lunes, 24 de febrero de 2014

Porque yo no sé escribir.

Ya no sé escribir, que curioso. Distraído hago un cuento ¡Y qué magnífico cuento! Todos lo alaban, me meten billetes en el bolsillo y me dicen que haga más, y claro, ahora que sus ojos me vigilan sonrientes apenas sin parpadear, pues me bloqueo. Si me hubiesen dejado en paz o tan solo hubiesen comentado "buen trabajo chico" dándome una cálida palmada en el hombro, hubiese escrito mil cuentos más sonriendo. Nunca me había fallado la imaginación, siempre había sido bueno en eso, ¿imaginación? ¡plas! no había ni que pedirla, constancia de trabajo no tenía, pero imaginación todo la del mundo. Ahora era al revés, me pegaba a la silla y guardaba momentáneamente los juguetes de mi cabeza en un armario de cuatro patas. Pero aquellos hombres que me miran... No me dejan escribir queriendo que lo haga, me vuelve a asaltar la duda, la de que en realidad no me gusta escribir, la de que si alguna vez lo hago es por algún motivo extraño, pero que en realidad no me gusta, hasta a veces lo deteste. De repente se me ocurre qué escribir. Describo al hombre más gordo, el del puro y sombrero feo, el que si no tuviese dinero se convertiría en arena entre gritos. Le describo tal y como es, o por lo menos como le veo, mientras lo hago me voy enfadando con él, escribo sobre unas falsas gotas de sudor que le salen del cuello y empiezan a gotear en la mesa, formando un charco. Se le va la sonrisa y sin dejar de mirarme saca un pañuelo de algún caro material y se limpia la nuca con educación. Entonces es cuando me empieza a divertir. Más y más, ya no es sudor, sino agua, a borbotones. Recuerdo lo que pensé antes y le quito el dinero, cuando termino de escribir eso, le suena en la chaqueta uno de los primeros teléfonos móviles y nada más descolgar, grita "¡Cómo!", se le cae el puro de los labios y sale corriendo de la habitación. El puro se apaga en el charco que ha quedado en la mesa. Al hombre de mi izquierda se le quita la sonrisa a la velocidad de una bofetada, y ese mismo hombre, de cara de animal carroñero de la Sabana, se acerca corriendo y me arranca el papel de las manos. Él lo acerca a sus ojos, yo escribo siete palabras en la mesa y él cae muerto. En resumen, que no hay resumen, unos acaban muertos, dos mutilados y el resto presas del pánico. Al final recuerdo que no es que no me guste escribir, sino que no me gusta escribir cosas como lo que acabo de hacer, esto y algunas piezas más, como la mayor parte de las del cuaderno del bolsillo de mi abrigo, todas ellas son denominadas "vomitivas" por mi increíble Yo interior mientras se lima las uñas. Finalmente tomo una decisión. En mis últimas palabras dejo escrito que todos sabrán escribir, y serán dioses en ello. Yo, por mi parte, no sabré ni coger un bolígrafo nunca más, también cito que olvidaré y olvidarán, esta escena y lo que he dicho, y me condeno a leer a todo el mundo, envidiándoles por ese arte que tienen.

No hay comentarios:

Publicar un comentario