Yo vine del país de la tierra
roja. Es posible que hayas oído decir que el nombre le fue dado por la sangre de
los que han muerto o porque el sol del ocaso se desgarró en las montañas del
oeste y derramó sus colores cubriéndolo todo. Pero lo cierto es que la tierra
es roja por ser rica en minerales, nada más. Si me preguntas qué minerales no
lo sé. No sé muchas cosas, no sé ni la mitad de las cosas que sabéis la gente de
por aquí. Yo vine hace tiempo con un primo mío y unos amigos de él. Entramos en
este país ilegalmente, pero nuestro caso fue distinto, no como los de las
noticias, para mí al menos fue divertido. Yo no estaba mal en mi pueblo, mi
familia siempre había tenido para comer, por lo que no tenía la necesidad de
irme, pero me invitaron a viajar con ellos y no acepté desde la necesidad, sino
desde la aventura.
Nada más pisar tierra los cazaron
a todos y los devolvieron a la tierra de los atardeceres eternos, a todos menos
a mí, que seguí por aquí dando vueltas hasta que llegué a la capital, solo y sin
rastro del sentimiento de aventura que me había acompañado hasta entonces.
Quien no había viajado obligado ahora tenía que quedarse, y nunca me había
planteado mi futuro, yo vivía en un eterno día a día y había estado haciendo lo
que me habían mandado, pero ahora debía construir algo sin tener los materiales
ni la idea de cómo hacerlo.
No sé cómo (bajo algún designio divino,
estoy seguro) encontré la zona de mi país en aquella ciudad. Quiero decir el
barrio, pero que más que barrio era una embajada que ocupaba manzanas y
manzanas en las que la estética y la lengua eran las que yo conocía. Esta
ciudad dentro de la ciudad se vaciaba de
madrugada y no quedaba ni un alma, como si presenciases una evacuación. Todos
trabajaban en otras partes de la ciudad, para gentes que sí pertenecían a la
misma. Y tampoco había tiendas porque nadie iba a abrir si no tenía a quien
vender, así que caminaba por las calles apocalípticas hasta que llegaba la
tarde y volvía la marabunta.
Entre toda aquella gente me
encontró mi madre. No físicamente, claro, sino que una tarde se me acercó un
tipo, me preguntó mi nombre y sin decir nada más me largó un teléfono, ahí
estaba la voz de mi madre. Había conseguido un teléfono, en casa no teníamos, y
había utilizado todos los medios y personas a su alcance hasta dar conmigo.
Ahora me preguntaba qué tal estaba, qué comía, dónde dormía, qué tiempo hacía,
cómo me vestía, qué tal hablaba la lengua, a quién había conocido, si había
tenido problemas y, la que más miedo me daba, dónde trabajaba. La verdad es que
no trabajaba en ningún sitio y en varios a veces. Alguna mañana conseguía que
me llevaran a alguna de las fábricas, cocinas, lavanderías, talleres y demás
sitios donde puedes trabajar porque el cliente no te ve la cara, allí me habían
prometido un salario de mierda por no tener papeles “créeme, muchacho,
contratándote estoy asumiendo un riesgo altísimo por si me pillan” me traducían
mis congéneres. Pero al margen de que no solían pagarme, yo parecía un patán
desempeñando una tarea nueva en comparación con los demás trabajadores ya
experimentados, así que no me solían coger el día siguiente. Pero no le dije nada de
eso a mi madre, le dije “no te preocupes, mami, estoy trabajando en una
empresa, llevo un traje como en las películas”. No sé por qué dije aquello
último, mi madre empezó a llorar y dar gritos de felicidad porque llevar un
traje para ella era poco menos que ser ministro o banquero, una prenda mágica
que en mi país solo se llevaba donde había ventiladores en un país donde no
había ventiladores en ninguna parte. Me dijo, en un llanto incomprensible, que
quería verme, que necesitaba verme
así vestido. Quedamos en que ella conseguiría de la forma que fuera un
esmarfone y que yo conseguiría otro y le mandaría la foto. Y para cuando colgué
la llamada me sentía casi feliz, contagiado por ella, justo antes de darme
cuenta de lo que había hecho y de que estaba jodido, pero bien jodido.
Por mi parte conseguir un móvil
con cámara no era tan difícil, había uno en un bar permanentemente enchufado al
cargador que se alquilaba a precios estratosféricos para mandar fotos, recibir
llamadas o ver pornografía. Acordé un buen precio a condición de usarlo a una
hora poco demandada, pero el problema estaba en cómo hacerme con un traje. No
hablo de una camisa blanca (muchas veces ya de un color marfil amarillento por
el uso), esas abundaban, son el uniforme de mi raza cuando trabajamos
sirviéndoos. El problema era la americana, los pantalones y los zapatos.
Soy un tipo muy alto y delgado,
alguien de buen aspecto en mi país pero que aquí se ve enfermizo, y eso era un
problema porque por estas calles sí que había un traje, uno bonito con camisa
limpia: el del chófer, y el chófer era gordito y de poca estatura. El chófer
trabajaba para una empresa conduciendo limusinas y con lo que ganaba podía ser
fácilmente la persona más rica del barrio. El problema que tenía era que la
servidumbre se le había filtrado por la porosidad de la piel hasta el sistema
nervioso y era parte de su ser, de manera que enviaba a casa todo lo que ganaba
y entre nosotros se comportaba de forma sumisa con muchos perdones y losientos,
y eso que era el único que llevaba una maldita pajarita.
Le pillamos en plana calle entre
tres y le colmamos de cumplidos, lo cual le aterrorizó, porque para él aquellos
cumplidos eran muy conocidos, eran el preludio del hecho de que le pidieran un
favor. Y así era, le pedimos el traje, dijo que no y básicamente jugamos a
desnudarle allí, entre un coche y una pared de ladrillos pintarrajeada, entre
una niña con una pelota de baloncesto y una mujer que nos miraba apoyada en el
alfeizar de la ventana fumando despacio, absorbiendo las vidas ajenas con la
mirada. El traje me quedaba pequeño, demasiado pequeño, hasta se rajó por la
parte de la espalda cuando quise moverme. Le pedimos perdón al chófer y le
dijimos que le compensaríamos, lo cual era una mentira generalizada que se
usaba más o menos para decir gracias en muchas situaciones. Al menos de aquello
saqué la pajarita, que me iba bien.
Eran cuatro y les fui sincero,
les hablé de mi madre y de su ilusión por verme trajeado. El más grande de
ellos dio dos pasos hasta quedarse frente a mí y me pegó tal bofetada que de
haber sido más bajo me habría tirado al suelo. “Eso es por mentir a tu madre”,
me dijo, y después aceptó ayudarme porque ver a una madre triste era algo
imperdonable, dijo, sin importar a quién hubiera parido.
Trabajaban en una lavandería y
entramos de noche. Uno tenía las llaves y otro se suponía que se sabía la clave
de la alarma, pero resultó que no se la sabía, así que tuvo que cortar la
corriente. De esta manera, en una nave sin ventanas, sin luz y sin linternas ni
nada parecido, nos costó dios y ayuda hallar los trajes entre los abrigos y las
alfombras. Como no veíamos y era engorroso ir probándoselos, fui poniendo mi
brazo sobre las mangas estiradas de las americanas para hacernos una idea y
cogimos el que vimos que era más grande. Una vez de vuelta al barrio me lo
probé y vi que me quedaba enorme, debía pertenecer a una persona no más alta
pero sí enormemente gorda. El problema es que no tenía más tiempo, mi madre
había ido a la finca de los ricos, allí cerca de la aldea, y les había dicho
que le dejaran su teléfono para ver mi foto y ellos habían aceptado por puro
interés, porque aquello había que corroborarlo, ya que si yo llevaba traje querría
decir que mi familia podía volverse rica y hacerles competencia, pues ellos
eran ricos pero ricos de allá, que en realidad no es más que la suma de unas vacas
y un poco de miedo colectivo.
En el bar había mucho ruido,
gente y luces, así que por una vez dejaron a un cliente desenchufar el móvil
del cargador y llevárselo a la trastienda. Allí un amigo no supo hacerme una
foto sino que grabó un vídeo de tres segundos desenfocado en el que aparecía yo
con mi traje descomunal, la pajarita, unos barriles de cerveza y un espejo
robado de los probadores de alguna tienda. Mi madre me llamó al instante. Yo ya
temblaba pensando en su ira o, peor, en su decepción, pero me sorprendió volverla
a escucharla tan alegre, tan contenta, hablando de que había que desempolvar
las viejas tradiciones y sacrificar algún cabrito.
Yo salí de la trastienda emocionado
también, pensando que en ese momento todo era posible, que de verdad podría
tener algún día un trabajo al que ir vestido en traje, pero esa sensación duró
hasta que la dueña del bar, y por tanto del teléfono móvil, me dijo que un
vídeo de tres segundos era como tres fotos y que tenía que pagarle el triple.