar, su padre se giró y empezó a gritar que qué era aquella porquería, que quién se creía él para llenar su coche de mierda y empezó a sacar las cosas lanzándolas con fuerza contra la acera, haciendo que se rompiera el plástico, que las canicas cayesen por una alcantarilla y los tazos se desperdigasen perdiéndose en la noche. Entonces Nicolás también gritó mientras lloraba y se llegó a lanzar sobre la puerta abierta del coche y su padre, sorprendido, no encontró más respuesta que darle un bofetón que lo alejó del coche. Y debió ser en ese momento donde le encontró el gusto a pegar, porque lo fue haciendo más a menudo como éxtasis de los gritos y una noche en que Nicolás recibió de más se escapó de casa y fue hasta el coche sin dejar de pensar que debía meterse en el asiento trasero y dormir allí y que si su padre no le olvidaba e iba a por él se encontrase el coche cerrado y al niño dentro dispuesto a resistir cualquier asedio. Pero Nicolás no había contado con que el coche estaba cerrado para él y ya no supo qué hacer, porque se sentía morir volviese o no a casa, sintiéndose solo y desamparado como no habría de sentirse en su vida. No podía dejar de pensar en aquella vez en que yendo de vacaciones al norte les sorprendió entrada la tarde y casi la noche una tormenta brutal en la que no se veía nada y el agua golpeaba el coche por todos lados y Nicolás se apretujó contra su puerta, con la cara contra el cristal y una maleta entre su hermana y él que apenas le dejaba espacio y ahí se sintió a gusto, cómodo, seguro, y se grabó en la mente que aquella cara del cristal si bien quizá no protegería de las balas sí le protegería del mundo.

domingo, 21 de marzo de 2021

El desayuno de la civilización

 Siempre fue un tanto frustrante. Daba igual lo pronto que se levantase, el trabajo que pudiera adelantar, porque cuando algún reloj gris de la mañana temprano daba la hora por la puerta entraban muchísimos clientes pidiendo un café, tostadas, café, un croissant, café con mucha leche, pan con aceite, café, un pincho de tortilla, café, café, a mí un descafeinado, no tendrás de nuevo empanada, café, descafeinado, café, un bollo, café-café-café y de pronto nada. Algunos clientes sueltos, algunos que ya se quedaban toda la mañana como colgados de un lugar ajeno a sus vidas porque sus vidas eran una mierda. Entonces podía limpiar un poco, pasar el paño por la barra y barrer un poco. Su hija aparecía entonces. Hacía tiempo que había dado por perdidas dos luchas, la de que volviese a estudiar y la de que se levantase temprano para ayudarle con el desayuno de la civilización. Había que decir que desde que se ponía el delantal sobre el pantalón vaquero ya sí ayudaba y era eficiente. Además se le daba bien hablar con los clientes, o más bien dejar que ellos le hablasen, una de esas personas con las que un monólogo es un diálogo, vaya. Muchos clientes bromeaban diciendo que los tenía loquitos pero lo cierto es que no tenía ningún encanto especial, solo su condición de mujer y no encontrarse en posición de contestar según qué comentarios.
Y ya está, así pasaban los días. No pasaba nada más. Entiéndeme, pasaba todo, cada día en la televisión del bar salían políticos haciendo y deshaciendo, un nuevo bombardeo en un país amarillo, nuevos consejos de salud y de estética, la gente nacía y moría y entre tanto tenía con qué entretenerse pero, aunque pasase el mundo, no pasaba nada.

Cerca de allí había un campo de fútbol municipal y algunas tardes ya casi noches venían unos chicos a beber cerveza, menos uno que a aquellas horas todavía tomaba café. Esto a la hija le llamaba la atención. En realidad no le llamaba la atención, sino que había buscado que fuera así. Había querido hacer especial a aquel chico, intentar adivinar qué días vendrían y cuántos serían, de qué color sería su chándal y si habría cambiado ya de zapatillas. El aburrimiento le llevaba a hacer juegos y ahora era el deseo tonto el que la movía, porque estaba allí metida siempre, no salía para nada, tenía que construir su vida en el molde del bar de su padre y esto hace que laves tus expectativas en el mismo agua donde escurres el trapo que pasas por la barra. Así que jugó a servirle el último, en un ángulo que solo le viese él la cara y que tuviese que levantar la mirada para hacerlo, sin sonreírle pero intentando decirle algo con los ojos, esperando la ocasión de decirle cuando sacase el monedero: hoy no, hoy invita la casa.
Y un día ya pasó, solo que salió medio mal, o no como las cosas se habían imaginado. Él esperó fuera mientras ella cerraba pero apareció también el padre porque había que hacer inventario y él cogió un frío que para cuando el padre se había marchado y pudo entrar casi lo que más le apetecía era irse a casa. El sótano, donde ella había pensado ir, resultó ser incomodísimo y al final resultó que no había condón de manera que ella estuvo todo el rato preocupada de que él no terminase dentro. Luego él se fue y ella se subió las bragas. Había que acostarse ya, mañana tocaba preparar el desayuno de la civilización.

lunes, 15 de marzo de 2021

Íbamos a clase juntos y él tenía una espada

 

Nos conocimos en clase, en la universidad. Todos sabían quién era él, todos conocían sus ojos algo rasgados, su piel de color café y los jerséis blancos que le gustaba vestir. Todos querían verle una vez más por los pasillos o sentarse detrás de él en clase, y ya podía ser educado, simpático, amable e incluso divertido que entre tanta mirada nadie vería esas cosas porque la curiosidad que despertaba se debía únicamente a la espada que llevaba consigo siempre. Una espada no muy grande, del largo menos que su brazo, con empuñadura y funda de madera a juego sin cruz entre ambas, que solía llevar atada a la espalda completamente vertical o un poco ladeada como quien lleva una mochila. Y es que el hecho de que fuese acompañado siempre por su espada era una cuestión cultural tan seria que quienes tuviesen un certificado como el suyo podían llevarla en público con total libertad con el beneplácito del Ministerio.

Siempre he dicho que no me fijé en él por lo mismo que la gente, que la primera vez que hablamos fue porque nos tocó hacer un trabajo en parejas, pero la verdad es que si le invité a mi casa con la excusa del mismo fue motivada por la misma fascinación de todos los demás. Es que llevaba una espada, una espada, y lo diré una vez más: una espada. Le miraba como los niños miran las pistolas en los cinturones de los policías. Y mientras esperaba en casa a que llegase me pregunté si por ser aquello más informal no la traería y casi me decepciono, pero apareció con ella en la espalda y cuando nos sentamos en la mesa de la cocina la apoyó en una pata y cuando nos trasladamos a mi cuarto la dejó apoyada en la pared, al lado de la puerta, con mucho cuidado.

Ya había hecho amago de salir con otras dos chicas de clase, o más bien ellas le habían llevado a dar vueltas que no acabaron en ningún lado. Él parecía no tener iniciativa para esas cosas, era sumamente tímido y eso me llenaba ya la copa del gozo: un chico tímido que no puede estar en un cuarto en el que no esté también su espada. Yo le fui invitando a hacer planes y él me decía que sí a todos, quizá tuvo que ver con el hecho de que yo me hubiese propuesto no hacerle ninguna pregunta, ningún comentario, ni la más leve observación sobre su espada, como si no la viera, como cuando tratas con una persona que tiene una deformidad en la cara de esas que no puedes dejar de querer mirar. Ahí fui viendo los rasgos de su personalidad que si bien no son los que más me atraen sí me resultaban simpáticos, agradables e increíblemente cómodos. Y así empezamos a salir.

Es extraño, hacíamos vida de pareja, nos sentábamos juntos en clase, íbamos al cine, salíamos a dar una vuelta, a merendar, nos besábamos, poníamos la música alta, todas esas cosas, y sin embargo yo hacía todo eso, de alguna manera, por la espada. No sé muy bien cómo explicarlo, el ejemplo más cercano que me viene a la cabeza es el de esos chicos que pasan meses atentos y serviciales con una chica solo porque esperan acostarse con ella. Invierten una cantidad de esfuerzo descomunal por algo en definitiva breve, pero es la ilusión lo que les empuja, aunque tampoco deben sufrir en el intento, imagino, quiero pensar que cederían si se encontrasen mal. Pues algo parecido me pasaba a mí, no es que buscase algo concreto, tocar la espada o algo parecido (la toqué mientras él dormía, aunque no la desenvainé por miedo de que el sonido le despertase), sino que el arma despertaba en mí una extraña fascinación, o más bien la despertaban  la suma del arma y él. No dejaba de imaginarme situaciones en las que podría tener que llegar a usarla, o en las que se podría aprovechar de portarla, pero él nunca la sacaba, claro es que tampoco tenía necesidad. Me avergüenzo ahora de reconocer que salíamos a pasear y mis pasos, en apariencia inocentes, nos llevaban a los arrabales donde secretamente yo fantaseaba con que alguien nos iba a atracar y él no tendría más remedio que desenvainar. Tampoco buscaba que hiriese a nadie, pero le quería ver esgrimiendo el arma. La verdad es que si me lo imaginaba colocándose en una postura concreta, con las piernas ligeramente flexionadas y el acero brillando sentía que me subía un calor que casi se podría llamar placer, de hecho es que lo era, sentía placer al imaginarle, y deseaba verle con ella en la mano como el chico del ejemplo deseaba ver desnuda a la chica después de tantos meses.

No sé muy bien qué pasó después. Yo lo achaco a una escena concreta que me cambió la forma de verle. Unas antiguas amigas me dijeron de volver a reunirnos y hablamos de llevar a nuestras parejas, porque coincidía que en aquel momento todas teníamos. Yo me sentía muy orgullosa imaginándome llegando con él. Sentía curiosidad por ver las caras de ellas, por imaginar qué pensarían, si quedarían también cautivadas por la escena de calma y tensión que inspiraba mi espadachín. Nos juntamos en casa de una de ellas, que se había independizado hacía poco, y en su salón, con música alta y bajo una luz rojiza y púrpura, empezamos a beber y a bailar en un intento de fiesta. Ya de primeras, antes de llegar, yo le había estado intentado inspirar seguridad y confianza, porque quería que aquella noche él fuese más duro y frío, quería que impusiese, y sin embargo estaba muy nervioso por la reunión, de hecho se encontraba al borde del ataque de nervios. Conseguí calmarle, pero al llegar estaba casi mudo. Y en la fiesta, cada vez que le miré, le fui viendo más apartado, más pequeño, con su vaso rojo congelado en la mano, y la espada apoyada en una pared lejana, donde nadie la relacionaría con él, no siendo más que un cacharro, no más que un paraguas en su paragüero. Aquella noche vino conmigo a casa como habíamos acordado y allí le grité. Le dije las cosas más feas y repugnantes que pude traer al mundo, y cómo no apelé a la espada, y por un momento, al ver que se le humedecían los ojos, esperé que fuera rabia y desenvainase contra mí, aunque parase el filo en el aire. Pero solo se fue, en mitad de la noche, a esas horas en las que solo queda caminar o coger un taxi, llevándose consigo la espada, por supuesto. Y luego ninguno quiso arreglarlo, tan solo pasó el tiempo y dejamos de hablar definitivamente. Poco más tarde acabó el curso y tuvimos una excusa para ni siquiera cruzarnos. Hace unas semanas, una amiga reciente que no conoce esta historia me llamó para contarme muy excitada que tenía un compañera nueva en el trabajo que llevaba consigo una espada porque así lo mandaba su religión, yo quise enfriar el tema y lo zanjé enviándole un reportaje que hablaba sobre la cuestión en nuestro país, imagino que ella no lo leyó y pasamos a hablar de otras cosas.